I.- Corría el año 1992 y aunque oficialmente había llegado el invierno, el clima era realmente insurreccional. Las calles amanecían todos los días con los rastros del combate del día anterior: vidrios, piedras, cartuchos de perdigones (en el mejor de los casos), bombas lacrimógenas, basura quemada. Los trastes apilados de lo que una vez fue […]
I.- Corría el año 1992 y aunque oficialmente había llegado el invierno, el clima era realmente insurreccional. Las calles amanecían todos los días con los rastros del combate del día anterior: vidrios, piedras, cartuchos de perdigones (en el mejor de los casos), bombas lacrimógenas, basura quemada. Los trastes apilados de lo que una vez fue una precaria barricada improvisada. Eran los tiempos en los que podíamos jactarnos de que ya no había pared de la ciudad sin una consigna nuestra ni liceo público indiferente a la lucha que nos encargábamos de atizar.
Había acontecido el 4F y el gobierno de Carlos Andrés Pérez parecía no poder sostenerse un día más. El 4F implicó, para nosotros, una pausa en la lucha callejera que librábamos con fuerza desde 1991. Después del «Por ahora», poco tardamos en retomar la calle como lo que éramos: una banda de muchachos y muchachas, la mayoría de los cuales no habíamos cumplido los 20 años, haciendo peso mientras la «democracia» se estremecía y amenazaba con caer.
Las contradicciones se agudizaban. La conspiración estaba en marcha. Maduraban las «condiciones objetivas» para la nueva insurrección cívico-militar. Fue entonces cuando ocurrió: quienes integrábamos la Dirección de la Juventud nos reunimos con un representante del Partido. El asunto a discutir: nuestra participación en la futura contienda.
En realidad, no discutimos nada. El representante del Partido nos regaló parte de su valiosísimo tiempo para ilustrarnos acerca de la «situación política nacional», la «línea» a seguir en consecuencia, luego de lo cual asignaría tareas específicas mediante la conformación de comisiones.
Pero antes de la conformación de las fulanas comisiones, quien esto escribe aprovechó la rara ocasión para preguntarle al representante del Partido:
– Una pregunta compa: ¿y si esta insurrección cívico-militar también fracasa?
El representante del Partido me dirigió una mirada enfurecida, como de maestro de escuela que está a punto de reprender al estudiantico impertinente. Palabras más, palabras menos, me espetó:
– La insurrección cívico-militar no fracasará, porque el Partido tiene 20 años preparando la insurrección.
Como todo acto tiene sus consecuencias, y como uno tiene que aprender a hacerse responsable de sus actos, el representante del Partido completó su reprimenda excluyéndome de toda responsabilidad, manteniéndome al margen de toda comisión. Imagínense el momento: la revolución estaba a punto de acontecer, y un representante del Partido acababa de disponer que yo no tendría ninguna responsabilidad en los hechos heroicos por venir. Por una hacer una pregunta impertinente. Quién me manda.
II.- Tal vez el lector lego no logre captar el significado y el alcance de esta actitud del representante del Partido. Se trata de acallar la voz disidente, o en todo caso de disipar cualquier margen de duda o sospecha, mediante la práctica de la sanción moral. Cuando la «línea política» ya ha sido decidida, cuando el análisis de la situación ya se ha realizado, pero sobre todo cuando uno se para frente al portavoz de esta línea decidida y este análisis realizado, cualquier pregunta, opinión o análisis que vaya en contravía de lo ya decidido y analizado, por insignificante que sea el gesto, debe ser censurado, sometido, acallado.
Los viejos y no tan viejos militantes revolucionarios tienen una deuda con la generación que está iniciándose en la política en estos tiempos de revolución bolivariana: aún no ha sido escrita la historia de estos innumerables, cotidianos y minúsculos actos de sometimiento de la disidencia, de censura de la sana duda, de represión del libre pensamiento, en nombre de la disciplina y el «centralismo democrático».
