A la entrada de la segunda década del siglo XXI la relación que se ha planteado entre la sociedad y el mercado aparece como cuestión clave y sumamente conflictiva. Desde que en diciembre de 2008 surgió la fuerte crisis financiera, que aún define buena parte de las condiciones económicas en el mundo, se ha discutido […]
A la entrada de la segunda década del siglo XXI la relación que se ha planteado entre la sociedad y el mercado aparece como cuestión clave y sumamente conflictiva.
Desde que en diciembre de 2008 surgió la fuerte crisis financiera, que aún define buena parte de las condiciones económicas en el mundo, se ha discutido acerca del papel de los mercados en la sociedad contemporánea y, con ello, el carácter mismo de los estados.
Y es que esas condiciones, derivadas de la crisis, son generales y afectan no sólo a los países donde sus manifestaciones son hoy más visibles. En las naciones que hoy muestran relativa estabilidad están ocurriendo también fenómenos económicos que inciden en los procesos de producción, distribución y financiamiento. Esta es una época de cambios y turbulencias que ya abarca más de tres décadas.
No hay convergencia en los argumentos que se proponen respecto de la relación sociedad-mercado. Mientras se afirma desde diversos ángulos acerca de la incongruencia social que representa someterse a los dictados del mercado, en efecto, éstos siguen marcando las pautas de las políticas públicas. Los gobiernos se ciñen, unos más y otros menos, a esas pautas.
El papel de los mercados ha sido, sin duda, protagónico, en la fase de expansión del crédito y de la inversión en las bolsas que provocaron las burbujas de especulación, primero en 2001 -en las empresas de tecnología- y luego en 2008, con el auge de la construcción y las hipotecas en Estados Unidos y Europa.
En la época de expansión los mercados financieros fueron decisivos generando un entorno de innovación de sus instrumentos de inversión, que provocaron, por un lado, la euforia de quienes creyeron obtener ganancias prácticamente sin límites y, por otro, permitieron esconder por largo tiempo los riesgos asociados con sus operaciones de crédito.
La etapa posterior ha estado marcada igualmente por los criterios de mercado: fuertes ajustes económicos, especialmente en los presupuestos públicos, sea por haber expandido los déficits de modo irresponsable o porque las cuentas públicas no han soportado el peso del salvamento de los bancos que han quebrado. Ahí están atorados, en distintos grados, los gobiernos de Washington, Atenas, Dublín, Reikiavik, Madrid y Lisboa. En jaque han quedado los esquemas de jubilación y protección social, las condiciones del empleo y de obtención de ingresos y, en general, buena parte del patrimonio de la gente.
Los mercados no son entidades abstractas, sino que surgen y funcionan a partir de acciones muy concretas de agentes de diversa naturaleza. El predominio, desde hace varias décadas, lo tienen los mercados de dinero, capital y crédito, que giran en torno de los grandes bancos comerciales y de inversión. Ahí ha estado el epicentro de la crisis.
Esos mercados concretos e identificables han mostrado resistencia a la reglamentación estatal, pues tienen gran influencia y capacidad de negociación. A pesar de las reformas que se han intentado aplicar desde la reciente crisis, no se ha alterado de modo decisivo la forma de regulación. Es más, se estima que aún se requerirán miles de millones de dólares para volver a apuntalar a los bancos sólo en Europa.
A la par van los compromisos políticos. Esto es lo que se ve de modo permanente en el caso de la Unión Europea, donde los gobiernos liderados por Alemania y Francia buscan acomodos que resultan inestables y dan tumbos al euro, a las finanzas de los gobiernos y alejan la posibilidad de una renovación sostenida del crecimiento.
Hoy, España y Portugal tienen que pagar un premio cada vez más grande por obtener préstamos de los mercados de crédito, pues el riesgo de dicha deuda es mayor. El Banco Central Europeo quiere dar confianza a los mercados con más recursos disponibles para enfrentar las crisis, pero los acuerdos políticos siguen siendo frágiles.
La naturaleza de los riesgos se desprende de las condiciones mismas que fijan los mercados, mediante agencias de calificación que, no obstante estar muy cuestionadas por su papel en la irrupción de la crisis, siguen actuando de modo definitorio en el conflicto financiero que está en curso.
En fin, el guión de esta historia se escribe cada día bajo las mismas normas y rutinas, con acomodos de las partes que son inequitativos y distribuyen los costos de manera muy desigual.
Tal vez sea incluso impropio describir esta situación como confrontación entre la sociedad o el Estado con el mercado. Son parte de un mismo proceso. El mercado se ha hecho cada vez más predominante en el entramado de las relaciones sociales, su carácter es complejo y contradictorio.
Modificar la manera en que funciona este proceso requiere un cambio de los arreglos sociales prevalecientes. No hay asomo de esto. Además, las piezas del tablero han cambiado su posición en los países, el entorno global es distinto y la correlación de fuerzas también. En un periodo de fragilidad económica de las antiguas potencias mundiales, las recomposiciones son inciertas y los desenlaces también. Lo que habría que debatir de modo más directo es la naturaleza misma de la política en esta etapa.
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/20/index.php?section=opinion&article=027a1eco