El ninguneo al que tanto los medios de comunicación como la academia someten a Santiago Alba Rico, uno de los filósofos españoles más valiosos en muchos años, no está exento de aspectos positivos. El apacible silencio mediático que ha rodeado la publicación de su último libro, Leer con niños (Caballo de Troya, 2007), ha permitido apreciar con mayor claridad hasta qué punto se trata de un hito en la ensayística española reciente, una auténtica excepción al proceso de metástasis cultural que nos rodea.
Para toda una generación de telespectadores que hoy ronda la treintena, Santiago Alba Rico es el guionista de La bola de cristal, un legendario programa que aún hoy cosecha homenajes y cuyo rastro se puede seguir en ¡Viva el mal! ¡Viva el capital! (Virus, 1992) y ¡Viva la CIA! ¡Viva la Economía! (Virus, 2001). Para toda una generación de estudiantes de filosofía que hoy ronda la treintena, Santiago Alba Rico es el coautor, con Carlos Fernández Liria, de Volver a pensar (Akal, 1989), una obra que dio un nuevo sentido a la expresión «hacer filosofía a martillazos». Desde su portada -una virgen María que sostiene en brazos a Fernando Savater y empuña una rosa-, Volver a pensar es una obra genial y descacharrante que en plena bajamar postmoderna se atrevió a dar una respuesta a la pregunta por la naturaleza de la filosofía: Alba Rico y Fernández Liria proponían una recuperación de la herencia socrática como clave para afrontar los sobreentendidos ideológicos del capitalismo avanzado. Ya en este libro de batalla se percibía la voz de un autor complejo, erudito e intelectualmente ambicioso, un Adorno encerrado en la conciencia de Brecht. «Si no tuviese otros mil, aún tendría un motivo para luchar contra el capitalismo y sus lacayos: NO ME DEJAN LEER A PLINIO», escribía Alba Rico. Tal vez toda su trayectoria posterior pueda entenderse como un esfuerzo por evitar que la realidad nos obligue a olvidar al pobre Plinio. Un proyecto que en Leer con niños alcanza una madurez radiante. «Los libros son una pasión culpable», me dice Santiago Alba Rico cuando nos encontramos en la Feria del Libro de Madrid. «Con la literatura y el amor pasa lo mismo. Hay personas y libros que te hacen olvidar los periódicos. Cuando estás completamente enamorado de pronto te parece insignificante lo que está pasando en Irak, pasas por los kioscos y ni te fijas en los titulares. Creo que es una experiencia a la que todo el mundo tiene derecho, pero que también me hace sentir como si estuviera cometiendo un adulterio respecto a mis compromisos políticos. Estamos permanentemente interpelados por una realidad política muy sucia a un ritmo cada vez más acelerado. Te acuestas siempre con la sensación de no haber hecho lo suficiente para introducir un efecto correctivo en el mundo. La desproporción que ha generado la informática entre la capacidad potencialmente infinita de relacionarte con millones de personas y la capacidad finita de tu cerebro, hace que uno vaya siempre como jadeante tras la realidad con un acusado sentimiento de culpabilidad. Así que tengo la sensación de que este libro es una forma de justificar por qué he seguido leyendo a Dickens o a Carson McCullers. De algún modo, he utilizado vilmente a mis hijos para volver a leer grandes obras de la literatura».
Leer con niños no es una obra de pedagogía ni tampoco una apología de la lectura, no define un canon de literatura infantil ni es un ensayo filosófico con un desarrollo convencional. Su centro de gravedad es la experiencia de Alba Rico como padre que durante años ha leído en voz alta a sus hijos toda clase de textos más o menos improbables, de Heródoto a Dostoievski pasando por Dante. Pero Leer con niños se expande arbóreamente por frondosos derroteros antropológicos, políticos, biográficos y, toda una sorpresa, narrativos: «Yo siempre he sido un escritor clandestino», aclara Alba Rico. «He escrito muchísima ficción, lo que pasa es que me parece infinitamente más comprometida personal, intelectual y estéticamente que el ensayo. He sido un literato fallido y por eso he acabado buscando géneros mixtos, fórmulas que satisfacen la necesidad literaria que siempre he sentido y al mismo tiempo responden a interpelaciones muy inmediatas. En Leer con niños la autobiografía me ha servido para encontrar una confluencia entre lo ensayístico y lo literario. De todos modos, he intentado que siempre hubiera un cierto distanciamiento, que no se convirtiera en un libro obsceno. No quería escribir un relato de mi vivencia personal expuesta de una manera exhibicionista y arrogante como una experiencia ejemplarizante, cuando las condiciones que me han permitido hacer esto están tan mal repartidas en el mundo. La verdad es que este libro ha sido importante para mí. Fue un encargo del editor -parece que no sé escribir si no me lo piden- que me ha permitido hacer algo que de otra manera no hubiera hecho y que me apetecía muchísimo».
Leer con niños es la obra de Santiago Alba más cuidada formalmente, donde mejor se percibe su gusto por el ensayo como género literario con una dimensión estética propia. Pero, curiosamente, esta obra híbrida y nada académica es también la que mejor condensa su pensamiento filosófico, la conclusión provisional de un trayecto que se inicia en 1995 con Las reglas del caos, un libro imposible que, sin embargo, era importante que alguien tratara de escribir. En Las reglas del caos, Santiago Alba se embarcó en una especie de etnología filosófica del capitalismo, ampliamente influenciada por Hannah Arendt y que buceaba en la noción marxista del fetichismo de la mercancía. El resultado fue un texto muy sugerente pero algo oscuro y excesivamente ambicioso. A lo largo de los años Alba Rico ha ido depurando algunas de las tesis que allí se presentaban -algo particularmente claro en La ciudad intangible, una obra de transición- hasta completar un muestrario filosófico más modesto y vigoroso. «Ha sido un proceso de desprendimiento de lastre que retrospectivamente considero acertado. Hoy Las reglas del caos me parece un libro pedante donde yo no tengo muy claro lo que quiero decir. En principio, Leer con niños parecía mucho menos exigente intelectual y políticamente, y esto me ha permitido contar con claridad algunas cosas que quería contar e insistir en otras que ya he contado en otras ocasiones. Y la verdad es que el resultado me gusta. Creo que marca un punto de inflexión respecto a todo lo que he venido haciendo hasta ahora y un itinerario hacia una cierta modestia que creo que puede resultar fecunda».