La editorial Hiru acaba de publicar un nuevo libro de Santiago Alba Rico (SAR) y Carlos Fernández Liria (CFL) titulado El Naufragio del Hombre. El libro se compone de dos largos textos: «Los abismos de la normalidad» de Santiago Alba Rico y el artículo de CFL que da nombre al conjunto del volumen «El naufragio […]
La editorial Hiru acaba de publicar un nuevo libro de Santiago Alba Rico (SAR) y Carlos Fernández Liria (CFL) titulado El Naufragio del Hombre. El libro se compone de dos largos textos: «Los abismos de la normalidad» de Santiago Alba Rico y el artículo de CFL que da nombre al conjunto del volumen «El naufragio del hombre». Ambos elementos componen un todo internamente diferenciado en cuanto al método y el estilo aunque claramente unificado por las tesis teóricas subyacentes. Como en el chiste vasco en que Patxi resume un sermón diciendo que el cura «no es partidario del pecado», de modo afortunadamente mucho menos lacónico que él, pero con la misma contundencia y a menudo con grandes aciertos retóricos, los autores del «Naufragio» nos dicen a lo largo del libro que «no son partidarios» del capitalismo. Lo hacen, sin embargo, de dos maneras distintas: el texto de SAR es una especie de bestiario que exhibe en toda su crudeza y con humor chestertoniano la teratología moral, política y cultural del capitalismo. Los monstruos del capital se exhiben, como siempre se ha hecho con los monstruos, con una finalidad de condena moral. Sin embargo, esta teratología no es una mera colección de horribles estampas; incluye también una serie de protocolos de disección e incluso análisis de los tejidos. El texto de CFL es a primera vista más sobrio, pues pretende situarse en un terreno más teórico, de análisis y demostraciones, y recurre bastante menos, aunque tampoco se prive de hacerlo, a la mostración de los engendros del capitalismo actual. Su estilo moral es más racionalista y pretende situarse en la tradición kantiana, o mejor dicho en una especie de filosofía ilustrada transhistórica que, según ha venido indicando el autor desde obras anteriores, arranca de Sócrates para llegar a Marx.
Ambos textos merecen la simpatía y el interés del militante anticapitalista y, sin duda del público ilustrado, ambos describen con vivacidad y sentimiento sin merma de la coherencia conceptual el universo en que nos ha tocado vivir, sobre todo en su parte más oscura. Su fenomenología de los monstruos, su teatro del absurdo y del horror son indispensables para que no lleguemos a considerar normal lo intolerable y reavivemos la principal de las pasiones políticas, la que según Spinoza inspira las revoluciones y la constitución de nuevos órdenes políticos: la indignación. Recuperar hoy la indignación requiere un incesante combate contra las fuerzas que banalizan el mal. Estamos en un momento en que la famosa consigna «Viva el mal, viva el capital» de la bruja Avería ya no es una revelación humorística de la verdad reprimida que se esconde tras la actuación de nuestros gobiernos, sino el tenor mismo de sus declaraciones. «Viva el mal, viva el capital» se dice hoy «Más tropas a Afganistán» y «Jubilación a los 67 años»: el programa explícito del gobierno «de izquierda» español y de todos los demás gobiernos de derechas.
