Sólo trabajan la mitad de los jóvenes, es la mala noticia. Sin embargo podría enunciarse así, basta con la mitad de la fuerza de trabajo juvenil para que la economía funcione. Esta formulación no es muy lejana de la que en su día se daba de la sociedad postindustrial y el fin del trabajo (Jeremy […]
Sólo trabajan la mitad de los jóvenes, es la mala noticia. Sin embargo podría enunciarse así, basta con la mitad de la fuerza de trabajo juvenil para que la economía funcione. Esta formulación no es muy lejana de la que en su día se daba de la sociedad postindustrial y el fin del trabajo (Jeremy Rifkin, El fin del trabajo). Si basta con la mitad de la fuerza de trabajo juvenil para que la economía funcione, esto supone que la mitad de la energía juvenil no ocupada en la producción podría dedicarse a la formación, o a la creación de alternativas de cooperación, solidaridad, compromiso social, o a tocar la guitarra y al ocio sin consumo. Opción social y técnicamente viable si la mitad de la fuerza laboral se redistribuye mediante el reparto del trabajo, y si se crean formas de redistribución del salario social para que con medio tiempo de trabajo los jóvenes cubran las necesidades de su existencia. Que basta con la mitad de la fuerza de trabajo juvenil para producir los bienes necesarios lo demuestra el hecho de que hoy no existe penuria de viviendas, ni escasez de alimentos, ni de vestido, ni utensilios domésticos, ni faltan camareros o cajeras en los supermercados. El carácter utópico de esta pretensión no choca con la realidad, sino que la contradice.
La realidad revela que la mitad de los jóvenes trabajan por todos, y agotan en ello toda su energía, mientras que la otra mitad simplemente la despilfarra. Los que trabajan lo hacen mayoritariamente en subempleos en relación a sus capacidades, con salarios muy bajos, y con jornadas que se alargan sin compensación. Los que trabajan no tienen futuro, solo un presente continuo. Y con el paso del tiempo o bien serán sustituidos por los jóvenes del próximo quinquenio, o bien serán abocados a la pobreza, a la inseguridad y al agotamiento vital. Los que no trabajan no se encuentran en situación muy diferente, pues se enfrentan a un futuro frustrante o a la esperanza de entrar en ese presente continuo sin futuro.
La palabra mágica es «crecimiento», pero este crecimiento es raquitismo social, pues sin cambiar el modelo productivo, se espera que la reactivación económica pueda albergar a suficientes camareros, crupiers, guías turísticos, aparcacoches y otras actividades que serán pagadas por consumidores venidos de otros países, en cantidad suficiente para bajar el paro juvenil, pero no tantos como para ocuparlos a todos, con el consiguiente impacto en los salarios que dejaría de hacer rentable nuevos contratos. Este es el escenario que explica que se desmonte la universidad pública y la investigación. No son errores, son opciones.
Ya pasó de moda la idea de los «yacimientos de empleos», filones de trabajo a descubrir con capacidad de generar empleo masivo, para una población acomodada con dinero para pagar y apetecer todo tipo de nuevos servicios. (Rafael Sánchez Ferlosio Non Olet). Se deduce que el crecimiento interno ya no permite renovar el discurso del los yacimientos, sustituido ahora por el de los «emprendedores». El traspaso de la falaz teoría de los yacimientos de empleo a la no menos falaz de los emprendedores, muestra el engaño, pues se admite que éstos nunca podrán descubrir un filón masivo de empleo, sino -solo algunos- triunfar con portentosos éxitos individuales y no repetibles. En el argot económico, no replicables. Pues si un emprendedor ingenia una novedosa muñeca llorona será él, y solo él, mediante el sistema de patentes, quien podrá beneficiarse del invento, pues un aluvión de emprendedores dispuestos a replicar y vender esta muñeca no solo inundarían el mercado, sino que la dejaría de hacer atractiva para los compradores, volviendo como en el juego de la oca a la casilla de salida. Así pues la teoría del emprendimiento significa que para cada emprendedor un producto, y para cada producto un vendedor. Para que el emprendimiento pudiera dar trabajo a los jóvenes se necesitarían un millón de productos nuevos que difícilmente encontrarían comprador. Por supuesto que nadie está pensando en esto, sino en justificar el triunfo de una muy exigua minoría para explicar el fracaso de los insuficientemente listos o los escasamente arriesgados. Lo que se busca es redirigir la energía juvenil hacia un sistema de fracaso asegurado, una tensión que habrá sido buena mientras duró. Una lotería, una moda, una cortina de humo.
El único emprendimiento con futuro es dar la vuelta a una sociedad yaciente, algo que históricamente corresponde a los jóvenes en tiempos de cambio como los que ahora vivimos. Una toma de conciencia que parta de un conocimiento preciso de lo que está pasando, de que el capitalismo avanza hacia el suicidio colectivo, y que el futuro que pregona y que puede ofrecer es solo un presente continuo. Volcar toda la energía en contradecir esta realidad es la función emancipadora de la utopía.
José Ramón González Parada es Sociólogo, investigador de RIOS (Red de Investigadores y Observatorio de la Solidaridad) y Director de la Revista «Esbozos. Filosofía de la ayuda al desarrollo». [email protected]
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