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Territorios éticos de control: la familia, el trabajo y la sociedad

Fuentes: Rebelión

Ya hace muchísimo tiempo que se desestimó la moral de alcance universal. No existen reglas fijas para conocer las lindes exactas entre lo correcto y lo que no lo es. Las conductas humanas dependen de contextos históricos muy diferentes, son contingentes, adaptadas a las necesidades ambientales, ideológicas, políticas, económicas y culturales de cada comunidad. De […]

Ya hace muchísimo tiempo que se desestimó la moral de alcance universal. No existen reglas fijas para conocer las lindes exactas entre lo correcto y lo que no lo es.

Las conductas humanas dependen de contextos históricos muy diferentes, son contingentes, adaptadas a las necesidades ambientales, ideológicas, políticas, económicas y culturales de cada comunidad.

De hecho, dado lo movedizo de las prescripciones morales fijas y presuntamente naturales, el ser humano ha tenido que recurrir a las normas escritas, cuando la costumbre y la tradición han sido insuficientes, para ofrecer verdades que legitimaran el orden social.

Además de regular lo bueno y lo malo, el ideario moral o ético sirve para ejercer dominio mental y control político sobre las conductas y los cuerpos individuales.

Es decir, esa difusa hegemonía presupone una elite y un colectivo o masa con intereses contrapuestos, en definitiva una comunidad (país, nación, territorio físico, espacio espiritual…) dividida en grupos antagónicos o clases sociales enfrentadas por el poder efectivo y la distribución de roles y recursos esenciales para el vivir cotidiano.

Aunque la complejidad del mundo de hoy hace difícil reconocer instituciones con perfiles nítidos, tras la hojarasca del discurso sociopolítico pueden detectarse tres campos de actuación bastante definidos: la familia o espacio femenino del amor, el trabajo o territorio masculino de la producción y la lucha competitiva y un lugar híbrido denominado sociedad, una vastedad conceptual proclive a la relación, el intercambio y el consumo de bienes y servicios.

En cada territorio rige una moral distinta. De esta manera, el ser humano se fragmenta y utiliza la ética como un marco de referencia laxo y móvil: no existe una verdad absoluta ni una conducta intachable.

Dios ha muerto: todos lo sabemos. Pero también ha desaparecido la razón crítica. Todo se reduce a una relatividad asumida en nombre de la libertad de acción. El valor supremo de la vida se reduce a extraer el máximo provecho del momento inminente: de conducirnos por la estrecha vereda que marcan las directrices apropiadas a cada sector de actividad o espacio de convivencia.

El ser humano no existe como tal, solo la función de una sombra que sigue los dictados invisibles del instante concreto. No hay canales de comunicación entre la familia, el trabajo y la sociedad.

En cada ámbito hay que proceder de una manera completamente dispar: aquellos que se adaptan a estas reglas de juego tan segregadas entre sí pueden alcanzar la cumbre del éxito sin realizarse preguntas comprometedoras ni pensar en alternativas que reúnan los tres espacios antes citados en un solo territorio vital y político.

Calor de hogar

La familia es el territorio de la calidez y de la solidaridad interpersonal cuyo símbolo es el hogar y el afecto materno. Aunque exista la autoridad vertical del padre, sin salirse de la norma del amor recíproco, en ella se puede ser lo más parecido a uno mismo, eso sí repitiendo al pie de la letra las conductas aprendidas por la costumbre milenaria.

Es bueno lo que mantiene la sagrada unidad familiar y reprochable todo aquello que provoca heridas o abre grietas en el hogar ideal de la armonía total.

Reproducir la vida en sus aspectos primarios eludiendo los sobresaltos diarios y los conflictos inherentes a la convivencia es el fin último de la familia reunida en torno a la figura materna. Aquí se levantan los cimientos de un nexo emocional y casi inviolable con la trayectoria de cada individuo.

A la familia se regresa constantemente. Quizá sea este su valor fundamental y ético: su capacidad sentimental de refugio a prueba de avatares o conductas rebeldes o críticas con el orden establecido.

El control sibilino de la institución familiar moldea un ser humano emocional enraizado con la irracionalidad naturalizada del deber ser esencialista y atávico basado en la sangre y el parentesco.

Una mujer o un hombre refractarios por diversas causas al amor familiar recibe una de las sanciones morales más duras que pueda haber: es un descastado, una oveja descarriada, crímenes nefandos de lesa humanidad que etiquetan su conducta allá donde vayan levantando sospechas fundadas en lo simbólico sobre su condición de persona.

