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Sobre la crisis del trabajo y la acumulación sin tregua

Fuentes: Rebelión

El escenario al que asistimos hoy día en el mercado de trabajo se caracteriza por la precariedad de las condiciones laborales a las que se ven obligados a adaptarse los trabajadores. Esta precariedad la conformarían una serie de componentes que alienan la actividad laboral e imposibilitan que el trabajo pueda considerarse como cimiento de la […]

El escenario al que asistimos hoy día en el mercado de trabajo se caracteriza por la precariedad de las condiciones laborales a las que se ven obligados a adaptarse los trabajadores. Esta precariedad la conformarían una serie de componentes que alienan la actividad laboral e imposibilitan que el trabajo pueda considerarse como cimiento de la identidad social de las personas y del modo de interrelacionarse con el entorno.Las componentes orgánicas que construyen la precariedad laboral serían diversas y no aleatorias, en cuanto que todas ellas están vinculadas a una forma concreta que adopta el modelo de acumulación vigente y que requiere de ellas para su reproducción y sostenimiento. Temporalidad, desprotección, mermas salariales, «contratación en negro», inestabilidad…, formarían parte de la actividad laboral de muchas de las personas que consiguen acceder a un empleo sin contar los casos de aquellas que ni siquiera pueden hacerlo porque el mercado de trabajo no les da cabida por su edad, sexo o procedencia. La precariedad en sí no puede considerarse como un fenómeno coetáneo en cuanto que ha caracterizado siempre a gran parte de la actividad retribuida, sin embargo en muchos casos si pueden considerarse novedosas algunas de las componentes de la actual situación laboral y tal vez revelen lo que algunos llaman «el fin del trabajo» aunque otros pensamos que no se trata más que del «ocaso del t rabajo estable y bien remunerado». ¿Cuándo surge?, ¿Por qué?, ¿Qué supone para la sociedad?, ¿A quién afecta con mayor intensidad?, ¿Qué supondrá en el futuro? algunas de estas cuestiones tratarán de ser respondidas en este artículo de forma resumida. La crisis económica de los años 70 puede considerarse como un punto de inflexión en cuanto al modelo de acumulación de capital dominante hasta la fecha caracterizado por el predominio de las formas de producción tradicionales en torno a la gran fabrica. En cuanto a sus implicaciones sociales el periodo anterior se basaba en la generalización de las relaciones contractuales con carácter indefinido entre el trabajador y el empresario, la negociación colectiva como punto de encuentro entre ambos y el progresivo asentamiento de una densa red de servicios sociales suministrados por el llamado «Estado del Bienestar». La nueva coyuntura económica tras la crisis establece un nuevo escenario social caracterizado por un amplio sector de la sociedad en paro y un importante aumento de las bolsas de marginalidad y pobreza desconocidas desde el nacimiento del modelo productivo vigente a mediados de los años treinta. Esta nueva realidad pone en jaque al sistema de protección social en su conjunto dado que hasta la fecha había estado cimentado en el pleno empleo y se veía obligado en ese momento a dar cobertura a un amplio colectivo de desempleados. Desde el poder político se instrumentalizan las medidas con las que se pretende atajar la situación. Serían medidas de corte neoliberal que traerán consigo el nacimiento de una nueva realidad económica y social caracterizada en lo que se refiere a sus implicaciones sociales por un control del gasto público y del crecimiento del coste del factor trabajo, que tratará de alcanzarse (este último) principalmente a través de medidas tendentes a la flexibilización del mercado de trabajo. Es en este momento donde nacen y empiezan a desarrollarse las componentes precarizantes actuales del trabajo. Aparece una nueva fuerza de trabajo a la que se requiere que sea capaz de adaptarse a un entorno multifuncional, en el que a su vez la dinámica del mercado determinará en que momento se absorbe o expulsa mano de obra, donde la negociación colectiva pierde poder a pasos agigantados a causa de la individualización de las relaciones laborales o donde se consagra el trabajo como deber social y como única vía para lograr la subsistencia. Todo esto legitimado ante la sociedad, como parte de una estrategia, en aras de un objetivo tan loable como contener la inflación y frenar el creciente desempleo, aunque enmascarando sus verdaderos desenlaces; obtener por parte del capital la mayor flexibilidad posible a la hora de fijar el precio de los factores que intervienen en el proceso productivo y restituir al mercado con exclusividad la función de asignación de recursos. Una de las transformaciones principales consistiría en el cambio de las pautas generales del trabajo, conformado en el pasado como relación de carácter duradero del trabajador con la empresa, estableciéndose tras la crisis nuevas formulas contractuales caracterizadas por la duración limitada o la temporalidad. La primera sumerge al trabajador en una situación de incertidumbre continua que limita en gran medida la planificación de proyectos de vida a medio o largo plazo, la temporalidad por su parte difumina la tradicional línea de división entre el que trabaja y el que no, reportando recursos económicos limitados y dificultando el acceso a la cada vez más desmantelada protección social. Para el capital esta situación de indefensión, subordinación y desasosiego favorece la interiorización por parte del individuo, que deambula del empleo en precario al desempleo, del control y de la autoridad empresarial sin necesidad de intervenir desde dentro de la empresa misma. Todo este proceso no hubiera sido posible de desarrollar de no acometerse una progresiva intervención sobre la legislación en materia de derecho laboral, para minimizar la tutela por parte de éste de los derechos de los trabajadores. Estos quedarían al recaudo de los designios del mercado, en cuanto a las necesidades existentes de crear empleo aunque sea a expensas de la calidad del mismo. Por su parte los tradicionales «mecanismos de defensa» existentes al servicio de los trabajadores para velar por sus derechos, establecidos a partir de la iniciativa sindical, pierden poder. Por un lado por la caída del nivel de afiliación, la falta de presencia en los estratos más precarizados y la progresiva deslegitimidad adquirida por su alineamiento en muchas ocasiones junto a los intereses del capital. Por otra parte, la consolidación de una situación en la que la demanda de empleo es inferior a la oferta del mismo, coloca a los empresarios en una situación de poder, dado que siempre disponen de un «ejercito de reserva» en paro dispuesto a trabajar en las condiciones que sea, sin requerir de una negociación colectiva en la que reivindicar sus derechos dado que lo que más urge es cubrir las necesidades básicas a partir del ingreso que reporta el trabajo. Esta reconfortante asimetría para quienes han de hacer uso del factor trabajo con fines lucrativos no es sino reflejo de una idea ya apuntada con anterioridad, consistente en la normalización del individuo en el orden social existente a través de la obligatoriedad del trabajo para poder acceder al sustento diario a través del consumo. Este consumo se convierte en inaccesible si no es a través del salario que reporta el empleo, lo que minimiza la importancia de las condiciones de trabajo o del tipo de trabajo, sobredimensionando el papel del salario dado que es la llave que permite traspasar la barrera entre la inclusión y la exclusión social. También se olvida la realización personal a través del trabajo consiguiéndose esta vía consumo, lo importante es consumir y como conseguir dinero para ello, el trabajo por muy precario que sea queda en un segundo plano.