La política externa brasileña se ha convertido en una variable fundamental en los últimos años para comprender nuestra región, a partir del progresivo aumento de la influencia de este extenso país en el escenario internacional. La llegada de Marco Aurelio García, Samuel Pinheiro Guimaraes y Celso Amorim en 2003, como principales formuladores en política externa […]
La política externa brasileña se ha convertido en una variable fundamental en los últimos años para comprender nuestra región, a partir del progresivo aumento de la influencia de este extenso país en el escenario internacional.
La llegada de Marco Aurelio García, Samuel Pinheiro Guimaraes y Celso Amorim en 2003, como principales formuladores en política externa de los gobiernos petistas, marcó un cambio respecto de la presidencia de Fernando Henrique Cardoso, donde se cultivaban de modo prioritario las relaciones con Estados Unidos. Para muchos petistas, la política externa fue el ámbito donde el gobierno evidenció en mayor medida su identidad de centroizquierda. A diferencia de su predecesor, el gobierno de Lula desde un principio pretendió conformar equilibrios entre distintos polos, apelando por un lado a un fortalecimiento de las relaciones Sur-Sur, pero por el otro a la preservación de sus vínculos con Estados Unidos. Esa pretensión de equilibrio se manifestó ya en el primer año del gobierno de Lula, cuando el presidente asistió por igual al Foro Social Mundial y al Foro Económico Mundial de Davos. En este período era conocida la relación de entendimiento existente entre Lula y Bush, cuando este último, traduciendo las aspiraciones geopolíticas de Estados Unidos, aspiraba a situar a Brasil como un factor «estabilizador» en la región, frente al peligro que representarían para el Norte los «populismos» de Chávez y Morales.
La inicial pretensión del gobierno brasileño de lograr este equilibrio entre polos contrapuestos sería expresión de la existencia, que perdura hasta hoy, de ciertas tendencias contradictorias que se manifiestan al interior de Itamaraty. Existe, como señala Boaventura de Sousa Santos, un discurso histórico del «Brasil potencia», un poco mitigado ahora por las recientes manifestaciones de junio. Al mismo tiempo coexiste con otro discurso, dominante puertas afuera, de un Brasil que se proyecta junto al desarrollo de América latina. Los contextos específicos parecen determinar el modo en que la articulación de estas tendencias incide en la formulación de la política externa.
Sin embargo, es evidente que el gobierno brasileño ha pretendido orientar el énfasis de su política externa hacia América latina. Hechos como el rechazo al ALCA en Mar del Plata en 2005, así como la provisión de alojamiento a Zelaya en la embajada brasileña en Tegucigalpa en 2009, con el propósito de promover una resistencia al golpe de Estado hondureño, manifestaban que la pretensión de Brasil de incidir en la arena internacional iba asociada a una posición de mayor autonomía respecto de las potencias occidentales, así como orientada por la búsqueda de establecer límites respecto de las aspiraciones de Washington hacia la región. Lo mismo es posible señalar respecto de la pretensión brasileña de sentar una posición autónoma respecto del conflicto palestino-israelí y del programa nuclear iraní.
Eso no significa que la tendencia defendida por el establishment, de una preocupación por la rentabilidad brasileña y su inserción en los mercados mundiales, no siga presente. La exigencia de un mayor alineamiento con el Norte seguirá anidando como una fuerza interior mientras la burguesía paulista y las elites sigan conservando su actual capacidad de influencia en el país vecino.
La continuidad de esta última tendencia se ha evidenciado, por ejemplo, con el reciente affaire que involucró al senador opositor boliviano Roger Pinto -acusado de corrupción por la Justicia y el gobierno de Evo Morales- y su traslado clandestino hacia Brasil con autorización de diplomáticos brasileños, lo que terminó provocando la renuncia del canciller Antonio Patriota. La preeminencia de esta tendencia en la política externa, relacionada con la presencia que van adquiriendo en América latina importantes empresas brasileñas, ha supuesto la identificación por parte de ciertos analistas de Brasil como un «sub-imperialismo» hacia el interior de la región.
Por el contrario, el reciente descubrimiento de Dilma Rousseff y su gobierno de que Estados Unidos había sometido a espionaje documentos y comunicaciones presidenciales, así como de la empresa Petrobras, produjo como respuesta de la mandataria una cancelación de una visita protocolar a Washington, que marca un cambio de tono en la alineación hacia la política norteamericana. Habrá que observar con atención las consecuencias reales que traiga para la relación bilateral este acontecimiento.
En todo caso, en una región en transición a partir de la indefinición existente en los distintos países respecto del rumbo político que asumirán en los próximos años, la posición de Brasil y la articulación de las contradictorias tendencias que anidan en su política externa en función de los distintos contextos, resultarán un factor clave de estos nuevos escenarios por venir.
Ariel Goldstein. Sociólogo (UBA). Becario del Conicet en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (Iealc).