Actos que por minúsculos tal vez nos parecieron insignificantes en su momento, constituyen la fuente primaria con la que se podría registrar la historia infame del «centralismo democrático realmente existente». Episodios innumerables y frecuentes, en ningún caso excepcionales, que podrían ayudarnos a entender por qué es imposible hacer la revolución si la práctica política del militante «revolucionario» está fundada en el resentimiento, la impotencia, y eso que Spinoza llamaba «pasiones tristes».
III.- En un fogoso artículo interpretado por algunos, inexplicablemente, como un gesto de claudicación frente a la posibilidad y necesidad del acontecimiento revolucionario, Michel Foucault explicaba las razones de su «cambio de opinión» con respecto a la Revolución Iraní.
El artículo en cuestión, publicado en mayo de 1979, lleva cómo título una pregunta: ¿Es inútil sublevarse? De inmediato, y sin dejar margen a la duda, Foucault se responde:
«Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son en ellas «absolutamente absolutos», es porque, tras todas las acepta ciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, cabe la posibilidad de ese movimiento en el que la vida ya no se canjea, en el que los poderes no pueden ya nada y en el que, ante las horcas y las ametralladoras, los hombres se sublevan».
El problema para Foucault, otrora entusiasta partidario de la rebelión contra el régimen sanguinario del Sha, es el curso de los acontecimientos una vez que el régimen ha sido derrocado:
«Dos años de censura y de persecución, una clase política orilla da, partidos prohibidos, grupos revolucionarios diezmados… Ciertamente, no da ninguna vergüenza cambiar de opinión, pero no hay ninguna razón para decir que se cambia cuando se está hoy contra la amputación de manos, tras haber estado ayer contra las torturas de la Savak».
Pero si bien es una farsa la idea de una revolución capaz de acabar para siempre jamás con toda forma de dominación, no por eso habremos de ceder al chantaje de que, por tanto, no vale la pena hacer ninguna revolución:
«Ninguno tiene derecho a decir: «rebélese usted por mí, se trata de la liberación final de todo hombre». Pero no puedo estar de acuerdo con quien dijera: «Es inútil sublevarse, siempre será lo mismo»… Hay sublevación, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la his toria y le da su soplo».
Al final de su artículo, Foucault deja sentada su posición frente a aquellos que justifican sus crímenes o los nuevos despotismos (y que les igualan a los viejos criminales y déspotas) en nombre de la revolución:
«… si el estratega es el hom bre que dice: «qué importa tal muerte, tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad de conjunto y qué me importa además tal principio general en la situación particular en la que estamos», pues, entonces, me es indiferente que el estratega sea un político, un historiador, un revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá; mi moral teórica es inversa. Es «antiestratégica»: ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente desde que el poder transgrede lo universal».
IV.- Estoy persuadido de que a partir de la contundente victoria electoral de diciembre de 2006, hemos entrado en una nueva fase de la revolución bolivariana. Está claro que no estoy diciendo nada nuevo: todos hemos escuchado al presidente Chávez argumentando cómo es que hemos entrado en una fase que se caracteriza porque las fuerzas revolucionarias han creado las condiciones para pasar a la ofensiva. La oposición, bien es cierto, ha puesto su parte, cediendo terreno progresivamente con cada pésimo movimiento táctico.
De igual forma, estoy convencido de que sería ingenuo e irresponsable subestimar la capacidad de reacción de la oposición interna, y sobre todo la amenaza que constituyen los enemigos externos de proceso revolucionario.
No obstante, tal vez nunca como ahora fue posible darle rienda suelta a un profundo y democrático debate a lo interno de las filas revolucionarias, sobre cómo y por qué construir nuestro socialismo del siglo XXI, con todo lo que este debate implica en términos de herramientas teóricas, instrumentos de organización, formas y estilos de gobierno, relaciones económicas y sociales de producción, cultura, etc. Dicho de otra manera, tal vez nunca la correlación de fuerzas nos fue tan favorable.
