Resulta cuando menos curioso en un momento de crisis financiera como el actual encontrarse en la prensa con noticias como ésta: «Ocho entidades controlarán el riesgo por sí mismas». En efecto, el Banco de España va a conceder autorización a ocho entidades financieras españolas para que fijen sus propias normas de control del riesgo y […]
Resulta cuando menos curioso en un momento de crisis financiera como el actual encontrarse en la prensa con noticias como ésta: «Ocho entidades controlarán el riesgo por sí mismas».
En efecto, el Banco de España va a conceder autorización a ocho entidades financieras españolas para que fijen sus propias normas de control del riesgo y establezcan, en función de ellas, el porcentaje de capital a mantener inmovilizado en proporción al crédito concedido. Ése es, sintéticamente, el contenido de la noticia.
Pero, ¿qué significa esto y qué implicaciones tiene? Básicamente quiere decir que el Banco de España, que ya se había visto privado de gran parte de sus funciones tras la cesión de la política monetaria al Banco Central Europeo con la entrada en circulación del euro, ahora, graciosamente, se deshace también de otra de ellas que es fundamental para prevenir que tengan lugar crisis como la estadounidense: la regulación y control del sistema financiero o, al menos, de parte de el mismo.
La implicación es evidente: se acabó la supervisión del Banco de España sobre ese ámbito tan delicado del negocio financiero y para esas instituciones. ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien pensar que puede ser oportuno obligar a los bancos a tener inmovilizada una parte de sus reservas de forma preventiva por si aconteciera una crisis? Con los tiempos que corren, lo preventivo es un epíteto que en el ámbito financiero suena a anatema y sólo es de aplicación para las guerras. A los banqueros, por el contrario y frente a los «Estados canallas», siempre se les atribuye la presunción de inocencia y la buena gestión de sus negocios, de los que cuidan con ese celo que nuestro Código Civil atribuye al buen padre de familia. Presunción que se mantiene hasta que estallan las crisis y, de repente, todo el mundo se pregunta cómo es posible que el buen padre de familia se dejara tentar por el afán de lucro y el espíritu avaricioso del que se nutre el capitalismo; como si estos fueran comportamientos que son ajenos a los pequeños y grandes banqueros del mundo.
De nada sirve que las crisis financieras de los últimos años nos muestren que éstas tienen mayoritariamente su origen en la falta o insuficiencia de regulación pública y/o en las argucias de los agentes del sector por escapar a las normas que imponen los reguladores cuando tratan de controlar más allá de lo que a aquéllos les parece razonable.
De nada sirve que la crisis de Enron o Worldcom en Estados Unidos pusiera de manifiesto la connivencia en la que se desenvuelven las relaciones entre empresas auditadas y empresas auditoras (en aquel caso, la prestigiosa Arthur Andersen) cuando de tapar agujeros financieros se trata.
Y de nada sirve tampoco pensar que el grado de control debería ser más elevado sobre las entidades con mayor volumen de negocio porque una crisis en cualquiera de ellas generaría un efecto contagio sobre el resto difícilmente controlable y, por lo tanto, de consecuencias más graves que si aconteciera en una entidad menor.
En definitiva, que la regulación pública de una actividad tan delicada como el negocio bancario nos parezca razonable, a la luz de la experiencia histórica reciente, resulta no ser un argumento de peso que deba ser considerado cuando se trata de establecer normas que velen por el interés general en materia financiera.
Por el contrario, sí que parece la política apropiada favorecer que los dueños del negocio se regulen a sí mismos obviando que, por definición, la banca gana más dinero cuanto más lo mueve de manera que toda regulación que le obligue a mantener preventivamente una parte de su capital en forma de reservas tiene un coste que no es del agrado de los banqueros y que, en la medida de lo posible, tratarán siempre de burlar.
En ese sentido, con esta bula concedida por el Banco de España, que debería ser el garante del interés público en esta materia, se les deja el campo libre a los grandes bancos y cajas de este país para que se autorregulen. Si se me permite el símil, algo semejante al pastor que deja el cuidado del rebaño de ovejas a cargo del lobo. Luego, que nadie se extrañe si alguna aparece muerta.
Eso sí, llegado el caso, ya verán como no faltan recursos públicos que inyectar en el sistema para evitar su colapso bajo la excusa de que lo que se trata de proteger son nuestros ahorros y, de paso, que la banca nunca pierda.
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y miembro de la Fundación CEPS. Puedes ver otros escritos suyos en su blog «La otra economía».