No debería sorprender que se hable de imperialismo en referencia a Brasil. En realidad, el carácter imperial de Brasil no depende del gobierno de Lula, ni éste puede modificarlo, salvo que siga el camino de Chávez y de Evo y se decida, por ejemplo, a tomar el control de Petrobras. La nacionalización de los hidrocarburos […]
No debería sorprender que se hable de imperialismo en referencia a Brasil. En realidad, el carácter imperial de Brasil no depende del gobierno de Lula, ni éste puede modificarlo, salvo que siga el camino de Chávez y de Evo y se decida, por ejemplo, a tomar el control de Petrobras.
La nacionalización de los hidrocarburos decidida por el gobierno de Evo Morales, además de comenzar un proceso de recuperación de los recursos naturales del país, tiene la enorme virtud de desnudar contradicciones a menudo solapadas bajo agradables discursos sobre la «integración regional». Las reacciones que ha provocado la decisión soberana de Bolivia son muestras de ello. El canciller de Brasil, Celso Amorim, fue muy claro al manifestar la «incomodidad» del presidente Luiz Inacio Lula da Silva con el único presidente sudamericano que apoya activamente la nacionalización. Amorim dijo a la prensa que el apoyo de Hugo Chávez a la decisión boliviana «colocaba en riesgo no sólo el gasoducto -que debe llevar gas de Venezuela a Argentina, pasando por Brasil-, sino la propia integración sudamericana».
Por su parte, el presidente de Petrobras, José Sergio Gabrielli, se mostró mucho más enérgico rechazando la nacionalización, adelantando que la empresa dejará de invertir en Bolivia y advirtiendo que puede recurrir a los tribunales de Nueva York. Evo Morales reaccionó diciendo que Petrobras «chantajea» a Bolivia y que la empresa ha trabajado ilegalmente en su país.
Más allá de la declaración diplomática del gobierno de Lula, reconcociendo el derecho de Bolivia sobre sus recursos naturales, sólo los movimientos sociales estuvieron a la altura de los acontecimientos. Un Manifiesto firmado por decenas de organizaciones (en el que destacan los sin tierra y organismos de la conferencia episcopal), afirma que «la soberanía no se discute, se respeta», y aplauden «el significado emancipador del gesto del gobierno de Morales».
El problema de fondo es que Petrobras no es una empresa brasileña. O, mejor dicho, dejó de serlo en los 90 bajo el gobierno de Fernando Henrique Cardoso. Hoy el Estado brasileño controla apenas el 37% de las acciones de la empresa, en tanto el 49% están en manos de estadounidenses y el 11% en manos de testaferros en Brasil. Pero en los 90, Petrobras se volcó a Bolivia y a conquistar reservas de petróleo en otros países sudamericanos y tiene importantes negocios en Nigeria. El economista Carlos Lessa sostiene, con razón, que Petrobras «está más preocupada en atender a los especuladores de la Bolsa de Nueva York que de actuar como institución del Estado nacional brasileño» (Valor Económico, 10/5/05).
En paralelo, Petrobras controla el 20% del PIB boliviano, donde ha invertido unos 1.500 millones de dólares desde 1997, representa la mitad de los impuestos recaudados en Bolivia, responde por el 100% de la refinación de petróleo y el 57% del gas boliviano (Glauco Bruce Rodrigues en www.mst.org 5/5/06). La mitad del gas que importa Brasil procede de Bolivia, y el suministro es vital para la industria paulista. Más aún: son brasileños buena parte de los terratenientes que producen soja en el departamento de Santa Cruz, y una parte de ellos serán afectados por la reforma agraria que prepara el gobierno de Evo Morales. En suma, Brasil tiene intereses muy importantes en Bolivia. Pero también los tiene en otros países de América Latina. Petrobras tiene importantes inversiones en Ecuador (donde tiene conflictos con pueblos originarios), en Argentina (donde en 2005 sus ganancias crecieron un 145%) y en Uruguay. Otras empresas brasileñas siguen los pasos de Petrobras, que se ha convertido en la segunda empresa más importante del continente.
El imperialismo ha sido definido como una fase del capitalismo caracterizada por el dominio de los monopolios y el capital financiero, por el papel decisivo de la exportación de capital en busca de mayores ganancias, por el reparto del mundo entre los trusts internacionales y los países más desarrollados. Por otro lado, cuando hablamos de subimperialismo brasileño no podemos olvidar que este país ha sido definido como el «campeón mundial de la desigualdad». Los empresarios brasileños, que son tales sólo porque viven en Brasil y allí tienen sus empresas pero en realidad son un eslabón del capital mundializado, buscan expandir sus negocios fuera de fronteras para evitar una mínima distribución de sus riquezas en el país. En este sentido, tanto los accionistas estaodunidenses de Petrobras como los hacendados que invierten en Santa Cruz buscan más ganancias sobre las mismas bases que amasaron sus fortunas en Brasil, o en cualquier otro lugar del mundo: bajos salarios, pésimas condiciones de trabajo, impunidad y ausencia de controles estatales.
Dicho de otro modo: la expansión del capital «brasileño» por América Latina es la otra cara de la falta de una reforma agraria en Brasil, de la brutal especulación financiera y la desregulación laboral. El capital monopólico ha tomado porciones importantes del Estado brasileño, como Petrobras, y busca convertirlas en punta de lanza de la conquista del continente. La empresa petrolera es apenas una de las naves, pero quizá la más ambiciosa es la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA) lanzada en setiembre de 2000 por Cardoso, que busca una integración regional a la medida de los mercados.
Mientras el Estado brasileño no recupere el control sobre Petrobras, la empresa seguirá siendo utilizada para la conquista de los recursos naturales y no para la integración continental, más allá de las buenas declaraciones del gobierno Lula. Recuperarla puede suponer -como sucedió en Venezuela- atravesar un período de desestabilización política, económica y social, porque no es posible salir del neoliberalismo sin enfrentar el riesgo de turbulencias de todo tipo. No hacerlo, supone ahondar las divisiones entre los países y los pueblos del continente, y seguir poniendo al Estado al servicio de la acumulación del capital.