Luchar por la vida

Al sortear los límites del hogar, el individuo ha de enfrentarse a un mundo nuevo, el de la lucha por la supervivencia vital. El espacio de la producción es donde se intercambian las habilidades de cada sujeto con otros elementos similares para conseguir el sustento propio.

Dentro de la fábrica o la oficina la ética familiar ya no está vigente. En estos ámbitos de producción de mercancías tangibles o no, uno mismo es un artículo sometido a la eficacia, el balance económico y la cuenta de resultados. Aquí ya no está en vigor la melosa ética familiar.

El valor de cada individuo viene marcado por su producción intelectual o manual. Vales lo que produces. Por tanto, prima la competitividad, el auparse por encima del resto para adquirir una importancia mayor en el espacio laboral.

Es bueno, por ende, lo que aporta valor a la empresa y, además, todo aquello que permite al trabajador afianzarse como instrumento más o menos indispensable en la cadena productiva.

En este campo resulta ético asistir a los desmembramientos forzados de hombres o mujeres del sistema laboral. Perder el trabajo es una consecuencia lógica, casi natural, del proceso productivo. Esa criba entre los fuertes o sanos y los débiles o mediocres está inscrita en la competitividad intrínseca al trabajo. Nada se puede hacer al respecto desde la perspectiva moral.

Y en cualquier caso, para eso sirve la familia, para recoger los fracasos individuales y a través del amor neutralizarlos antes de volver a empezar una nueva aventura o tentativa en el territorio hostil del trabajo productivo.

Consumir, consumirse

Entrando en la sociedad, las posibilidades del individuo se ensanchan o multiplican, eso sí, bajo la impronta irrevocable de la obligación ética de consumir ininterrumpidamente para ser alguien en la vida.

Consumir experiencias, relaciones, objetos varios, proyectos inmediatos, emociones particulares. Todo vale. La contemplación, la reflexión y la pasividad son acciones que merecen las máximas penas: el ostracismo, la marginación, el olvido.

Retornar al trabajo o a la familia con las manos vacías no tiene sentido. Es el peor de los viajes, el viaje que define inexcusablemente a un perdedor en la posmodernidad de nuestros días.

El hombre y la mujer que no compran nada o solo lo indispensable para cubrir sus necesidades imperiosas están mal considerados porque rompen en el imaginario común un eslabón icónico del régimen capitalista, la alegría inaudita de consumir como leit motiv de toda vida plena que se precie de ello, deteniendo el proceso ideológico de crecimiento económico permanente de cuajo.

Mediante mecanismos morales e ideológicos muy distintos entre sí, la familia, el trabajo y la sociedad son utilizados como dispositivos de control eficaces del ser humano de la globalización neoliberal. Hay una microfísica del poder muy particular en cada territorio, actuando por separado sobre aspectos de la realidad personal bastante diferentes a priori.

El impulso de cooperación se canaliza a través del amor familiar. La supervivencia material por medio de la competencia profesional caiga quien caiga. Y la falsa libertad individual traduciéndola en fetiches de consumo.

Unificar las tres morales en una sola ética sería tanto como derribar del todo el edificio ideológico que ahora habitamos. Es mejor para el sistema capitalista mantener activas las tres dimensiones mencionadas que jamás se comunican unas con otras para así someter a la razón crítica y enclaustrarla en compartimentos estancos inocuos e impotentes para socavar o poner en entredicho la hegemonía de las elites.

Pensar el todo como reflejo inverso de una realidad troceada a propósito podría tener consecuencias imprevistas para el statu quo. Por eso, mucho más efectivo resulta escindir al ser humano en funciones segregadas para que el yo no se haga preguntas insidiosas y radicales.

Sin un yo con sentido colectivo y que abarque la totalidad personal, cada individuo no es más que un islote a merced del destino. Y hoy, el único destino posible se llama capitalismo, si bien bajo eufemismos de toda laya: economía social de mercado, sociedad del ocio y el conocimiento, democracia parlamentaria…

La moral pende de un hilo invisible que puede romperse en cualquier momento por tempestades que nada tienen que ver con el libre albedrío o la voluntad personal. A veces, la falsa conciencia nos hace abrazar conductas éticas que no son nuestras sino impuestas por necesidades creadas por la ideología dominante.

En el capitalismo, todos somos más o menos marionetas de un destino ajeno envuelto en intereses que huyen de la luz y temen la razón crítica. No hay moral o ética práctica que no alberguen en su seno zonas oscuras de difícil acceso y evaluación ponderada. Antes que ninguna, las éticas parciales o de validez restringida.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.