Se cumplen este jueves 5 de marzo siete años de la desaparición del Comandante Eterno, de una de las grandes figuras de la historia contemporánea de América Latina y el Caribe. Puesto a escribir unas líneas para una breve recordación de un personaje inolvidable, caí en la cuenta de que siete es un número muy especial. En todas las religiones se le asigna un valor singular: el catolicismo, el judaísmo, el hinduismo… Incluso en la Grecia clásica, el siete tenía un significado especial.
Para los primeros, porque siete son los dones del espíritu santo, los pecados capitales, los sacramentos y los días que tardó Dios en crear el mundo. Para la cábala, la interpretación mística de la Torá de los judíos, el candelabro sagrado debe tener siete brazos, tantos como columnas tenía el templo de Salomón.
En el hinduismo, siete son los chakras del ser y las ciudades sagradas de la India. En la Grecia clásica, se hablaba de los siete sabios, se deleitaban escuchando las siete notas musicales o contemplando los siete colores del arcoíris, mientras sus astrónomos observaban la evolución de las siete fases de la Luna y tomaban nota de los siete días de la semana.
Esta breve digresión se
originó en una lectura perdida en el tiempo de una frase que leí y que en su
momento me impresionó vivamente: el siete representaba el puente entre la
deidad y los mortales. Y se me ocurrió pensar que justamente el querido Hugo
estaría, tal vez hoy, vaya uno a saber dónde, cruzando ese puente que lo
convirtió en una deidad. Esto es, en un recuerdo, una presencia
sorprendentemente cercana, una vivencia que tiene la capacidad de influir sobre
las acciones de quienes aún hoy permanecemos en el mundo de los vivos.
Dante Alighieri y
Jorge Luis Borges se refirieron a menudo a ese número como algo especialísimo.
Y Chávez también lo era, de ahí esta curiosa asociación. Reunía aquella
condición que, una vez ido de este mundo, lo convertiría en un “recuerdo que
mueve a mujeres y hombres”, que influye en ellos, los llama a actuar, a no
resignarse ante los crueles desafíos del imperio.
Por eso hoy, a exactos siete años de su siembra, lo necesitamos más que nunca. Esta Latinoamérica lacerada y desgarrada por la agresión del dictador mundial que ocupa la Casa Blanca –erigido en policía, fiscal, juez, jurado y verdugo del resto del mundo–, necesita más que nunca de la entrañable presencia del Comandante, de su saludable influjo. De aquel que en Naciones Unidos dijo “aquí huele a azufre” luego de que George W. Bush dejara el podio.
Lo necesitamos para que nos guíe con su ejemplo y su inmenso legado, con esa antorcha de la libertad y de la autodeterminación nacional que empuñó tan alto y con tanto brío.
Chávez fue, como lo dije tantas veces, el enorme mariscal de campo que Fidel, el genial estratega cubano, necesitaba para propinarle al imperio su derrota más resonante en los ya lejanos días del 2005 en Mar del Plata. Su siembra, lejos de borrarlo de la escena política, agigantó su presencia y su gravitación en las luchas de nuestros pueblos, comenzando por la heroica resistencia de la entrañable Venezuela ante la guerra que le hace Estados Unidos.
Por uno de esos misterios que la historia universal reserva solo para los grandes, su muerte lo convirtió en un personaje inmortal. Tenía razón Fidel cuando, al enterarse de su muerte dijo: “Ni siquiera él mismo sospechaba cuán grande era”.