Cerca de las cinco de la tarde del 17 de abril de 1996 salió del despacho del entonces gobernador del norteño estado brasileño de Pará, Almir Gabriel, la orden de evacuar a toda costa la carretera PA-150, epicentro de la agitación social por la reforma agraria. En esa ruta que une la ciudad de Marabá […]
Cerca de las cinco de la tarde del 17 de abril de 1996 salió del despacho del entonces gobernador del norteño estado brasileño de Pará, Almir Gabriel, la orden de evacuar a toda costa la carretera PA-150, epicentro de la agitación social por la reforma agraria.
En esa ruta que une la ciudad de Marabá y Parauapebas, en el sudeste del amazónico Pará, se concentraban los mayores proyectos mineros y ganaderos.
Ese día, en una zona conocida como la curva de la «S», cerca del municipio de Eldorado dos Carajás y a 800 kilómetros de la capital estadual Belém, 150 policías abrieron fuego contra unos 1.000 manifestantes del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) que bloqueaban el paso.
Diecinueve personas murieron y 70 sufrieron heridas. Los manifestantes marchaban rumbo a Belém para reclamar la expropiación de la hacienda Macaxeira, que ya ocupaban 1.500 familias en Curionópolis, cerca de Eldorado, y la distribución de sus tierras en la reforma agraria.
La tragedia colocó el problema agrario en la agenda política de este país sudamericano, y el 17 de abril se convirtió en Día Mundial de Lucha por la Tierra.
Este año se cumplen 17 de aquella masacre y 15 de la creación del asentamiento 17 de Abril, que hizo justicia a aquel reclamo.
El asentamiento se fundó casi dos años después de la masacre, cuando el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (Incra) declaró improductiva la hacienda, condición necesaria para expropiarla.
Unas 700 familias sobrevivientes habitan hoy el asentamiento de 37.000 hectáreas en la hacienda Macaxeira y luchan por sobrevivir sin empleos ni apoyo para hacer productivos sus predios.
Ivagno Brito, hijo de campesinos, tenía 13 años cuando fue testigo de los hechos. Hoy tiene 30 y está dedicado a la causa del MST.
«Fue una desesperación, una locura. Imagine a mucha gente y fuego cruzado. La escena que más me marcó fue ver a mujeres y niños que se escondían en una pequeña capilla que hoy ya no existe», dijo Brito, señalando el lugar exacto de los hechos en la curva de la «S».
«No puedo olvidarlo. Perdí el sentido. No encontraba a mi padre y comencé a correr… Luego me encontré en la vegetación», describió a IPS.
Maria Zelzuita, de 48 años, también fue parte de la tragedia. «Querían que desocupáramos la ruta, pero andábamos a pie. La forma que halló la policía fue dispararnos. Lo que no olvido son los gritos de la gente y de los niños llamando a las madres», narró.
«Ya había gente muerta sobre el asfalto, tomé de la mano a cuatro pequeños para salvarlos. Salí de la ruta corriendo hacia los arbustos, cargamos incluso a un niño baleado», añadió.
Zelzuita tiene un lote de 25 hectáreas en las que cultiva arroz, mandioca, maíz y zapallo. Pero los años demostraron que no basta repartir tierras sin suministrar instrumentos y conocimientos para desarrollar una agricultura sostenible.
Trabaja en asociación con la aldea de los asentados, se gana la vida como ayudante de cocina en la escuela local, estudia y es madre sola de tres hijos. En su casa tiene agua por cañería y electricidad.
«Me siento feliz como asentada; tengo donde vivir y criar a mis hijos. Antes no lo tenía, y no me veo en la ciudad. Pero aquí no hay trabajo, muchos deben irse a las ciudades a buscar el sustento», dijo a IPS.
Ante estas dificultades, muchos asentados por el Incra vendieron sus lotes y se marcharon. La comercialización de los asentamientos es un fenómeno frecuente en Pará.
A los 49 años, «Doña» Rosa Costa Miranda no piensa dejar el campo, pero superada por el esfuerzo de cultivar una huerta en un suelo tan pobre, decidió arrendar el predio para criar ganado.
«Hoy tengo un lote y una casa construida. No produzco casi nada porque soy sola, pero lo alquilo. La vida en el asentamiento es difícil porque no hay trabajo. Hay gente endeudada con el banco y que no tiene cómo pagar», describió a IPS.
Doña Rosa nació en Maranhão, en el extremo del árido Nordeste. A los 16 años se vino a Pará con su marido agricultor. Ella estaba presente en la ocupación de la hacienda, y el día de la masacre fue una de las mujeres que se ocultaron en la pequeña iglesia.
Hace poco, Doña Rosa obtuvo fondos para plantar «cupuaçu», un fruto amazónico. Pero el fuego que habían prendido sus vecinos en un predio aledaño -práctica frecuente para limpiar y fertilizar el terreno- se salió de control y quemó las plantas.
Pese a las dificultades, «es mejor que vivir en la periferia de las ciudades o en las favelas. Quien tiene un trozo de tierra hoy está seguro. No pienso mudarme. La calle es muy peligrosa», comentó.
Las expropiaciones de haciendas son lentas y pueden llevar hasta una década.
En 17 de Abril la expropiación se logró «dos años después (de la masacre) por el derramamiento de sangre. Hay campamentos que llevan esperando 12 años y para ellos nunca llegó la reforma agraria», dijo Doña Rosa.
La Amazonia ya no es lo que era cuando llegó desde el Nordeste. Para arribar a 17 de Abril es preciso cruzar pequeñas aldeas y zonas urbanas que crecen a la vera de la carretera, como Sororó, Eldorado dos Carajás y Curionópolis, centros de gran circulación de camiones cargados de minerales.
En el trayecto de la antigua ruta PA-150, hoy la carretera federal asfaltada BR-155, se pasa cerca del distrito industrial de Marabá, que cuenta con 12 siderúrgicas y grandes propiedades ganaderas, todo en plena Amazonia.
Desde allí se divisa un paisaje sin un solo árbol, apenas pasturas. «Está cambiando mucho, por eso nos estamos muriendo de sequía. De aquí a unos años no va a haber ni lluvia, porque no hay árboles», lamentó la campesina.