Este debate, efectivamente, está iniciando (apenas iniciando), y es demostración fehaciente de esto una suerte de «rumor» o «malestar» que va tomando cuerpo, y que adquiere la forma de una denuncia necesaria e impostergable contra eso que llamamos «derecha endógena» o identificamos como «burocracia». La crítica contra la vieja cultura política «marxista-leninista» también forma parte de este repertorio crítico con el que nos hemos venido armando. Sin embargo, la ausencia (o digamos mejor, la no consolidación, el carácter incipiente) de una cultura política democrática de debate ha hecho resurgir viejos fantasmas. Se trata de lo que Boaventura de Sousa Santos, refiriéndose al caso venezolano, llama » la figura siniestra de los ‘enemigos del pueblo'».
Así, se emprende la crítica contra el conservadurismo de boina roja, y el que critica es un vendepatria-lacayo-del-imperialismo-yanki. Se cuestiona la burocracia ineficiente y castradora de la potencia revolucionaria, y el que cuestiona es un infiltrado-de-la-CIA-cuyo-propósito-es-ocultar-los-innegables-logros-del-gobierno-bolivariano. Se critica a la derecha endógena, se denuncian sus corruptelas, su enriquecimiento criminal al amparo y a la sombra de un proceso que es esperanza de los que jamás han tenido nada, y el que critica es, igualmente, un vendepatria-lacayo o un infiltrado o alguien que no tiene corazón o que tiene malas, muy malas intenciones. Se critica a la izquierda conservadora y tradicional, y el que critica le está haciendo un flaco servicio a la revolución y le está haciendo el juego a la derecha endógena y también a la exógena. O bien se cuestionan los excesos implícitos en las denuncias de algunos cámaras, y el resultado es lo que José Roberto Duque ha llamado El efecto Golinger.
Abundan, pues, muchas expresiones de esta «figura siniestra del enemigo del pueblo». Y lamentablemente, las formas que asume esta figura, al contrario de lo que algunos pudieran pensar o afirmar, no son patológicas, sino normales. Una y otra vez las vemos expresadas en los voceros de la burocracia, de la derecha endógena o de la rancia izquierda. Saber identificar, por tanto, estas formas, es una condición indispensable para la conformación de una cultura política democrática y genuinamente revolucionaria.
Como consecuencia de esta ausencia de cultura política para el debate democrático, que ciertamente guarda estrecha relación con el hecho de que durante años nos vimos obligados a asumir una posición de férrea defensa del proceso revolucionario, frente al ataque inclemente, criminal y continuado de la oposición, ésta última, a través de sus voceros por excelencia, los medios privados, se han adueñado de la iniciativa en lo que a denuncias se refiere. El problema, por supuesto, es que la denuncia proveniente de los medios privados es con demasiada frecuencia muy poco veraz, y en la inmensa mayoría de los casos simplemente responde al propósito que les ha sido asignado: funcionar como la artillería en la guerra de baja intensidad que se libra todos los días contra las filas revolucionarias, intentando desmoralizarlas y desmovilizarlas.
El descrédito, la impudicia y la desfachatez de los medios privados es tal, que en las filas revolucionarias, por lo general, ya no se les toma en serio, y esto es una buena señal del grado de conciencia adquirida en el fragor de la lucha. Sin embargo, el bombardero incesante de mentiras y medias verdades produce un efecto de poder que muchas veces pasa desapercibido: la inhibición de la crítica desde las filas revolucionarias.
Así, por ejemplo, en la medida en que Globovisión intenta desesperadamente minimizar u ocultar el liderazgo del presidente Chávez a escala continental, renunciamos a nuestro legítimo derecho de conocer por qué funcionarios de Pdvsa viajaban junto con el tipo del maletín cargado de dólares; hacemos como si no nos importara saber por qué, si es que realmente no estaba de ninguna manera implicado, uno de estos funcionarios se vio forzado a renunciar. Un ejemplo menos reciente es el del Padre Palmar: Globovisión convierte en un espectáculo lamentable y patético el asunto de la carretilla cargada de denuncias (y el Padre ciertamente no ayuda), y hacemos como si ninguna de estas denuncias procediera. Es decir, ni siquiera el beneficio de la duda.
