«Es a los adalides del libre mercado a quienes hay que culpar, pero si deja escapar el momento, será la izquierda la que pague el pato» El director de la sección de economía del prestigioso diario británico The Guardian escribe sobre la mayor intervención pública en la historia los mercados financieros. Los mercados de valores […]
«Es a los adalides del libre mercado a quienes hay que culpar, pero si deja escapar el momento, será la izquierda la que pague el pato»
El director de la sección de economía del prestigioso diario británico The Guardian escribe sobre la mayor intervención pública en la historia los mercados financieros.
Los mercados de valores se mostraban ayer exultantes tras el anuncio del Tesoro norteamericano de que los dos gigantes del mercado hipotecario de los Estados Unidos serían puestos bajo «tutela» («conservatorship»). No hay que dejarse confundir por la jerga económica: no es más que otra forma de decir nacionalización, y ya resultó un tanto extraño que los mercados financieros de Tokyo, Londres y Nueva York, cuyos corredores se dedican a ensalzar al libre mercado, dieran gritos de alegría al hacerse cargo el Estado.
La razón del alza del precio de las acciones fue una reacción de puro alivio. Tal como sucedió en el momento del asedio a Northern Rock, del que hace un año esta semana, igual que cuando se hundió Bear Sterns y lo mismo que al final de la semana pasada, los mercados de valores anduvieron aterrados ante las crecientes pérdidas ocasionadas por la crisis crediticia. Hank Paulson, secretario del Tesoro norteamericano, no convirtió Fannie Mae y Freddie Mac en propiedad pública porque se haya vuelto un socialista renacido: actuó así por temor a que una crisis global financiera del sistema desencadenara la mayor depresión desde los años 30.
Hay que tomar nota de cinco puntos. El primero se refiere a la escala general de la operación. Fannie y Freddie garantizan en conjunto la mitad de los créditos hipotecarios de la mayor economía del mundo, y la suma que esto entraña es del orden del tres billones de libras esterlinas, cerca del doble del volumen total anual de la economía británica. Se trata de la mayor operación de rescate desde que comenzó la crisis crediticia, pero no será, probablemente, la última.
El segundo punto tiene que ver con la duración de la crisis. Cuando se contrajeron los mercados en agosto de 2007, pocos de los profesionales financieros habrían anticipado que los bancos centrales y los ministros de economía de todo el mundo todavía andarían apagando el incendio trece meses más tarde. Los bancos centrales han recortado los tipos de interés, han inyectado dinero en el sistema bancario, se han avenido a trocar títulos sin valor respaldados por hipótecas a cambio de sólidos títulos del Estado, han convertido bancos desfallecientes en propiedad pública. En todas estas ocasiones los mercados se han recuperado con la esperanza de que la última crisis demostrara ser una catarsis, y en todas han demostrado estar equivocados. Hay analistas que no se tragan el argumento de que el rescate llevado a cabo por Paulson marca el principio del fin de la crisis crediticia; algunos dicen que fue un acto de desesperación que precisaba el horrendo estado del sistema financiero internacional.
Cualquiera que sea la motivación, el tercer punto es que en el rescate de Fannie y Fred con respaldo gubernamental se hizo lo correcto. La extensión e intensidad de la crisis crediticia ha confirmado el punto de vista del Fondo Monetario Internacional, de George Soros y Alistair Darling al afirmar que se trata de la crisis financiera más grave a la que se ha enfrentado la economía global desde los años 30. Fannie Mae se estableció en esa década como parte de las reformas del New Deal con la finalidad de ayudar a la economía norteamericana a recuperarse de la Depresión. Con simetría casi perfecta, la decisión de convertirla en propiedad pública pone de relieve la bancarrota del modelo a rueda libre que substituyó al sistema financiero mucho más severamente regulado de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Dejémoslo claro: el mundo es hoy el estropicio que vemos, no porque la regulación estatal de los bancos fuera demasiado restrictiva sino porque el Estado se mostró demasiado tímido frente a las demandas de desregulación, liberalización y privatización. El resultado fue una especulación excesiva, además de economías en las que el sector financiero mantiene demasiada influencia y las estructuras de retribución atraen a la insensatez.
Por tanto, la pregunta es qué va a suceder ahora. La cuarta conclusión que puede extraerse es que el libre mercado no tiene otra respuesta al problema que la de dejar que los bancos se estrellen. Pero ningún responsable político, ni siquiera aquellos con el historial más impecable de «laissez faire», está preparado para dejar que revienten Bear Stearns, Northern Rock o Freddie y Fannie. Se puede permitir que algunas instituciones más pequeñas se hundan, sólo sea para mostrar que el Tesoro norteamericano es consciente de que la fianza salvadora la la financian los contribuyentes, pero la comunidad financiera global tiene hoy instituciones que son sencillamente demasiado grandes como para dejar que se derrumben.
Pero si bien no puede permitirse que las grandes instituciones financieras se vayan a pique, a diferencia, pongamos por caso, de una empresa automovilística o una linea aérea, tampoco se puede permitir que se comporten como aquellas empresas en las que existe realmente un riesgo de hundimiento. Sin duda el Congreso exigirá una reglamentación más estricta para las actividades de los bancos norteamericanos a cambio de pagar la fianza, y hará bien. Si ha habido un momento para adoptar controles sobre la capacidad de los bancos para crear cantidades ilimitadas de crédito, para restringir las formas más tóxicas de derivados, para frenar las actividades de los hedge funds, para insistir en que las estructuras de remuneración no queden sesgadas en favor de la especulación temeraria, y para hacer uso de las leyes anti-trust con el fin de deshacer el poder de las grandes instituciones, sin duda es éste.
Esto nos lleva a la última cuestión. La del crédito debería significar una crisis para los partidos de la derecha. Al fin y al cabo, fueron ellos los que respaldaron la campaña para dinamitar los controles sobre los mercados financieros en él último cuarto del siglo XX. Sin embargo, hay pocas pruebas de que los republicanos norteamericanos o los conservadores británicos vayan a pagar el precio de sus errores políticos del pasado. En parte se debe a que en los Estados Unidos el atisbo de una vuelta a las colas de la sopa de los tiempos de la Depresión saca a la luz la veta intervencionista de cualquier administración. En parte, sin embargo, se debe a que ni Barack Obama ni Gordon Brown parecen dispuestos a aprovechar el momento socialdemócrata. Es una política estúpida: significa que lo que debería suponer una crisis para la derecha se ha convertido en crisis para la izquierda.
Larry Elliott dirige la sección de economía del diario británico The Guardian.