Ante una situación de abierta dictadura del capital gestionada por sus fantoches democráticos de centroderecha o de centroizquierda, es necesario no sólo denunciar las intenciones ocultas del poder, sino explicar por qué motivo y de qué manera se ha hecho posible este descaro, analizar el nuevo régimen de verdad en el que la mayor mentira del poder coincide con su más íntima verdad, en el que ya no le resulta necesario mentir para mentir. Recordaba Alexandre Koyré en su bello texto de 1943 Réflexions sur le mensonge (Reflexiones sobre la mentira) que las declaraciones públicas de Hitler y de los demás dirigentes nacionalsocialistas eran siempre mendaces aunque dijeran la verdad, pues la verdad en su boca era propiamente inverosímil. Decir que la jubilación va a retrasarse hasta los 67 o los 70 años para combatir la crisis y afianzar la protección social, o que van a enviarse más tropas para establecer la democracia en Afganistán, resulta a la vez verdad y la más tremenda de las mentiras, la más inverosimil. Algo tan inverosimil y tan verdadero como la reiterada promesa pública por parte de Hitler de que iba a exterminar a los judíos. Decía Jean Marie Le Pen que él decía «en voz alta lo que todo el mundo pensaba en voz baja»; más cierto sería decir que terminamos pensando en voz baja lo que quienes pretenden representarnos dicen y repiten muy alto, pues hemos llegado a un momento en que no hace falta Le Pen, para decir «muy alto» las barbaridades y las mentiras veraces o las verdades mentirosas que el sistema requiere para perpetuarse. Sobre esta evolución SAR es muy claro. Insiste en conclusión de su texto en que es indispensable salir del capitalismo para que tenga algún sentido educar a los jóvenes en la ciudadanía: «Si aceptamos el capitalismo -afirma-, si no acometemos una verdadera transformación que asegure que a la escuela llegan ciudadanos y no súbditos, el futuro -incluso electoralmente- es de los fanáticos, los fundamentalistas y los fascistas. Como ya lo estamos viendo.» A ello cabe objetar que no hay que esperar a que vengan los «fanáticos, los fascistas y los fundamentalistas»: ya están aquí y son los que nos gobiernan y pretenden ser nuestros legítimos representantes. Cuando la normalidad coincide con la excepción permanente, el fascismo como régimen no es necesario, constituye más bien una excentricidad, un exceso infantil que el Estado de derecho securitario puede incluso jugar a combatir o utilizar como espantapájaros.
El problema no son estos espantapájaros, sino «nuestros» representantes. Nos representan porque aceptamos su representación: como dice Hobbes, los individuos que autorizan al soberano a representarlos son los autores de la representación, el soberano es el actor. Quien autoriza a un representante no actúa. Por eso es importante, replicarles, por ello mismo este libro, como los de Chomsky o los de Naomi Klein, resulta hoy imprescindible.
Es necesario interpelar a los demagogos del capital que hoy ocupan todas las tribunas y destruyen el espacio público. Ante un libro como el que tenemos entre manos, es difícil no soñar con la escena final del Gran Dictador de Chaplin en la que un hombre del pueblo, modesto y decente ocupa la tribuna del tirano y demagogo y dice la verdad, vaciando así de todo contenido el lugar de la representación, instaurando en lugar del lleno pletórico del tirano, el vacío que constituye el único lugar posible de la política y de la democracia. El problema es que esta escena sólo es un fantasma; aunque se encuentre un sastrecillo judío, o gentil o incluso un inmigrante sin papeles árabe o saheliano para ocupar esa famosa tribuna y decir la verdad, las cosas son mucho más complicadas: bajo el enorme cúmulo de mentiras que hoy nos oprime, quién no se pregunta hoy con Poncio Pilatos: ¿qué es la verdad?