Tengo por regla que todo aquel que, llamándose revolucionario, utilice las cámaras de Globovisión para realizar una crítica al gobierno revolucionario, pierde su condición de interlocutor legítimo de esa misma crítica. Así de sencillo. Pero lo que es muy difícil de tolerar es que Venezolana de Televisión se haya convertido en un espacio eminentemente propagandístico, donde la ausencia de periodismo crítico y de investigación contrasta dramáticamente con la presencia de algunos pocos espacios desde los cuales se hace buen periodismo. Vanessa Davies, en mi criterio muy personal, es quizá la excepción más honrosa.
No basta, por tanto, que el presidente Chávez afirme constantemente que él mismo es el principal crítico del gobierno que preside. Su actitud nada complaciente es, sin duda, una mínima garantía de que los corruptos, los burócratas, los infiltrados y en general las fuerzas conservadoras no pueden actuar a sus anchas. Pero la idea, cámaras, digo yo, es reducirles progresivamente el radio de acción, a riesgo de que esta revolución se nos diluya entre los dedos, después de que tanto y a tantos nos ha costado construirla con estas manos. Y esto sólo será posible a condición, insisto, de que creemos las condiciones para un debate amplio y profundamente democrático a lo interno de las filas revolucionarias, que no ceda al chantaje de los «enemigos del pueblo».
V.- Tal vez la crítica a lo interno de las filas revolucionarias nos pudiera llegar a parecer «antiestratégica» (en el sentido en que lo planteaba Foucault), en tanto que supuestamente pondría en peligro lo «estratégico»: la construcción de la vía venezolana al socialismo. Muy por el contrario, sospecho que la crítica, como la he venido planteando acá, es en sí misma «estratégica», porque no hay forma de construir nada parecido a una sociedad democrática y revolucionaria, si las fuerzas sociales que en ella hacen vida están incapacitadas o imposibilitadas de realizar la crítica de aquello que nos impide avanzar en la construcción de esa misma sociedad.
Es por eso que me cuesta entender y asimilar la decisión del presidente Chávez de crear un Comité Disciplinario transitorio para un partido que, como el Psuv, está en pleno proceso de conformación; un partido que no tiene estatutos, ni siquiera militantes (sino aspirantes), cuya experiencia (extraordinaria, por demás) se limita a la realización de tres o cuatro asambleas de batallones, pero que desde ya carga a cuestas el peso de este Comité Disciplinario presidido por Diosdado Cabello.
¿Por qué un Comité Disciplinario transitorio? Sobre el asunto, sólo disponemos del testimonio del presidente Chávez del pasado 25 de agosto, cuando justificó su creación en razón de luchas intestinas y de fracciones que estarían aconteciendo entre ¿dirigentes? o funcionarios del alto gobierno. ¿De quién se trata? ¿Cómo, cuándo y por qué incurrió en cuáles faltas disciplinarias? Obviamente, si uno escuchó el discurso de Chávez, es capaz de intuir por dónde viene el problema. Pero lo que realmente preocupa no es lo poco que esclarece la explicación del Presidente, sino todo lo que permanece oculto a los ojos de los aspirantes a militantes comunes y silvestres. Aún albergo eso que llaman la «vana esperanza» de obtener respuestas a estas interrogantes a través de medios «amigos», y no vía El Nacional o Globovisión.
Supongamos que el dirigente o funcionario anónimo, cuyas faltas disciplinarias desconocemos en detalle, haya incurrido, efectivamente, en acciones u omisiones que atentan gravemente contra la «disciplina» del partido en formación. Aún en ese caso, ¿no habría sido infinitamente más edificante y provechoso debatir públicamente sobre el asunto? Y no vale apelar acá al recurso de que la intención no podía ser en ningún caso someter al camarada al escarnio público. Porque, con intención o sin ella, es lo que ha sucedido. El camarada sin rostro, pero cuya identidad ya sabremos muy pronto, en las próximas horas, ha sido escarmentado públicamente.
