Un país subdesarrollado suele tener problemas con su deuda externa, problemas que llevan a crisis de deuda en las que interviene el Fondo Monetario Internacional con sus «condicionalidades». Esa deuda ha sido generada por mala gestión interna, pero también por presiones externas que van desde el exceso de liquidez en bancos extranjeros a la generación […]
Un país subdesarrollado suele tener problemas con su deuda externa, problemas que llevan a crisis de deuda en las que interviene el Fondo Monetario Internacional con sus «condicionalidades». Esa deuda ha sido generada por mala gestión interna, pero también por presiones externas que van desde el exceso de liquidez en bancos extranjeros a la generación de dependencia política planificada (el libro de John Perkins, «Confesiones de un sicario económico»). Las presiones para las «condicionalidades» vienen de fuera (con apoyo interno, claro).
Un país subdesarrollado, sometido a dichas «condicionalidades», tiene que reducir su gasto público, mejorar su balanza comercial (exportar más, importar menos) y contener la inflación. Los efectos sociales de dichas políticas son devastadores. América Latina los ha conocido al gestionar su deuda.
Un país subdesarrollado suele ser un país en el que se disparan los índices de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional y en el que las encuestas de Gallup muestran una generalización de comportamientos corruptos (sobornos, «mordidas», comisiones ilegales). Y el que no se corrompe es porque es tonto o porque no puede. El prestigio de su clase política, en consecuencia, está por los suelos.
Un país subdesarrollado sufre una sangría continua en su fuerza de trabajo: los más dispuestos se van y, en particular, se produce una fuga de cerebros, de jóvenes, aunque sobradamente preparados, que se trasladan a donde esperan obtener empleo de acuerdo con su titulación.
Un país subdesarrollado suele tener un modelo económico que puede llamarse «comodón», es decir, se especializa en sectores que tienen poco impacto en otros sectores y con relativamente escaso valor añadido. Por ejemplo, se dedican a lo que en América Latina se llama extractivismo (minería, petróleo, materias primas en general) o a lo más parecido al mismo que es el turismo de «sol y playas».
Un país subdesarrollado, como efecto de dicho modelo, es particularmente vulnerable hacia fuera por las fluctuaciones internacionales o medioambientales y, hacia dentro, por aumentos de la desigualdad social que se convierten en freno al crecimiento económico necesario para generar empleo en una economía que no sea sumergida (los «informales» en América Latina) con empleos mayoritariamente no precarios.
Un país subdesarrollado presenta una presión fiscal muy baja, razón por la cual el gasto social es igualmente bajo. En general, los ricos no sólo cotizan menos, comparativamente hablando, sino que si se reduce algún impuesto, resulta ser el que mejor satisfaga la codicia y poder de los ricos, por aquello reaganista de que disminuir los impuestos (de los ricos) genera mayor recaudación fiscal (curva de Laffer).
Un país subdesarrollado suele tener un sector público sanitario y educativo de poca calidad, no universal. Como hay que reducir gastos para pagar la deuda y compensar lo que se pierde por bajar impuestos (como el de sucesiones), esos gastos se compensan con una reducción del presupuesto de la sanidad y de la educación y su consiguiente privatización, supresión de su gratuidad o introducción del copago.
Un país subdesarrollado puede tener una cruz más: la de la entrada de dinero que nada tiene que ver con su actividad económica, que incluye la repatriación de beneficios de sus empresas fuera del país (que haberlas, háylas). Ese dinero genera liquidez por encima de lo producido y lleva a la especulación y puede provenir, como se ha dicho, de empresas propias pero también de «ayudas al desarrollo» o de «fondos de cohesión» europeos enviados a su periferia (los PIGS, Portugal, Irlanda, Grecia y España).
La vieja distinción «Norte-Sur» ya no funciona. Por un lado, surgen los países emergentes, los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), saliendo del subdesarrollo con mucho ímpetu. Por otro, entre países desarrollados y países subdesarrollados aparece una nueva categoría: la de los países en vías de subdesarrollo, países que estuvieron en el centro, pero que se van pareciendo cada vez más a los llamados «subdesarrollados».
Manfred Max-Neef, economista chileno, ha publicado con Philip Smith un libro («Economics Unmasked») con un capítulo titulado «Estados Unidos, un país en vías de subdesarrollo». Discutible. No es tan discutible, en cambio, que su hegemonía está en crisis, aunque no puede descartarse que el proyecto neoconservador triunfe y vuelva a ser hegemónico. Lo que es todavía menos discutible es que sea de países en vías de subdesarrollo la situación de Grecia (China comprará parte de su deuda), Portugal (Brasil hará lo propio) e Irlanda (bien evaluada por las agencias de «rating» justo antes de venirse abajo). ¿España? España va bien y, si no lo cree, repase lo dicho sobre el subdesarrollo.