El propósito del libro a dos voces de SAR y CFL es determinar el lugar desde el que puede articularse la verdad que ha naufragado en el capitalismo, el cimiento sólido a partir del cual esta puede formularse. Este lugar se identifica con el «hombre». Lo que se pierde y naufraga en el capitalismo es el hombre en tanto este es capaz de verdad, entendida esta capacidad como acceso a las cosas mismas que en el capitalismo se desvanecen bajo la universalización de la forma mercancía1. De la cosa a la mercancía hay la distancia que separa a lo insustituible de lo permanentemente sustituible, de ahí que este específico humanismo de las cosas no combata la «reificación» del hombre: por el contrario, la asume y la reivindica siempre que se mantenga la diferenciación entre «cosa» y mercancía. El hombre no se identifica así con una esencia abstracta, sino con un óptimum histórico -entre mito e hipótesis formal- en el que las condiciones de la vida humana fueron adecuadas a su esencia, un momento en que existía el acceso a las cosas, que nuestros autores localizan en el «neolítico». Refiriéndose a una obra anterior de Santiago Alba, La ciudad intangible. Ensayo sobre el fin del neolítico donde SAR desarrolla el concepto de «revolución neolítica», afirma CFL: » En el neolítico, el ser humano descubrió la agricultura y la ganadería, inventó los instrumentos y las herramientas más importantes, logró con éxito protegerse de la intemperie y, en general, de la naturaleza. Pero el neolítico fue, ante todo, una victoria sobre el Tiempo. El hombre había logrado arrancar un poco de ocio y de tranquilidad al inmisericorde pasar de los días y las estaciones, abrir un paréntesis en el que, simplemente, perder el tiempo y ponerse a charlar, un paréntesis, en definitiva, para eso a lo que llamamos -a lo que la antropología llama- «cultura«.» Se trata, ciertamente, de un neolítico bastante intemporal, pues hoy, aunque sea residualmente, en el basurero de la historia o de las ciencias humanas, sigue existiendo ese neolítico que la antropología considera como su objeto de estudio privilegiado. El neolítico consiste en que haya sociedad, cultura, estabilidad frente al tiempo y la naturaleza que, como el Cronos de la mitología, devoran a sus criaturas. Por eso, más que con un primitivismo a la manera de Zelzan, este neolítico puede paradójicamente converger con una Ilustración también algo intemporal. Según CFL: » dentro del neolítico caben muchas cosas, como bien prueba la inagotable diversidad de sociedades humanas que han sido objeto de la etnografía. Caben, además, sin duda, todas las modificaciones que puedan derivarse de la razón y de la libertad. Pues, en efecto, la humanidad apenas ha ensayado aún las posibilidades de articular el Neolítico con la Ilustración. A ese respecto todavía queda casi todo por hacer. «2 El neolítico constituye la exigencia de estabilidad, de permanencia, de cultura que busca apoyo en un pasado mítico; la ilustración es la misma exigencia convertida en mandato kantiano de la razón y proyectada hacia el futuro. Las exigencias del mito y de la razón no son así contradictorias sino íntimamente coincidentes.
Para SAR y CFL, el problema fundamental del capitalismo, aquello que nos lo hace inaceptable es que destruye toda posibilidad de un orden humano estable e impide el desarrollo de una cultura. El capitalismo rompe definitivamente con el neolítico, a diferencia de todos los demás regímenes sociales que se las arreglaron para llegar a ciertos compromisos con su base social neolítica. Las demás sociedades pudieron así ser sociedades de clases, tener jerarquías, desigualdades, discriminaciones y explotación pero mantenían las condiciones mínimas «neolíticas» que hacen posible la existencia humana. Este punto de vista debe a nuestro juicio asociarse con la idea de Marx conforme a la cual la explotación capitalista a diferencia de la feudal tiene lugar directamente desde dentro del proceso de producción. Esto da lugar a que el trabajador pierda todo control sobre su propia producción mediante un proceso en dos estapas históricamente y lógicamente diferenciadas: 1) la subsunción formal del trabajo bajo el capital en la cual el capitalista somete formalmente, jurídicamente, a su mando a unos trabajadores que producen y se reproducen bajo otras relaciones de producción 3y 2) la subsunción real del trabajo bajo el capital en la cual el trabajador produce y se reproduce como fuerza de trabajo dentro de relaciones específicamente capitalistas4. Hoy, en la mayoría de los países y en todos los desarrollados, el modo mayoritario de integración, de subsunción de la fuerza de trabajo bajo el capital es la subsunción real. Esto tiene importantes consecuencias, en particular que la reproducción de la fuerza de trabajo, como la de cualquier otra mercancía se realiza mediante el consumo de cosas y servicios que son mercancías. Cuando afirma SAR que el capitalismo hace desaparecer las cosas bajo la forma de mercancías dice algo perfectamente cierto dese el punto de vista marxista: que el valor de uso de las cosas, aquello que permite «satisfacer las necesidades» del trabajador se ha convertido en el valor de uso que sirve de soporte a las mercancías y que, como tal, se encuentra siempre supeditado al otro aspecto de la mercancía, a saber su valor de cambio. Esto permite entender la independización del valor de uso respecto de cualquier «necesidad» humana natural y espontánea y la plena dependencia de las necesidades y deseos del trabajador respecto del proceso de valorización del capital. Una situación así, como afirma Marx, produce una multiplicación exponencial de los objetos del deseo humano que obliga a los individuos a salir de la limitación «neolítica» de sus condiciones de vida. Frente a esta realidad del capitalismo, la propuesta común de SAR y CFL es la de reconquistar el mínimo neolítico, esto es la de retornar al menos a la subsunción formal en la cual el capitalismo era en algún grado compatible con la satisfacción estable de un mínimo de necesidades humanas y con el mantenimiento de referencias culturales, religiosas o políticas, esto es de una cultura.
