Existe una poderosa construcción social sobre los sectores populares, ese concepto que algunos tienden a usarlo de un modo tan ambiguo, homogeneizante y disciplinante, que aterra pensar que es la forma contemporánea que asumen las viejas máscaras de la exclusión. Hoy, la prédica mediática (de la clase media y de los medios) y de la […]
Existe una poderosa construcción social sobre los sectores populares, ese concepto que algunos tienden a usarlo de un modo tan ambiguo, homogeneizante y disciplinante, que aterra pensar que es la forma contemporánea que asumen las viejas máscaras de la exclusión.
Hoy, la prédica mediática (de la clase media y de los medios) y de la alta sociedad, se hace eco de un concepto que nos es un tanto ajeno, el de clientelismo. Debemos recordar que no es propio de nuestras tierras hablar en esos términos sobre quienes ejercen su voto de determinada manera, o de un modo que no es el que ciertos sectores desearían. Como muchas de las veces, ese concepto fuertemente anglosajón ilustra mejor la vista y sabe más agradable en los paladares de aquellos que gustan leer o hablar de nuestra cultura (o culturas) política local.
Resulta que, siempre se habla de los clientes que menos tienen y se los describe como a esos «parias», «chusmas», «cabecitas», «vagos», «chorros», «villeros», según la época de que se trate, y poco se dice de esa «buena gente» que con el sudor de sus empleados construye el país, o la «patria». Poco se dice sobre los principales clientes de los diferentes modelos de acumulación, de los más beneficiados en la repartija de subsidios, concesiones de obra pública, o de los que encontraron la trampa en la ley para poder dibujar su plata ganada fuera de la «ley», o los capitales que sacan bajo sus ropas o aviones privados, o incluso aquellos grandes ciudadanos contribuyentes que se ufanan contando sus hazañas de evasión.
Poco se cuestiona a los principales financistas de las campañas electorales, de los que ganan y de los que pierden, de los que apuestan a varias canastas al mismo tiempo, por si acaso el que gana es el otro. ¿Acaso esos no son clientes?
Esa construcción social tan destructiva[1] sobre los sectores populares supone que el beneficiario de un plan social para paliar parte de su situación, es una persona que no sabe lo que es trabajar, vive del esfuerzo de otro, etc. O el revés de esta mirada, lo que hace el Estado es darle de comer a «esos vagos» en vez de crear trabajo «genuino»; peor aún, ahora con la Asignación Universal suelen decir que «no van a parar de tener chicos», como si la reproducción fuera una cosa instrumental y decidida estratégicamente. Antes decían, «lo único que hacen es tener chicos», no sé por qué no se ponen a trabajar, como si los métodos para evitar la reproducción estuvieran al alcance de todos, y accesibles para todos. (Como si una baja tasa de natalidad fuera deseada por todos, o el objetivo o interés de todos.)
Esa construcción social también supone, y esto es peor, que aquellos que reciben un beneficio del estado son sujetos manipulables y digitables, que la enorme masa de población asistida es la masa electoral del gobierno de turno[2]. En definitiva, que los únicos capacitados, con independencia de opinión, de criterio, libertad de acción, verdaderos demócratas que ejercen los derechos políticos… etc… son ellos, los que critican, reproducen y hacen circular esta creencia tan generalizada del «pobre manipulado, arrastrado de las narices para que vote». Una especie de, podría decirse, voto censitario si por ellos fuese posible establecer.
Esto abre dos temas, por un lado que problematicemos esa noción de «beneficio social» asociado al voto «cautivo». Sobre todo, esclarecer qué noción de beneficiario se tiene sobre quien lo recibe y qué sujeto se construye en torno a esa asociación. A esto se le contrapone una concepción más sutil y suave en relación al «beneficiario» de ciertos privilegios por su posición en el bloque de poder. Esto nos lleva a cuestionarnos, por otro lado, por qué algunos de los que reciben beneficios del Estado son clientes, y otros no.
