Gobierno Lula: el sueño frustrado No hay dudas de que la llegada del primer obrero a la presidencia de Brasil, Luis Inácio Lula da Silva, llenó los movimientos sociales brasileños de esperanza. 2002 fue el año de la histórica victoria de la izquierda en el país más grande de América Latina – en área y […]
Gobierno Lula: el sueño frustrado
No hay dudas de que la llegada del primer obrero a la presidencia de Brasil, Luis Inácio Lula da Silva, llenó los movimientos sociales brasileños de esperanza. 2002 fue el año de la histórica victoria de la izquierda en el país más grande de América Latina – en área y en población. Su toma de posesión llevó a miles de militantes y apoyadores del Partido de los Trabajadores (PT) a Brasilia, que vio un mar rojo saludar al nuevo presidente. Más allá de la simbología de tener un presidente que viene del pueblo, la plataforma de gobierno petista traía la promesa de la eliminación de la pobreza, la generación de millones de empleos y la promoción de mayor justicia social en un país cuya desigualdad era una de sus características más estructurales.
Para el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST) ese escrutinio representó la potencial llegada de una nueva etapa. El conocido movimiento defendía y defiende la reforma agraria y la redefinición de los patrones de ocupación, producción y sociabilidad en el campo brasileño. Por su estrategia de lucha – la ocupación de latifundios improductivos – fueron perseguidos duramente en el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, anterior al de Lula, y rotulados como criminales por los grandes medios de comunicación y las clases altas defensoras de la propiedad privada. La llegada del Partido de los Trabajadores al poder significó, en ese entonces, la posibilidad de descriminalización del movimiento, de diálogo y negociación y de realización de una reforma agraria estructural. Lula había sido gran simpatizante del movimiento desde sus orígenes y dejó muy claras sus intenciones de, una vez presidente, tratar la reforma agraria y al MST con la dignidad que merecían.
A pesar de promesas y expectativas, lo que se observó en Brasil durante el gobierno Lula respecto a la situación del campo fue la disminución, año tras año, del número de latifundios expropiados para la reforma agraria. La Constitución brasileña de 1988 contiene la función social de la propiedad, determinada en el ámbito urbano por la sustitución del individualismo propietario por el de la dignidad humana y, en el ámbito rural, por la protección a los derechos laborales y ambientales. La propiedad rural debe cumplir con los patrones del desarrollo sostenible y, aunque lo haga, puede ser expropiada por el gobierno, una vez que lo que debe prevalecer es su utilidad pública – es el caso de propiedades que no tienen producción o número de funcionarios compatible con su área.
A los gobiernos posteriores a la redemocratización les quedó la importante tarea de promover el uso social de la tierra y propiedades urbanas y se supone que Lula era el más calificado para cumplir con esta demanda, dado su origen y cercanía al MST. Empero, el número de expropiaciones en sus dos mandatos fue bastante inferior al su antecesor, el social-demócrata Fernando Henrique Cardoso. Lula expropió tan sólo mil 990 propiedades, ante 3 mil 532 durante el gobierno de Cardoso.
El año 2005 fue el punto de inflexión de las expropiaciones – desde entonces, se han visto cada vez menos propiedades parceladas para la agricultura familiar. Coincidentemente o no, este mismo año trajo un decreto presidencial que tornó legal el uso de semillas transgénicas para la producción agrícola.
Las semillas de soya de Monsanto empezaron a ser contrabandeadas desde Argentina a Brasil en 1998, sin cualquier tipo de regulación hasta la medida tomada por Lula siete años después. Hoy se estima que las semillas genéticamente modificadas representan un 85 por ciento de la producción total de soya en el país – porcentaje que puede ser todavía más grande, una vez que estas semillas son altamente contaminantes, lo que hace que no sea posible controlar estrictamente su presencia.
La combinación de esos dos factores, aliados al crecimiento de exportaciones a Asia, especialmente, benefició a los grandes empresarios del agrobusiness. Las publicitarias cifras de la balanza comercial dieron a Brasil nacional e internacionalmente la imagen de una verdadera revolución social. Mientras tanto, la bancada rural de la Cámara de Diputados y el Senado (que representa los intereses de los empresarios agroexportadores) hacía crecer su influencia en el gobierno petista, la propuesta de reforma agraria seguía intocada y el MST, olvidado.