El capitalismo es, sin embargo, una economía que tiene una sociedad, no una sociedad que tiene una economía. De ahí que todo valor de uso, toda utilidad sea definida en los propios términos económicos de este régimen como soporte y oportunidad para la realización del valor de cambio. Esto tiene por supuesto deletéreas consecuencias sobre un orden «neolítico» del mundo que se define a través de un sistema mínimo de las necesidades humanas y que nos presenta algunas cosas, algunos objetos, algunos seres de la naturaleza como medios para la satisfacción de las necesidades y los deseos humanos. Este orden neolítico constituye un orden imaginario en el que el sujeto se imagina completo, entero, satisfecho mediante las «cosas buenas» de la naturaleza o de Dios. Es el orden finalista del mundo que critica Spinoza en el apéndice del Libro I de la Etica en los siguientes términos: «Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombre supongan comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre y ha creado al hombre para que le rinda culto.» El orden finalista del sistema de las cosas buenas que corresponden al sistema de las necesidades humanas se ve trastocado por el capitalismo que, sin destruirlo, multiplica los objetos de deseo y aplaza constantemente la plena satisfacción (¿neolítica?) a un tiempo indefinido. En este sentido, la Ilustración no ha hecho otra cosa muy distinta, pues, al menos en su versión kantiana, sitúa en un futuro indefinido ese orden adecuado a las capacidades humanas5 e incluso considera que la felicidad puede ser el premio final de quien por su conducta moral,y sin haberla perseguido, se haga digno de ella.
Es esta precisamente la lógica de la economía (οικονομια en griego, en latín dispensatio) tal y como la desarrollaron los Padres de la Iglesia y posteriormente los teólogos bizantinos que protagonizaron la polémica sobre la inconoclastia. En esta problemática, esencial para el cristianismo como religión de salvación, las imágenes, la multiplicación de los iconos de Jesucristo, de la Virgen María, de Dios Padre, de los santos, no son ningún adorno supérfluo sino una necesidad esencial inscrita en el plan salvífico de Dios. Del mismo modo que el Dios Hombre se inscribe en la historia para actuar sobre ella como un Dios que pierde sus atributos exclusivamente divinos (infinitud, omnipotencia etc.) en un proceso de vaciado (kénosis) que lo hace Imagen del Padre, el icono representa de modo no natural la materialidad humana de Jesucristo para apuntar a su ausencia como modo de presencia de aquél cuyo regreso se espera. De este modo, Dios hecho hombre puede intervenir en la historia y la imagen del Dios hecho hombre mover a los creyentes a la devoción y a la esperanza del retorno. La imagen es inmanencia eficaz del Dios hecho Hombre en tanto que ausente. La administración del proceso salvífico, la economía, precisa de estas imágenes, incluso de su multiplicación, de ahí la tajante afirmación con la que resume Marie-José Mondzain los discursos contra los iconoclastas del patriarca Nicéforo y sus partidarios : «Quien rechaza los iconos rechaza la totalidad de la economía»6.
