Concha Fernández Martorell es profesora de filosofía. Durante años, fue Directora del IES Mediterrània del Masnou. Ahora imparte clases en el IES Menéndez y Pelayo (Barcelona). Es autora de varios ensayos sobre filosofía contemporánea. En 2008 publicó El aula desierta; la experiencia educativa en el contexto de la economía global (ed. Montesinos). Hay estereotipos […]
Concha Fernández Martorell es profesora de filosofía. Durante años, fue Directora del IES Mediterrània del Masnou. Ahora imparte clases en el IES Menéndez y Pelayo (Barcelona). Es autora de varios ensayos sobre filosofía contemporánea. En 2008 publicó El aula desierta; la experiencia educativa en el contexto de la economía global (ed. Montesinos).
Hay estereotipos que no sólo bloquean el pensamiento, sino que también difunden la sospecha y la desconfianza, paralizando cualquier acción colectiva. Así son sin duda los clichés que se han apoderado de nuestra mirada sobre la escuela: «jóvenes bárbaros», fruto del «hedonismo de la sociedad» que erosiona «la cultura del esfuerzo» y la «autoridad del profesor», etc.
¿Qué significa «el aula desierta»? ¿Qué quieres poner al lector ante los ojos con esa metáfora tan potente? ¿No te parece que más que desierta, la escuela esta llena de estereotipos que sería recomendable vaciar antes de empezar a reflexionar sobre ella?
Traté de buscar una imagen que pudiera mostrar la dimensión de la utopía escolar que se está preparando desde la política educativa a escala global: su objetivo es vaciar el aula de los valores educativos emancipatorios tan duramente conquistados, presididos por el conocimiento y el arte como creaciones humanas compartidas. Puede resultar una metáfora excesiva, precisamente porque estoy hablando de un espacio vital muy rico y complejo que hay que proteger de ese proceso de desertización a que está expuesto. Esto es lo que pretendo: sacudir al lector desde el principio, que se sienta incómodo al tragarse todos los tópicos que desbaratan la institución escolar y están vaciando el aula, mientras nadie atiende al abandono, a la deserción y a la renuncia por parte de todos.
¿Cómo está siendo la transformación neoliberal del entorno escolar?
El lenguaje que se está desarrollando en torno a la educación ha cambiado y no oculta su procedencia. Está muy claro de donde vienen los términos cuando se habla de «gestión», tanto de centros como del aula, de «estrategias de aprendizaje» y de «planes estratégicos»; es evidente lo que se está diciendo cuando se afirma que la escuela, igual que una empresa, deberá rendir cuentas de sus resultados; también está muy claro qué se pretende de los conocimientos cuando se los presenta articulados en competencias, como lo que el alumno tiene que adquirir para ser competente. Sin embargo, todo aparece como natural y nadie cuestiona estos términos que a mi me suenan totalmente inoportunos para el ámbito educativo; aplicar los parámetros de la empresa y del mercado al espacio de la educación no solamente es desvirtuar las condiciones del pacto político con respecto a la escolarización de todas las personas, sino también en relación a la idea de educación como ayudar a crecer ¿Qué tiene que ver esta milenaria relación del alumno con su maestro con la «gestión del aprendizaje»?
La administración es la que tiene que «gestionar» (el dinero público y todas las disposiciones necesarias), las ideas y las prácticas educativas ya las llevan a cabo los profesionales de la enseñanza. Parece que se quieren invertir los términos: los profesores gestionando el aula y desde las instancias políticas y expertas emitir las ideas, es decir, la ideología.
La cuestión de fondo reside en algo esencial que he tratado de visualizar en mi libro: el aluvión de informes y de informativos sobre el fracaso escolar, el bajo rendimiento académico, la violencia en las aulas y la pérdida de autoridad, ha venido a preparar el terreno para implantar una nueva política educativa.
Desde mi punto de vista, dos interrogantes están latentes en esta nueva política educativa y podrían formularse así: ¿por qué no someter a la escuela a las mismas presiones del rendimiento empresarial? Competitividad entre los centros; medición de resultados abstractos, independientes del entorno social, económico y cultural; direcciones con poder de decisión para poner orden en los claustros y acabar con la inoperancia del sistema asambleario; introducir al profesor en el circuito mercantil empresarial (horas extras, puestos reservados). O también: ¿cómo no se nos había ocurrido que la escuela es un enorme campo de negocio todavía sin explotar? Las empresas pueden colaborar con los proyectos educativos; las entidades privadas pueden gestionar de manera eficaz sus servicios racionalizando medios económicos; un poco de publicidad es favorable si a cambio se reciben materiales educativos…
¿Cómo se ha llegado hasta aquí?