Las cifras no son fiables, el incremento en la productividad y la creciente presencia de Brasil en el escenario internacional ocultan datos menos estimulantes: el 10 por ciento de los propietarios retienen el 85 por ciento de la producción y 85 por ciento de las tierras cultivadas en Brasil están reservadas para la producción de maíz, soya, pasto y caña de azúcar – es decir, o se destinan a la producción de ración animal y a la exportación, o son productoras del combustible etanol. La producción de caña, históricamente conectada al esclavismo colonial, fue celebrada por Lula como la gran solución para la excesiva dependencia del petróleo como combustible. Lo que se le olvidó decir es que la planta de caña de azúcar, cuando es cultivada extensiva y continuamente, causa la destrucción de suelos y la transformación radical de ecosistemas. Del mismo modo, se le olvidó comentar que las haciendas de caña son las que más emplean trabajadores en condiciones indignas, incluyendo esclavos y niños.
Gobierno Dilma: ¿erradicación de la miseria o todo el apoyo al agrobusiness?
Dilma Rousseff llegó al poder con una percepción un poco menos onírica desde los movimientos sociales. Aún así, representaba un cambio más: la primera mujer, ex-guerrillera que luchó en contra del autoritarismo en el período dictatorial. Con fama de rigidez para el trabajo y una imagen de honestidad, la «hija» de Lula ganó las elecciones después de gran campaña de unión de toda la izquierda en contra de la amenaza del regreso de la derecha al poder, sintetizada en la figura del autoritario José Serra (PSDB).
Su principal bandera de gobierno es la erradicación de la pobreza y la expansión del desarrollo del país – llevadas a cabo a través de dos programas multiministeriales: Brasil Sin Miseria y los Planes de Aceleración del Crecimiento (PACs).
El Plan Brasil Sin Miseria concentra 47 por ciento de sus esfuerzos en el campo, a través primordialmente del fomento a la agricultura familiar, generando beneficios financieros a fondo perdido para la compra de insumos y equipo para la agricultura. Con el Programa de Adquisición de Alimentos (PAA), el gobierno federal busca incentivar a la agricultores familiares con la compra de la producción para su uso en entidades asistenciales, hospitales, universidades, unidades prisionales y para formación de estoques. Además de eso, el programa también cuenta con la ampliación del acceso al agua.
El último 8 de marzo, la presidenta anunció una medida que presuntamente colaborará para el desarrollo de la agricultura familiar – responsable del 70 por ciento de los alimentos consumidos en hogares brasileños: todos los productos de la canasta básica pasan a ser exentos de impuestos federales, lo que representa la reducción en el costo de 9.25 por ciento para los alimentos incluidos (carnes, leche entera, huevos, arroz, frijol, pan, frutas, legumbres, entre otros) y 12.25 para papel higiénico, jabón de ducha y pasta de dientes. Además de permitir mayor consumo entre las clases más bajas, la medida busca generar mayor dinamismo y expansión en los negocios en pequeñas comunidades – bien como el crecimiento de la presencia de la agricultura familiar.
Todas esas medidas son obviamente bienvenidas, pero es necesario ponerlas en contexto para entender hasta qué punto la «revolución en el campo», de la que habla con orgullo Dilma, es verdadera.
A pesar de las recurrentes promesas de realización de la reforma agraria – la última de ellas realizada en reunión con trabajadores rurales para la firma de la Política Nacional para Trabajadores Rurales Empleados, en los primeros días de marzo -, ya acercándose a la mitad de su tercer año de gobierno, Dilma casi fue la jefe de gobierno que menos expropió tierras para la reforma agraria, con solamente 86 propiedades destinadas a este fin. Por encima de ella está solamente Fernando Collor de Mello, presidente entre 1990 y 1992, impedido por una política económica que confiscaba los ahorros de los ciudadanos y por involucrarse con la corrupción – quien expropió en su período solamente 28 latifundios. Dicho sea de paso, el ex-presidente, hoy Senador de la República, es parte de la gran base de apoyo de Dilma en el Poder Legislativo.
Hablando del Legislativo, es imposible no darse cuenta del gran incremento de la influencia de la bancada rural en el transcurso del gobierno de Dilma. En 2012 este grupo de legisladores logró aprobar una propuesta de Código Forestal que significaba una afrenta a los movimientos sociales rurales, los ambientalistas y los pueblos indígenas. Permitiendo que se colocaran en el mercado para especulación títulos de carbono y cuotas de reservas ambientales, la legislación ponía a la Amazonia brasileña en la ruta de la globalización. Los dueños de latifundios improductivos pasarían a justificar la función social de sus propiedades bajo la justificación de explotar carbono en zonas que cuentan con cuotas de reservas ambientales. En caso de que decidieran usar las tierras para producción agrícola – y acabar con los bosques – nada más necesitarían compensar la devastación con la reforestación de una pequeña parcela de su propiedad (que no llegaría al 10 por ciento). Además de eso, dio una salida a los grandes propietarios para que no necesitaran abrir mano de sus tierras con el fin del crecimiento de las tierras de agricultura familiar, otorgando a la agricultura familiar 4,9 millones de hectáreas en zona de devastación de la selva amazónica – para que ya no se tocaran los latifundios improductivos ni consideraran a los productores responsables de la devastación de los bosques. Otra medida fue no penalizar a propietarios que acabaran con zonas de bosques.