Del mismo modo que la presencia del Cristo ausente tiene que exhibirse en los iconos, sin la prevalencia del valor de cambio siempre ausente e invisible sobre el valor de uso, sin que el objeto se convierta en mera forma de aparición, epifenómeno del valor de cambio dotado de los atributos del dinero, tampoco hay economía capitalista. Como bien explica abundando en este mismo sentido SAR: «Una economía imaginaria es sobre todo una economía que manipula, multiplica, comecializa las imágenes». A la espera, siempre de una siempre postergada satisfacción definitiva, definida como imperio del valor de uso queda en la teología económica que es el capitalismo un largo camino por recorrer en el cual en cada mercancía adquirida, al igual que en cada icono contemplado y besado devotamente por el creyente se encuentran a la vez la esperanza de la satisfacción y su ausencia. La esperanza, porque el valor de uso que sirve de soporte material y da existencia fenoménica al valor de cambio produce una cierta satisfacción parcial presagio de la plena satisfacción, un estado final de equilibio y de ausencia de tensiones. Sin embargo, la otra cara de la moneda (nunca mejor dicho) es la ausencia de la plena satisfacción propiamente dicha, su necesaria parcialidad y transitoriedad. Es esto lo que explica la infinita serie de deseos que caracteriza al ser humano en el capitalismo, el hambre infinita e insaciable que según SAR es la mayor que haya conocido la historia de la humanidad. Una de las principales campañas de publicidad de Coca Cola definía la bebida norteamericana como «The real thing«, la cosa de verdad, la cosa real. Beber Coca Cola es acercarse asintóticamente al nirvana.
El capitalismo nos pone así directamente en contacto con uno de los principales descubrimientos del psicoanálisis freudiano y lacaniano: la coincidencia del principio de placer y de la pulsión de muerte. El principio de placer es según Freud un principio fundamental del acontecer psíquico conforme al cual el psiquismo procura liberarse de las sobrecargas de excitación provocadas por las pulsiones insatisfechas. La satisfacción tiene lugar en forma de una descarga de tensión que restablece un equilibrio homeostático en nuestro aparato psíquico. La existencia de una pulsión de muerte (Todestrieb), un más allá del principio de placer, es la hipótesis formulada por Freud ante algunos casos de retorno del recuerdo del trauma en los sueños de determinados neuróticos, por ejemplo en las neurosis de guerra y otras neurosis traumáticas. En estos casos, el sueño no obedece al principio de placer, no es ya la satisfacción alucinatoria de un deseo, sino el retorno de representaciones dolorosas que repiten el trauma. Esta repetición no satisfactoria de lo traumático obedece a una pulsión cuyo desenlace, de no verse contrariada por otros procesos, sería la destrucción del propio individuo, su muerte como forma brutal de restablecimiento del equilibrio homeostático. Jacques Lacan afirma que principio de placer y pulsión de muerte coinciden y que se dan cita en el goce (la jouissance), en la dolorosa satisfacción que obtenemos de las cosas o de los otros y que llevada al límite nos conduce a la muerte: de la caricia a la cosquilla y de esta a través de una serie de grados de intensidad hasta el achicharramiento en la hoguera. En el capitalismo, esta dolorosa y frustrante satisfacción, este goce, se convierte en un imperativo categórico. El capitalismo sabe ser kantiano a su manera a la vez que sádico. Este imperativo categórico es el que, debiendo descartarse todo móvil «patológico» en sentido kantiano -difícilmente puede suponerse que experimenten el más mínimo placer con lo que hacen-, rige el comportamiento de los monstruos que nos exhibe SAR: «Joey Chestnut es el hombre que más hot dogs puede comer en 12 minutos (66), Tudor Rosca el que más veces puede masturbarse en 24 horas (36), Cindy Jackson la que más operaciones de cirugía estética se ha dejado hacer (47)». En el extremo de este goce suicida de la mercancía otra anécdota que nos refiere Santiago Alba: «El pasado 26 de diciembre, Joan Cunnane, una inglesa de 77 años adicta a las compras, falleció de deshidratación en su casa atrapada en una montaña de mercancías baratas que había comprado durante años y que había ido guardadno en decenas de maletas: Ninguna era esencial, ninguna había sido usada, ninguna había llegado realmente a existir salvo para matar a su propietaria.» Estos actos de ascetismo y de auténtico martirio nos revelan la doble cara del goce de la mercancía, su carácter de símbolo de una ausencia.