La labor educativa está fundada en la confianza y este es uno de los pilares que ha fallado. Se ha roto la complicidad necesaria entre el profesor y el alumno, imponiendo la distancia a través del miedo. Sabemos muy bien que esta pérdida de confianza se transmite con enorme facilidad y cuando esto ocurre la relación se bloquea; el elemento transmisor es el miedo y el miedo genera agresividad como arma defensiva. El círculo se alimenta a sí mismo imparable. Es necesario reflexionar sobre la situación para distanciarse, para ver el problema desde fuera y tomar un camino diferente que nos resitúe a todos. Restablecer la relación alumnos-profesores-padres. Sin el entendimiento, la complicidad y la confianza el espacio educativo se enrarece.
El alumno, a pesar de lo que se dice, sigue siendo el primer afectado, todo lo que le pasa, todo lo que hace, a pesar de su apariencia desafiante, es producto del miedo. Miedo a ser abandonado otra vez, a ser agredido de nuevo, para protegerse ha desarrollado una dura coraza defensiva que destroza todo lo que roza. También el profesor tiene miedo, miedo a enfrentarse a la verdadera realidad del alumno, a la inseguridad que le provoca todo el sistema, a su propia precariedad, y oculta su miedo haciéndose temer. Por último, los padres ocultan el miedo a sus hijos y a sus propios desiertos agrediendo el único espacio que está en condiciones de atenderle, la escuela.
Esta situación ha llevado a plantear de manera muy equívoca el tema de la autoridad. El profesor se ha visto desposeído de autoridad intelectual personal por las propuestas constructivistas y competenciales, la propia administración desconfía profundamente de los profesores; para paliar la situación se ofrece esta categoría de «autoridad pública» que constata que no tiene autoridad personal y que jamás puede sustituir la capacidad del profesor para ganarse la confianza de los alumnos, su reconocimiento y respeto a través de la superioridad que le confieren sus conocimientos, su capacidad para ejercer de consejero y tutor y aportarle seguridad.
¿Cuál es tu crítica del constructivismo como actual lenguaje de las reformas educativas? ¿El esquema constructivista es ya una realidad en las aulas o sólo en los programas? ¿No crees que el constructivismo toma su fuerza de una legítima insatisfacción ante el esquema copiar-repetir-memorizar que tantos hemos padecido? ¿En favor de qué otra concepción de la enseñanza criticas el constructivismo?
El problema del constructivismo no está en la investigación teórica sobre el fenómeno del aprendizaje, que es una conjetura razonable entre otras muchas, sino en el intento de aplicarla de forma generalizada a todo el sistema educativo, como si esa fuera la única forma de aprender y de entender los conocimientos. Pero ahora habría que hablar de un concepto más actual, que llena todas las programaciones de todas las materias en todo el sistema educativo, desde la primaria hasta la universidad: las competencias. Desde este punto de vista, todo el entramado educativo se centra en el aprendizaje como acto individual, en la relación que tiene el alumno respecto al material con el que trabaja; la idea de educación, así como el papel del profesor, quedan drásticamente disminuidos. Evidentemente, el niño no aprende por sí solo sino a través de un material proporcionado por las instancias educativas, programado y pautado por la política educativa. El objetivo es, por tanto, desplazar el ángulo de influencia y esquivar la figura del profesor, que es considerado un obstáculo: su función queda reducida a mantener el orden en el aula. De ahí la pérdida de autoridad personal e intelectual de la que hablábamos antes y la necesidad de otorgarle autoridad por ley.
Es cierto que el constructivismo trata de superar el esquema memorístico y repetitivo, por otra parte cuestionado hace ya mucho tiempo. Sin embargo, para mostrar que aprender es un fenómeno más amplio y puede tener otros enfoques, no era necesario cargarse todos los valores de la educación.
La forma en que todo esto se ha llevado a cabo es también muy criticable. A los profesores se les hace adaptar todos sus conocimientos y prácticas didácticas a un nuevo enfoque sin mostrarles en qué consiste. Se reciben unos cuantos mails, se ofrece una conferencia en horas no lectivas, se publican unos cuantos documentos muy generalistas en internet y se supone que en el siguiente curso todo el mundo está «educando en competencias». Es ridículo. En otros países el profesorado cuenta con periodos de tiempo de trabajo en los cuales libra de sus horas lectivas para poder formarse en las nuevas propuestas y también ellos pueden colaborar con aportaciones. En ese caso el profesor se ve totalmente implicado en su trabajo, no es un simple objeto de transmisión de proyectos educativos que se dictan desde las instancias políticas y expertas.