El beneficio social está fuertemente vinculado a la noción de derechos, y en última instancia, podría o deberíamos discutir la calidad de esa extensión; es decir, cuán precaria y real es la inclusión de los excluidos por este modelo de acumulación. Algo preocupante en esta construcción es que la noción de derechos se encuentra mucho más pisoteada y denostada que aquella que habla de «privilegios». La tensión entre unos y otros es la que define también los criterios de igualdad/desigualdad. Unos son para todos, los derechos, otros son para pocos, los privilegios. ¿paradoja de nuestra sociedad que los privilegiados cuestionen la igualdad de derechos? No, es perfectamente lógico, si no lo hacen perderían el carácter de privilegios.
Por otro lado, esta cosa tan extraña de falacia ecológica, o efecto de generalización, que inunda a los discursos medio-alto-mediáticos de tender a afirmar ciertas conclusiones «empíricas» (yo lo ví, yo conozco) a partir de experiencias personalísimas, muy personales y acotadas, sobre los sectores de los que dicen hablar y conocer. A ver, uno acá no está planteando la bondad o la maldad absoluta de cada cuerpo que compone uno u otro sector. Lo que advertimos es que esas generalizaciones de casos individualísimos y domésticos, afectan y violentan a una masa bastante amplia de la cual no se tiene ni idea, pero se la prejuzga.
Sin embargo, este efecto de generalización no es aplicable al estudiante acomodado que opina de otro joven bien acomodado beneficiario de la rentabilidad que tiene el sector al que su padre/madre se dedica en determinado modelo de acumulación, a diferencia de él, o del empresario constructor de obra pública provincial que no recibe beneficios como su socio en el mismo rubro. Esos sí son casos particulares, excepcionales, únicos y sólo por ser «amigos del poder». Esos mismos dirían algo así como «Ojo señora, ojo señor, no se confunda, no diga que yo soy cliente/a, porque yo conozco muy bien a los míos, y somos gente bien trabajadora que construimos este imperio, con sudor (de los que para nosotros trabajan)».
En definitiva, estas construcciones tan mundanas y coloquiales tienen un efecto tan violento sobre la misma sociedad, que termina construyendo al «otro» asistido como una paria ciudadano de segunda categoría. De este modo continúa sosteniéndose una ciudadanía censitaria de facto que el poder de las naturalizaciones discursivas termina convirtiendo en algo «estructural», «desde siempre», «como siempre», «siempre fueron igual», «esos».
La noción de cliente es una naturalización más de las que abundan. La cuestión es que, en los términos que la definición supone, toda la sociedad es clientelar, es decir, nada. Si la noción de ciudadanía (demoliberal) es la exaltación de la total libertad y autonomía, y el vínculo con el estado implica de algún modo una restricción de estos principios, tanto aquel que percibe los beneficios de la extensión de derechos, como aquel que es «salpicado por privilegios» encuentra su libertad y autonomía menguadas, y en consecuencia podríamos afirmar irónicamente contra el argumento de la liberseguridad ciudadana que «todos somos clientes». No es un criterio diferenciador, incluso en algún punto igualador.
El tema reside en que sólo se habla de algunos clientes, y lo hacen aquellos que no quieren a este gobierno, al anterior, al anterior y a los anteriores, que no elegirían gobiernos, sino que los impondrían por la fuerza de sus bayonetas, o su capital.
Hagámoslo nosotros entonces, hablemos de esos clientes, seamos todos iguales, o desterremos esa palabra, igualemos en derechos y reconozcamos las diferencias políticas que existen en nuestra sociedad, e intentemos al menos construir mediante principios democráticos (no me refiero a los mecanismos de la democracia formal o burguesa, o la concepción procedimental demoliberal) una forma de sociedad más igualitaria, radicalicemos esos principios y tensionemos los «beneficios» y «privilegios» que construyen/restringen derechos.
*El autor es militante del Movimiento Lucha y Dignidad, Córdoba. Miembro del Colectivo de Investigación «El llano»
[1] El supuesto que subyace aquí pone en evidencia la ficción de la democracia liberal en donde el sujeto es ese ideal independiente, autónomo y libre que elige.
[2] ¿Dónde queda entonces la libertad (individual) como prerrogativa de cada individuo que tanto defienden estos sectores dominantes? ¿acaso la universalidad liberal es una proclama focalizada?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.