¿Ausencia del neolítico o ausencia del comunismo?
Se echan de menos las referencias a las resistencias y a las dinámicas de constitución de lo nuevo que están hoy en curso, de manera patente en procesos como los que conoce América Latina y de forma mucho más discreta, pero con gran potencia material en todos los demás lugares del mundo. El aspecto de denuncia del capitalismo prima así sobre la elaboración de un nuevo orden político y social. No es casualidad que prácticamente el único ejemplo de resistencia al capitalismo que se menciona en el libro sea el admirable numantinismo cubano. Este libro es sin duda peligroso, pues ataca el capitalismo con ferocidad y humor, pero sus posiciones en favor del comunismo son las de un comunismo a la defensiva. La panorámica del horror y su análisis no llegan a inscribirse en una perspectiva de producción de lo nuevo como ocurría, por ejemplo, en Marx y en la mejor tradición revolucionaria. Así, CFL y SAR proponen como alternativa al capitalismo una triple fórmula que articula revolución, reformismo y conservadurismo. Revolución en lo económico, reformismo en lo institucional y conservadurismo en lo antropológico. La revolución en lo económico consiste en establecer las condiciones de una idependencia civil, esto es de un auténtico ejercicio de la ciudadanía que hoy no existen debido al hecho de que el capitalismo expropia a los trabajadores de sus medios de producción y subsistencia y los convierte en «domésticos». La revolución debe según SAR citado por CFL «transformar la estructura de la propiedad y la distribución de riqueza que la acompaña. Debe aprovechar y corregir algunos de los «progresos de la razón» cristalizados en instituciones que sólo pueden funcionar bien fuera del capitalismo, pero deben aún cumplir su papel.» La revolución en lo económico debe (re)stablecer por consiguiente formas de propiedad compatibles con la ciudadanía universal, una vez hecho lo cual, será posible recuperar las instituciones de la democracia como aparatos de gobierno que por fin se encuentran en condiciones óptimas de funcionamiento. Dice así con entusiasmo CFL que «Hay que proclamar a los cuatro vientos que la mayor parte de las instituciones que conocemos -para empezar el Parlamento- sólo pueden funcionar bien en condiciones no capitalistas. Y ello por la sola razón de que el capitalismo no es compatible con ningún orden institucional.»7 Por este motivo, las instituciones que existen en el capitalismo deben reformarse y adaptarse a la nueva realidad, pero no abolirse y sustituirse por otras. Por último, todo esto debe ir acompañado de un conservadurismo antropológico compatible con la Ilustración, pues «los seres humanos no sólo quieren conservar su vida. También quieren conservar, a toda costa, y a veces incluso por encima de su vida, aquello que hace a la vida digna de ser vivida. Es a partir de esta constatación que el mundo de la cultura y el mundo de la razón y de la libertad empiezan a reclamar cosas distintas. Por un lado, hay que conservar la vida, por el otro, hay que conservar la dignidad. En este sentido, la Ilustración puede pretender ser tan conservadora como la Tradición sin, no obstante, resignarse en absoluto a sus dictados.»8
Esta triple articulación de revolución, reforma y conservación plantea una serie de problemas pues se mantiene a un nivel de abstracción sumamente elevado que recaba el consenso general con demasiada facilidad. Los problemas empiezan cuando se pasa a lo concreto. En primer lugar, en cuanto se refiere a la revolución social, lo que no está nada claro es qué tipo de cambios en la propiedad se pretende introducir: ¿se trata de socializar los medios de producción, de descentralizar la propiedad de estos o de establecer formas comunistas de libre acceso universal a los bienes comunes productivos?. Las dos primeras fórmulas implican un poder estatal garante de la propiedad, la tercera excluye en general tanto el poder estatal