Me preguntas si critico el constructivismo en favor de otra concepción de la enseñanza. Por supuesto que tengo una idea global de la educación, un proyecto propio que tal vez algún día me propondré diseñar en serio, de momento en mi libro solo he trazado ideas sueltas. Te diré sólo dos pequeños comentarios: primero, la idea hermenéutica de que el lenguaje y el tiempo histórico atraviesan y constituyen al ser humano, que son sus principios vitales, me parece un buen punto de partida, ahí el conocimiento y la educación se unen en el presente vital que experimenta el alumno en el aula. Los conocimientos no son datos almacenados en la red que podamos tomar en cualquier momento, sino el constitutivo de la vida social e individual; cada ser humano es recipiente vivo de los avatares históricos. Segundo: educar para el futuro, como se dice a menudo, no tiene sentido, el futuro será lo que nosotros queramos y seamos capaces de crear.
En cierto momento, contrapones la manera de pensar de un experto (que busca eficacia, buena gestión, técnicas y estrategias adecuadas) y la de un filósofo (que se pregunta por el sentido, problematiza y complejiza…). La escuela-empresa pretende educar expertos. ¿Debería la escuela emancipadora enseñarnos a ser un poco filósofos entonces? No es, desde luego, un saber que ayude en la vida, de hecho te la hace más difícil (aunque más plena).
La filosofía es un saber transversal e interdisciplinar, y estos son conceptos muy queridos por los programas de enseñanza. Sin embargo ¿por qué se desprecia tanto a la filosofía y sólo a base de muchas luchas del profesorado conseguimos que se mantenga en el bachillerato? La filosofía, desde Platón hasta Kant, ha hecho hincapié en la necesidad de «saber pensar» para «saber actuar», términos que también usan los programas competenciales, aunque los filósofos ven claramente la necesidad de unir los conceptos a los contenidos, para poder pensar en algo. Tampoco aquí los pedagogos han pedido opinión a los filósofos y siguen pensando que la filosofía estorba en la secundaria.
Insistes en la importancia del papel de los afectos y lo afectivo en la enseñanza, muy a contracorriente de todas las críticas actuales que condenan la escucha, la empatía o la comprensión como elementos-clave de una «pedagogía sesentayochista» que supuestamente contribuye a desarticular el aula. ¿Cuál es la importancia de lo afectivo? ¿Por qué?
Necesitamos la afectividad como el alimento y esto es algo que la historia racional de Occidente ha olvidado. Racionalmente nuestra sociedad es muy potente y emocionalmente un desastre. Si no se trabajan los afectos y el mundo emocional, no se podrán cambiar las condiciones. Es un tema de investigación enorme precisamente porque no sabemos nada, pero te diré un par de cosas: los alumnos más necesitados de afecto son los que menos invitan a ello, los más airados, esquivos y realmente antipáticos, precisamente por el abandono en el que viven, solo hace falta que les dirijas una mirada de comprensión, les preguntes directamente qué les pasa, les dejes hablar, les hagas una caricia, para comenzar a deshacer el caparazón que se han creado; por otro lado, nuestra sociedad está muy lejos de aquel proverbio Zen que aconsejaba «combatir la violencia con dulzura» y creo que es imprescindible, especialmente para tratar con menores, tener muy en cuenta esta máxima, la afectividad es, realmente, el único antídoto contra el comportamiento indeseable, eso sí siempre desde la actitud resuelta y decidida del adulto que sabe lo que está pasando en el camino a la deriva de un alumno.
Aunque suene arcaico y platónico, sólo se puede acceder al conocimiento a través del amor y únicamente es posible transmitir y comunicar algo a los demás por mediación del amor. Algo muy diferente a la «gestión» del aula. Cierto que la gestión se puede programar y la afectividad no. Evidentemente las autoridades educativas quieren tener control de lo que se hace y ese es el problema, pues con sus parámetros no hay educación en sentido pleno. Es como en el arte, hay un plus que no está explicitado en ninguna parte, ningún crítico lo puede manifestar ni toda la técnica del mundo lo posee, pero sin ese ingrediente indescriptible no hay arte.
Se diría que la escuela se desertiza porque se desentiende (voluntariamente o por simple incapacidad) de gran parte de la vida de los chicos (lo que les pasa en el exterior del aula). Todo aquello de lo que se desentiende vuelve como un boomerang y estalla en el aula. Pero sin embargo tu llamas a (re)construir una escuela-oasis que, abandonando las «utopías escolares», los proteja precisamente del afuera. ¿Es posible trazar una frontera entre oasis (adentro) y desierto (afuera)? ¿No podría darse una relación no destructiva entre adentro y afuera?
