A veces me parece que lenta, muy lentamente, me voy quedando sin palabras; que no consigo alcanzar el vocablo preciso. Que el lenguaje no puede -aunque lo intente- rozar la idea, y que por estar tan desvirtuado y desconectado de la realidad es sólo un esbozo en forma de letras de un universo ilimitado; un […]
A veces me parece que lenta, muy lentamente, me voy quedando sin palabras; que no consigo alcanzar el vocablo preciso. Que el lenguaje no puede -aunque lo intente- rozar la idea, y que por estar tan desvirtuado y desconectado de la realidad es sólo un esbozo en forma de letras de un universo ilimitado; un todo imposible de entender y cambiar, de aprehender, de abarcar. Me parece que nos han robado las palabras, que alguien se ha apropiado de su verdadero significado, y que no puede ser verdad que ya no nos importen la vida, ni el futuro, ni lo que le pase día tras día a toda esa gente que sufre. El lenguaje se ha convertido en una máscara para encubrir la tremenda tristeza del mundo, un mundo injusto que da vueltas roto, herido de muerte, y al que miramos con cruel indiferencia desde nuestro propio escaparate, desde nuestro refugio de cristal amurallado, mientras llenamos las horas en un puro ajetreo, ajenos a su acontecer y a su inconmovible girar.
El filósofo Emilio Lledó acierta -como siempre- cuando advierte de la necesidad de regresar al valor real de las palabras como fórmula casi mágica para fortalecer el mundo, para sobrevivir a los que sólo lo conciben como territorio atrincherado y en guerra, como lugar inhóspito en el que la mitad de la población es enemiga de la otra o como una oportunidad comercial; un mundo globalizado en el que deberían cobrar protagonismo palabras como amistad, verdad, solidaridad o belleza. De otro modo estamos perdidos todos. Perdido el Planeta.
Tenemos que regresar con urgencia a los objetivos ideales de la transparencia, el amor, a la sinceridad como pilar vital de la existencia, al compañerismo, a la solidaridad, a la fe en la Humanidad y a la alegría de vivir, antes de diluirnos en un mundo gris dominado por valores como la competitividad, el individualismo, la falsa eficiencia, la superficialidad, el servilismo como arma de supervivencia, la comercialización, el menosprecio a lo público, y la perenne sospecha hacia el otro que impregna y justifica todo; alentados por unos medios de comunicación que en sus mensajes ensalzan sin penalización moral y sin sonrojo la envidia, el egoísmo, el arribismo o la falta de ética y de compromiso; un mundo en el que la felicidad es un crédito bancario, la paz unas vacaciones en el Caribe y el amor dos cuerpos anoréxicos que se enredan voluptuosos ante un frasco de perfume. Las verdades a medias y la expresión confusa han sustituido a las palabras claras y directas dichas desde el corazón.
Zygmunt Bauman en «Vida de consumo» considera que el daño colateral más importante, aunque de ninguna manera el único, perpetrado por esa promoción continuada de intereses económicos que representa el capitalismo llevado a su máxima expresión es la «transformación total y absoluta de la vida humana en un bien de cambio». Se trata de un mundo dedicado a la compra y venta y en el que a las personas que no pueden consumir, que han quedado fuera del sistema, se las considera integrantes de una especie de infraclase. En palabras de James Livingstone (extraído del mismo libro de Bauman), «la forma del producto penetra y reformula las dimensiones de la vida social hasta ahora exentas de su lógica, hasta el punto en que la subjetividad misma se convierte en un producto que puede comprarse y venderse en el mercado como belleza, limpieza, sinceridad y autonomía». Todos somos productos susceptibles de ser intercambiados.
El consumo irracional e ilimitado nos ha transformado en acumuladores de colecciones de objetos desechables; y en las basuras de nuestras ciudades se pueden hallar aún con vida material muebles y enseres que cambiamos por otros recién salidos del centro comercial en el que pasamos las tardes del fin de semana. Las personas y el calor de su presencia se sustituyen por objetos. Los padres apenas tienen tiempo ya para estar con sus hijos, engullidos por horarios interminables en trabajos inseguros y sueldos de miseria, por lo que compensan su ausencia con regalos inorgánicos. Las palabras revelan la superficialidad instalada en las relaciones personales. Vivimos una cultura del simulacro, de lo artificial, en la que lo importante es la apariencia y la imagen.
La falta de peso de las ideas, la inconsistencia aparente de unos acontecimientos troceados que aparecen y desaparecen ante nuestros ojos en función de su espectacularidad, se revela en unos medios de comunicación que, en palabras de Jean Baudrillard, neutralizan las relaciones sociales, y que -añado- han abandonado hace tiempo con el beneplácito de los gobiernos los objetivos de servicio público. El mundo no se diseña ni construye a la medida del hombre, sino de las empresas. Para Jameson, «la postmodernidad es una cultura comercial, que produce cambios en la estructura misma del ser humano: una pérdida del sentido de la historia, el predominio del espacio sobre el tiempo y una marcada falta de profundidad». Vivimos en una sociedad superficial, desestructurada y sin orden lineal, que privilegia lo visual sobre lo verbal. Un mundo ilimitado y globalizado que creemos falsamente alcanzar en la medida en que nos instalamos a vivir ante el televisor y ante nosotros desfila su carrusel de imágenes.
Al final de este camino deshecho no tendremos ni sabremos nada. Quizás aún estemos a tiempo de evitar quedarnos sin palabras como esperanza.