Incluso el mismo Lenin, cuyo excesivo «centralismo» y la idea de disciplina que le es propia fueron objeto de férreas críticas por parte de Rosa Luxemburgo, escribió sobre los «grupúsculos» desobedientes e indisciplinados:
«A nuestro parecer es necesario hacer todo lo posible -aun si implica alejarse de los principios del centralismo y de la obediencia absoluta a la disciplina- para que estos grupúsculos hablen claro y den al Partido en su totalidad la oportunidad de pesar la importancia o falta de ella de estas diferencias; de esta manera puede llegarse a determinar dónde, cómo, y de parte de quién existe una inconsistencia».
De Rosa Luxemburgo es preciso revisar su análisis sobre los Problemas de organización de la socialdemocracia rusa. Muy sugerente resulta la distinción entre el «centralismo conspirativo» propio de los blanquistas, y la actividad revolucionaria de la «socialdemocracia» (tal y como ésta era entendida hace 100 años y en cuyas filas militaba Lenin). El blanquismo, habituado al golpe de mano y ajeno a la lucha de clases, no requiere de organización de masas. Al contrario, dado el carácter secreto de sus acciones, mantiene prudente distancia de éstas. Aún más: la planificación de las acciones corre por cuenta de un restringido e inaccesible comité central:
«Por consiguiente, los miembros activos de la organización se transformaban en simples órganos de ejecución de una voluntad previamente determinada y exterior a su propio campo de actividad, en instrumentos de un comité central. De aquí se derivaba también la segunda característica del centralismo conspirativo: la subordinación absoluta y ciega de los órganos singulares del partido a sus autoridades centrales y la ampliación de las atribuciones de poder decisorio de estas últimas hasta la más extrema periferia de la organización del partido».
Las condiciones de la lucha «socialdemócrata», en cambio, son radicalmente distintas. En primer lugar, la socialdemocracia surge de la lucha de clases. Su ejército de militantes…
«… sólo se recluta en la lucha misma y sólo en la lucha se hace consciente de los objetivos de la misma. Organización, esclarecimiento y lucha no son momentos separados, mecánica y también temporalmente escindidos, como en un movimiento blanquista, sino… aspectos diferentes de un mismo proceso… No hay -a excepción de los principios generales de la lucha- ninguna táctica de lucha acabada y fijada con detalles por adelantado que les pueda ser inculcada a los militantes socialdemócratas por un comité central… De esto se deriva que la centralización socialdemócrata no puede basarse en la obediencia ciega, no puede basarse en la subordinación mecánica de los luchadores del partido a un poder central y que, por otra parte, entre el núcleo de proletariado consciente ya organizado… y el sector que le rodea… no puede jamás levantarse un muro de absoluta separación».
Pues bien, el problema estriba en que el «centralismo democrático realmente existente» en nuestros partidos de izquierda, se parece mucho más al «centralismo conspirativo» de los blanquistas, que al «centralismo» deseable de los socialdemócratas de Rosa Luxemburgo. La cultura política que hemos heredado de la vieja izquierda se funda en estas prácticas de obediencia ciega y subordinación, que no tienen nada de democráticas ni mucho menos de revolucionarias. Es, como les relataba arriba, una política que se sostiene en el resentimiento, y que acalla toda voz disidente mediante la sanción moral.
El proceso de construcción de un partido genuinamente revolucionario supone crear las condiciones para un profundo y democrático debate entre revolucionarios, y esto último supone, a la vez, revisar el concepto mismo de «disciplina». Caso contrario, nos puede ocurrir a muchos lo que alguna vez sucedió conmigo, que venga un representante del Partido y declare:
– Usted, compañerito, no participará en la revolución.
Lo que soy yo, cámaras, hace muchos años que dejé de creer en estos «representantes». Que nuestro Psuv no sea el de ellos.
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