Por supuesto que es muy importante la relación con el exterior. Los institutos tienen que ser verdaderas instituciones en sus respectivos pueblos o barrios. Lugares vivos que participen en las actividades comunitarias, ofrezcan sus bienes culturales al entorno, pequeños santuarios del conocimiento y el arte que acaben despertando la admiración, el respeto y el afecto de los alumnos y de la comunidad. Esto fue lo que intenté en mis años de directora y creo que conseguimos crear un ambiente interior de ilusión y respeto mutuo, de participación en actividades conjuntas y creaciones propias; de cara al exterior, la relación con la comunidad se potenció enormemente y la labor del instituto tuvo un reconocimiento público, lo cierto es que la matrícula del centro aumentó de forma espectacular.
Por otro lado, creo que es importante cuidar mucho lo que ocurre dentro del instituto, que al menos en su interior las cosas funcionen, que el alumno viva el centro como un lugar seguro y en el que se puede expresar con libertad, a pesar de que afuera todo vaya mal. Al menos puede contar con un referente. No podemos cambiar el mundo desde el espacio de nuestra pequeña institución, pero cada uno puede hacer lo que realmente considere válido en su ámbito concreto de influencia y esperar que actúe la pregnancia.
Hay algo que me ha gustado mucho y en lo que me encuentro muy reconocido (no creo ser el único): cuando explicas que los problemas de atención (otra forma de deserción del aula) son insalvables si la enseñanza no ayuda al chico a encontrar «un rincón que sea verdaderamente suyo», un punto a partir del cual pueda «enlazar con el mundo», sentirse concernido, implicado en él. ¿Podrías desarrollar un poco más esto?
La escuela tiene que ofrecer un espacio en el que poder crecer, un lugar donde no todo esté condicionado y programado. Los niños y jóvenes adquieren su formación y personalidad a partir de todo tipo de vivencias, desde un poema o un experimento hasta las palabras de un profesor, y en la posibilidad de poder expresarse e interactuar. Además a la escuela obligatoria acuden todos y no se puede pretender que todos aprendan exactamente las mimas cosas con los mismos contenidos y salgan con idénticas competencias. Esta programación uniforme es absurda y, precisamente, lo que hay que ofrecer es un espacio en el que los conocimientos circulen y los alumnos puedan «manifestar» sus inquietudes. Hay que esforzarse en que todos se lleven de la escuela algo que amen, que despierte su admiración, porque ese es el punto de arranque para comenzar a sentirse partícipes de lo que se hace en la escuela y fuera de ella.
En este sentido, cuéntame la experiencia del Aula de Filosofía en el IES de Masnou, ese «espacio en el que pasaban cosas» (de donde salen por ejemplo las ilustraciones del libro). ¿Cómo funcionaba? ¿Quién se implicó? ¿Qué cosas pasaban?
Pretendía abrir ese espacio del que hablábamos en el que los conocimientos aparecen unos junto a otros, procedentes de los intereses de los alumnos al hilo de la marcha de nuestras actividades lectivas. El aula se iba llenando con sus aportaciones y se ponían en comunicación cosas muy diversas, algunos trabajos eran realmente buenos, los alumnos brillantes encontraban un lugar donde poder lucir su imaginación y creatividad. Pero, en muchos casos, participaban también los alumnos más descolgados, ese espacio les permitía traer un pequeño recorte, cuatro frases que formaban una vieja sentencia de sabiduría popular y que les había llamado la atención; a veces traían su papel medio arrugado como queriendo seguir siendo pasotas, pero una vez lo habían comunicado a los demás y habían explicado porqué habían elegido aquello se sentían bien de haber participado y se animaban a traer algo mejor presentado. Yo lo viví como una experiencia muy positiva, que convivía con las actividades concretas que tenía que trabajar en los distintos programas.
El cine se ocupa regularmente de tratar la problemática juvenil y escolar: Thirteen, Elephant, La clase… ¿Alguna ficción te ha dado qué pensar sobre tu experiencia cotidiana como docente?
He visto casi todas estas películas que tratan, aunque sea un poco de lejos, el ámbito de la educación. Me interesa mucho el punto de vista del cine porque es una manera muy diferente de presentar las cosas. Con el cine se crea casi inevitablemente un fenómeno de identificación y la reflexión que hace es a otro nivel. Una película que me influyó mucho mientras escribía el libro fue Hoy empieza todo de Tavernier. Cuando te sitúas en el aula cada día es nuevo y diferente y la labor que podemos aportar los profesores es, precisamente porque tratamos con jóvenes, el compromiso de que todo está por hacer.