El discurso de los sectores neoliberales – patronales, fundaciones y servicios de estudio vinculados a los poderes económicos, partidos políticos de la derecha y relevantes personalidades del entorno o de las mismas estructuras del Gobierno- ha venido sosteniendo en los últimos tiempos que el gran problema de nuestro mercado de trabajo es su segmentación entre […]
El discurso de los sectores neoliberales – patronales, fundaciones y servicios de estudio vinculados a los poderes económicos, partidos políticos de la derecha y relevantes personalidades del entorno o de las mismas estructuras del Gobierno- ha venido sosteniendo en los últimos tiempos que el gran problema de nuestro mercado de trabajo es su segmentación entre una minoría de trabajadores (en torno a un tercio en épocas de crecimiento), los temporales, infraprotegidos frente al despido y convertidos en la variable de ajuste en momentos de crisis; y una mayoría de dos tercios, los que tienen contratos indefinidos, sobreprotegidos ante el riesgo de extinción del contrato.
Siendo cierto que existe una dualidad de protección inaceptable frente al despido – fundamentalmente porque los empresarios se saltan olímpicamente la causalidad en la contratación temporal, de tal manera que realizan contratos temporales para puestos de trabajo estables, sin que ni la autoridad laboral ni el control sindical hayan sido capaces de evitarlo – los datos últimos sobre los despidos de trabajadores con contratos indefinidos muestran claramente que la inestabilidad en el empleo, tras las sucesivas reformas laborales que se han realizado desde 1994 hasta 2006, se está extendiendo de forma muy significativa al campo de los trabajadores fijos.
La reforma del Gobierno Aznar de 2002 redujo de forma sustancial el coste del despido improcedente, mediante la supresión de los salarios de tramitación, cuando el empresario reconoce en el mismo acto la improcedencia del mismo y deposita la indemnización correspondiente. Este procedimiento ha convertido en inoperante y ociosa la tutela judicial ante el despido. El despido individual en España se ha convertido en automático y no requiere, en la práctica, causa alguna ni revisión judicial (A. González, 2010). Pues bien desde dicha reforma, los despidos de trabajadores con contratos indefinidos han aumentado fuertemente ya antes de la crisis: se duplicaron entre 2003 y 2007. Y si analizamos los datos hasta 2009, se han multiplicado por cuatro.
Con la dinámica actual, pronto los despidos de contratos indefinidos igualarán a la de los contratos temporales que finalizan su vigencia. Actualmente 4 de cada diez extinciones de empleo que se producen corresponden a despidos de trabajadores fijos. Y el resto son finalizaciones de contratos temporales. Un millón cien mil de los primeros y un millón setecientos mil de las segundas, en 2009.
Por otra parte, el auge de los despidos individuales está convirtiendo en marginales los despidos colectivos. Tras las condiciones creadas por la reforma de 2002, más del 90% de los despidos son ya individuales. El salto cualitativo, en este sentido, se puede apreciar si comparamos lo que sucedía durante la crisis 1992-1994 y lo que está sucediendo en esta. Durante aquella, el número de despidos individuales representaban tres veces los colectivos. En ésta, la diferencia entre unos y otros se multiplica por 18. Este aumento de los despidos individuales ha ido parejo al gran incremento de los despidos improcedentes: 7 de cada 10 despidos no colectivos son improcedentes.
Estos datos nos muestran, en primer lugar, que la inseguridad ante el despido no está tan dualizada como se dice. En segundo lugar, es evidente que ni las diferencias en las cuantías de las indemnizaciones, ni el montante de ellas, es un obstáculo importante para que las empresas despidan. El problema no es, por tanto, sólo la dualidad sino, sobre todo, las elevadas facilidades de despido, que convierten a nuestro país en uno en los que más y más fácilmente se despide. Tercero, parece claro que, con las últimas reformas, la figura del despido improcedente -hoy ya, tras esas reformas, una simple fórmula de despido a la que se puede recurrir sin justificación alguna, y no como antes, que era exclusivamente la consecuencia, generalmente judicial, de un despido deficientemente justificado- ha contaminado todo el sistema español de extinción de la relación laboral. Cuarto, la existencia de un porcentaje tan elevado de contratos temporales se debe, no conviene olvidarlo, a que se ha desnaturalizado absolutamente su utilización. En quinto lugar, la actual dinámica está reduciendo aún más – nunca ha sido demasiado fuerte – el campo de los despidos colectivos, el único en el que las organizaciones sindicales tienen una intervención real. Sexto, en estos momentos el modelo laboral español suma la temporalidad más elevada de la Unión Europea y una protección del empleo fijo que no supera la media europea y que, en cuanto a facilidad de despedir es de las más permisivas de la UE-15.
Cualquier reforma de este modelo laboral – que produce baja productividad económica, un altísimo porcentaje de salarios bajos, unos enormes costes de rotación del empleo, descualificación profesional, especialización productiva en sectores de bajo valor añadido, escaso gasto en formación por parte de las empresas y falta de reconocimiento por las empresas de la formación profesional que se imparte por los servicios públicos, escasa flexibilidad interna, es decir pactada entre empresas y organizaciones sindicales – requeriría, por tanto, acantonar los contratos temporales en trabajos realmente temporales, abordar las causas de la automaticidad – normativas y judiciales – con la que se despide en España, fortalecer en gran medida la intervención sindical en la institución del despido y replantearse un universo salarial en el que sistemáticamente los salarios crecen por debajo de la productividad y en el que crece el número de trabajadores muy poco retribuidos o directamente (un 11%) sujetos al riesgo de pobreza.