como la propiedad. Esto hace que no sean compatibles entre sí. Se puede optar o bien por la propiedad y el Estado, o bien por los comunes y una organización comunista de la sociedad. Todo parece indicar que, en el marco de la tradición republicana que nuestros autores reivindican, la opción está muy clara: si el capitalismo es la imposibilidad de las instituciones, toda institución es en algún modo anticapitalista y coexiste mal con el reino del capital. De ahí que se reivindique el Parlamento, pero sin precisar, de nuevo qué contenido tendría. No es lo mismo, en efecto, un Parlamento en el marco de una estructura de poder representativa como el actual, que pretende representar a individuos aislados, unificándolos en los poderes del Estado que hacen de ellos un pueblo que un órgano de gobierno de deliberación y gobierno comunista sin función representativa que representa y media intereses parciales (no particulares) dentro de una sociedad que combate la escisión entre lo público y lo privado y no encierra al individuo en esta última esfera. En la primera forma, la de la democracia parlamentaria, la función de representación da lugar a una desaparición de lo representado. The King is the people, decía Hobbes. El Parlamento es el pueblo, nos dicen hoy. En ambos casos la actividad política del ciudadano termina con la elección de sus representantes. El órgano de despolitización generalizada que es el Parlamento seguiría ejerciendo la misma función en condiciones «socialistas» de producción. Sin embargo, no se vé en el texto la más mínima propuesta para modificar el carácter representativo del Parlamento, por mucho que en la historia se hayan conocido otras formas de institucionalidad democrática sumamente distintas de las que conocemos en el capitalismo. La democracia griega, en la que los cargos políticos fundamentales no se elegían (se echaban a suertes entre ciudadanos iguales) y el gobierno no pretendía representar a los individuos, tal vez nos fuera más útil si queremos realmente pensar una democracia postcapitalista. En cuanto a las demás instituciones republicanas a las que se reconoce una función técnica neutra comparable a la de una «máquina de hilar», parece que también deben conservarse: «El Parlamento, los Tribunales, la Escuela o incluso la Policía: lo que estas cosas son bajo las condiciones capitalistas no es lo que les corresponde ser. Estas ideas no son una idea tan mala como para que tengan que ser objeto de una revolución. Probablemente bastaría con reformarlas, pues cristalizan, en realidad, auténticos progresos de la razón».9
La burguesía y las demás clases capitalistas se han equivocado, por lo tanto, y si se han dotado para ejercer su dictadura de clase de un Estado y de los demás aparatos con que reproducen su dominación, resulta que no son los buenos aparatos, porque el capitalismo es incompatible con cualquier tipo de institución. Por conversión, estos aparatos que no son los buenos aparatos para la burguesía, se convierten en óptimos marcos para la existencia política de una sociedad postcapitalista que preservaría a la vez el acervo del neolítico y el proyecto de la Ilustración. Esto es imposible afirmarlo en serio: ¿acaso el mercado no es una institución? ¿Acaso se sostendría el mercado generalizado, el mercado en el que se vende fuerza de trabajo, un solo día sin el funcionamiento de los aparatos de poder, no sólo de Estado, que los reproducen? El capitalismo tiene instituciones sólidas como rocas y que está dispuesto a defender por todos los medios. El mercado no se opone al Estado y a la atomización de los individuos que caracteriza a las relaciones mercantiles: desde Hobbes y Locke sabemos que ambos están en correlación biunívoca. El Leviatán suprime la guerra interior para reproducir el orden del mercado, la libertad de los modernos, el mercado, y esto lo sabemos desde los fisiócratas, es base segura para la dominación explícitamente despótica del Soberano.
