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Sepultados bajo la ola gigante de la injusticia

Fuentes: El Mundo

La metáfora del siglo asumió proporciones devastadoras en las olas gigantescas que invadieron el sur de Asia en los últimos días de 2004. Una vorágine de agua nos hizo recordar que en la Historia, como en la geografía, ya no hay destinos aislados ni límites que no sean comunes. La nueva geopolítica de la existencia […]

La metáfora del siglo asumió proporciones devastadoras en las olas gigantescas que invadieron el sur de Asia en los últimos días de 2004. Una vorágine de agua nos hizo recordar que en la Historia, como en la geografía, ya no hay destinos aislados ni límites que no sean comunes. La nueva geopolítica de la existencia humana revela una capacidad inédita para luchar por los grandes intereses colectivos y exigir respuestas resueltas, solidarias y coordinadas.

Mas no se trata de oponer un punto de vista autárquico y aislacionista a las fronteras expandidas por la globalización, sino de revestir sus bordes con la convergencia de la riqueza y los derechos, reafirmando la vocación humana de economía y de progreso. Desde esa perspectiva renovada debemos examinar otra devastación en las estadísticas de estos tiempos: un terremoto silencioso se propaga desde las honduras de la desigualdad planetaria y nos reitera el desafío de convertir a la cooperación en el gran abrigo de los pueblos en el siglo XXI.

Abundancia e injusticia han sido los rasgos salientes del siglo XX. En los últimos 40 años el PIB mundial se duplicó mientras se triplicaba la desigualdad económica entre el centro y la periferia del planeta. El 25% de los más ricos consume el 80% de los recursos disponibles, mientras casi 2.000 millones de personas subsisten bajo el umbral de la pobreza, con menos de dos dólares diarios.Las economías industrializadas gastan 900.000 millones de dólares para proteger sus fronteras, pero dedican menos de 60.000 millones a las naciones pobres, donde el hambre es la principal arma de destrucción masiva: mata 11 niños por minuto, 24.000 personas por día, el equivalente a un tsunami por semana.

Aterroriza la idea de una civilización que arroja oleadas de muerte contra su propia infancia. Si no se logra contener el aumento de la desigualdad, si las metas de desarrollo del milenio que nos hemos marcado no se cumplen, esto significará la primera gran derrota humanitaria de este siglo. Para romper la injusticia hace falta sacudir la indiferencia. El encuentro contra el hambre y la pobreza, que reunió a un centenar de países y a decenas de jefes de Gobierno en la ONU en septiembre de 2003, forma parte de esta empresa colectiva. La organización de los países pobres en bloques regionales es otro esfuerzo para incorporar la energía del comercio mundial a la lucha contra la desigualdad.

Ante todo, es necesario reformar la jerarquía de las instituciones multilaterales. Para que los países pobres puedan colocar la lucha por el desarrollo en las prioridades de la agenda global es preciso profundizar en la democracia en los centros de poder.La reforma de la ONU -y en particular la de su Consejo de Seguridad- forman parte de esa agenda. Pero la desigualdad seguirá intacta mientras el poder político continúe congelado en un sistema financiero que perpetúa las relaciones actuales. El 45% del poder de decisión en el Banco Mundial pertenece a los siete países más ricos. Cinco economías centrales retienen el 40% de los votos en el Fondo Monetario Internacional mientras 23 naciones africanas postradas por el hambre apenas tienen un 1%.

La solidaridad con la vida debe siempre superar a la llamada de la muerte. Las deudas no deben archivarse, pero su pago no puede significar la muerte del deudor. El excedente financiero de riqueza tiene que considerar el déficit social que aflige a tres cuartas partes de la Humanidad. Hay que ir mucho más allá del automatismo de una fórmula contable. Se trata, en realidad, de la gran acción renovadora que se espera de la democracia en este siglo: que, realizando la justicia social, traspase la nueva frontera de la soberanía en el espacio globalizado.

La readaptación de la esfera nacional de desarrollo a la dimensión global de la economía converge así en el territorio de la ciudadanía; cobra de este modo actualidad renovada la metáfora del poeta José Martí, para quien la patria es la Humanidad en pequeña escala.Las necesidades históricas de cada país envuelven, por lo tanto, un componente universal contrario a las utopías disgregadoras que reducen a la Humanidad y a los pueblos a una abstracción despreciable.

La eficiencia desprovista de valores despojó al idioma económico del lenguaje de los derechos humanos. La trágica ilusión de los años 90, con su apuesta desenfrenada por la autosuficiencia tecnológica y la libre circulación de capitales, decretó la irrelevancia del debate sobre el desarrollo. Por ello debemos ahora reafirmarnos en que los fondos públicos pueden ayudar a la recomposición solidaria de la sociedad y promover el crecimiento. Se trata, en muchos casos, de rescatar los fundamentos de la vida comunitaria como el derecho a la alimentación en la infancia y la vejez.

La lucha internacional contra el hambre y el Programa Hambre Cero en Brasil son el resultado de esa convicción estratégica. La Beca Familia que hemos puesto en marcha ya asegura una renta mínima al 60% de las familias pobres. Es el mayor programa de transferencia de la renta en Latinoamérica y hoy alcanza a 6.571.830 hogares. Entre los 20 millones de personas beneficiados por este programa, se hallan 15 millones de niños que frecuentan la escuela en el marco de las contrapartidas exigidas por el Gobierno para cobrar la ayuda. A finales de 2006, la Beca Familia cubrirá a más de 11 millones de familias, abarcando la totalidad de los pobres o extremadamente pobres de Brasil.

Esa misma preocupación orienta otras iniciativas de mi Gobierno, como la promulgación del Estatuto del Anciano, el fortalecimiento de la agricultura familiar, la reforma agraria productiva, la masificación del microcrédito y las políticas afirmativas que abren la Universidad a la juventud pobre y negra.

El camino necesario no es el que ya está hecho sino el que se está construyendo; debemos ampliarlo y profundizar en él. Vivimos un tiempo de posibilidades humanas incontrastables. Ningún pretexto utilizado para evitar que se encarnen las grandes esperanzas que nos vienen del pasado tiene hoy justificación tecnológica o financiera. Y donde surge una dificultad, se impone el diálogo para reponer la condición humana en la conducción de la Historia.

Se incluye en este plano la tarea de discutir puntos de posible interés común entre los foros de Davos y Porto Alegre. No se trata de pedir a nadie que deje de ser quien es, sino de establecer un eslabón entre comunidades unidas por el indivisible destino humano. No hay que temer la palabra justa ni el interlocutor necesario. Más que nunca otro mundo es posible y cualquier forma de aislamiento, así como todo tipo de autosuficiencia, serán derrotados en un tiempo en el que el ansia de justicia es tan fuerte como el poder de la democracia para realizarla.

Luiz Inácio Lula da Silva es presidente de Brasil