El gobierno federal no fue capaz de generar oposición dentro del legislativo para bloquear la nueva legislación – por el sencillo motivo de que la mayor parte de sus proponentes componían la base gobiernista -, lo que hizo necesario que la presidenta la vetara. La expectativa de los movimientos sociales y ambientalistas era que el veto a la propuesta fuera integral. Empero, la presidenta prohibió solamente nueve artículos de la ley y pasó el Programa de Regularización Ambiental, que exentó de multa a propietarios rurales que generaron devastación en los bosques, bajo la condición de que presentaran un plan de recuperación de las áreas degradadas. Dicha recuperación será de máximo el 20 por ciento de la propiedad, sin tomar en consideración que muchas propiedades de las regiones centro-oeste y norte del país vienen integralmente del desmate de la Amazonía.
Si con relación al medio ambiente, Rousseff fue permisiva y permitió la ampliación del poder de los latifundiarios, en lo que dice respecto a los derechos indígenas la situación no es mejor. El gobierno brasileño, desde Lula, hace propaganda de haber demarcado la mayor cantidad de tierras indígenas de América Latina. Lo que no dice es que el 95 por ciento de estas tierras están localizadas en la Amazonía o en regiones cercanas a centros urbanos – por lo tanto, en zonas con menor disputa por la tierra. Los pueblos indígenas que habitan regiones con presencia de haciendas destinadas al agronegocio han sido prácticamente ignorados en sus demandas por demarcación de reservas, y sufren violencia cotidiana por parte de capataces de los latifundistas – violencia que pone en riesgo la existencia de esos pueblos. Un ejemplo es el caso de los Guarani-Kaiowá, del estado de Mato Grosso do Sul, que en 2012 recibieron del Estado orden de despojo de sus tierras ancestrales, en un contexto de asesinatos, violaciones y suicidio de indígenas.
La pugna entre un proyecto de campo basado en la agricultura familiar para la producción de alimentos y otro de una zona rural de latifundios y producción enfocada en la exportación de granos está lejos de ser justa. A pesar de los programas y auxilios anunciados por el gobierno, es evidente que la báscula del poder favorece al agrobusiness. Aparte de su expresiva presencia en la administración, cuentan con recursos excesivos, sin ninguna proporción con aquellos destinados a la agricultura familiar.
En febrero, la presidenta anunció en su plan agrícola para 2013/2014, que invertirá 133 mil millones de reales. El monto impresiona, pero su división impresiona más: 115 mil millones de reales estarán destinados a la agricultura empresarial, ante 18 mil millones para la agricultura familiar. Dinero que será invertido primordialmente en la compra de máquinas para la modernización de la producción. En una feria destinada al agronegocio, Dilma Rousseff afirmó que siempre habrá más recursos: «Todo lo que gasten, lo cubriremos». Días después, la petista volvió a apapachar a los agroexportadores, anunciando su gran orgullo: en 2013 Brasil tendrá la mayor cosecha de granos de su historia, llegando a 185 millones de toneladas. Claro, todo esto sin considerar la cosecha de alimentos – que mereció nada más que una mención en el discurso de la presidenta.
El contexto como un todo marea: si Dilma quiere fomentar la agricultura familiar y las economías locales, y para eso quita los impuestos de la canasta básica y compra las cosechas de los pequeños productores, ¿por qué no aplica la reforma agraria?, ¿por qué permite la promulgación casi integral de un Código Forestal que en la práctica acaba con la legitimidad de las expropiaciones de latifundios improductivos?, ¿por qué otorga inversiones fuera de proporción a los latifundistas?, ¿por qué no defiende a los pueblos indígenas y garantiza su derecho a la tierra?
Con un discurso amigable y mucha inversión en publicidad, el gobierno del PT muestra que en su proyecto nacional la agricultura familiar sólo tiene cabida si no interfiere en el desarrollo y la inserción del país en la globalización. «Un país rico es un país sin miseria», slogan del gobierno Dilma, vale para elevar a Brasil en las clasificaciones internacionales y para crear un gran conjunto de ciudadanos consumidores. ¿Hasta qué punto el país rico de Dilma es, como dice el slogan del gobierno de Lula, «un país de todos»?
Publicado originalmente en Desinformémonos