Sólo hay mercado generalizado allí donde hay Estado y viceversa. Quien lo dude, que considere la historia reciente: el fracaso de los intentos de producir una estructura representativa de tipo estatal en países que habían abolido el mercado generalizado (los países socialistas) viene a confirmar esta recíproca dependencia. Ha hecho falta mucha policía socialista, muchos medios para vigilar y castigar para que el tejido social quedara tan desgarrado, para que los individuos quedaran tan atomizados en los países del socialismo real como en las «democracias liberales». Lo que en estas hace un mercado protegido por el Estado -el cual reproduce sus condiciones jurídicas, políticas y aun materiales de existencia de esta institución central del capitalismo-, lo tuvo que hacer el Estado po sus propios medios en el socialismo real. La función de una policía o de unos tribunales «socialistas», sólo puede ser la de contribuir a escenificar por medios brutales un «pastiche» del capitalismo.
¿Es todo eso una exigencia universal de la razón? Más bien es una exigencia de un planteamiento esencialmente moral que requiere garantías de que una revolución sea «decente». De ahí esas cautelas neolíticas e ilustradas, de ahí las referencias a Chesterton -a las que podría añadirse oportunas citas de Orwell sobre la «common decency» del buen pueblo-, como si hubiera que ampararse para hacer una revolución en los principios morales y en las instituciones del enemigo, para evitar el totalitarismo. De ahí también las críticas acerbas contra mayo del 68 que reproducen casi textualmente las de la derecha francesa «republicana» encabezada por el presidente Sarkozy. Lo que nuestros autores nos proponen son dos cosas: una crítica del capitalismo y, en filigrana, una crítica aún más feroz del comunismo. Sin embargo, una revolución no necesita autorizarse mediante la referencia a lo ya existente, a aquello, precisamente, que la hace necesaria y urgente. Robespierre, Durruti, Lenin o Fidel Castro sabían muy bien que todo verdadero acto (de libertad, valga la redundancia) se autoriza por sí mismo. Tampoco el temor a un fracaso y la multiplicación de las salvaguardias que ello supone, debe ir tan lejos que justifique la exaltación de lo ya existente, su idealización como fruto de la razón. Es así muy peligroso afirmar con CFL que «Contra la razón no hay revoluciones legítimas, pues la razón es siempre permeable al progreso». Esto recuerda demasiado lo que se nos dice hoy cuando se afirma que en el Estado de derecho caben todas las opciones políticas. Es sencillamantre mentira, pero una mentira útil. Como afirma acertadamente Carl Schmitt -quien como nacionalsocialista no se privó, sin embargo, de hacerlo-, quien habla en estos términos universales, quien se expresa en nombre de la humanidad -o de su principal atributo, la Razón-, sólo pretende excluir de la humanidad -ode la Razón- a su adversario, haciendo de él algo inhumano. «Quien dice Humanidad quiere engañar»: así citaba Carl Schmitt una elocuente frase de Proudhon. O engañarse, podríamos añadir. En la ilustración que figura en el libro se reproduce un cuadro de Simon Vouet, «El Padre Tiempo vencido por el Amor, la Esperanza y la Belleza». Creo francamente que es imposible que el tiempo no nos devore, pero sí cabe plantearse que, como en el mito de Hesiodo, nos vomite una vez devorados. Esto equivaldría a la acción del ángel de la historia de Walter Benjamin que frena la catástrofe que es la historia universal y redime incluso a los oprimidos y a los muertos del pasado. Pero para ello, es necesario como afirma Benjamin en otro texto que los hombres asuman la «violencia divina», la que no requiere de ninguna justificación.
A pesar del desacuerdo aquí expresado, debo decir que este libro obliga a pensar. Cabe agradecérselo a sus autores de la mejor manera que se puede con un libro: recomendando su lectura. Son pocos hoy quienes en la izquierda piensan y dicen lo que piensan con radicalidad y sinceridad…y con humor. A costa tal vez de equivocarse y de engañarse en algunos aspectos. Pero no hay otra manera de hacerlo. Si este libro pudiera desencadenar un debate sobre las importantísimas cuestiones que plantea, habría dado en su objetivo, como la onda de David en el famoso «gag» bíblico.