Es cierto que no todo es lo que aparenta y mucho menos en épocas de Donald Trump. Sin embargo y aún cuando engañan, las apariencias constituyen el vehículo ineludible del contenido. La realidad resulta una suerte de síntesis entre ambos planos porque las formas son especies de «carcasas» necesarias −en el sentido estricto de que […]
Es cierto que no todo es lo que aparenta y mucho menos en épocas de Donald Trump. Sin embargo y aún cuando engañan, las apariencias constituyen el vehículo ineludible del contenido. La realidad resulta una suerte de síntesis entre ambos planos porque las formas son especies de «carcasas» necesarias −en el sentido estricto de que no pueden ser de otra manera− para la existencia de un contenido determinado. ¿Por qué dicho contenido se expresa a través de una y no de otra forma? Es la pregunta que corresponde formularse. Algo de esto se puede sospechar en la aparentemente sencilla y transparente idea de proteccionismo comercial que Donald Trump forjó como uno de sus principales estandartes.
Aunque resulta altamente dudoso que el inquilino de la Casa Blanca tenga alguna aproximación intelectual a este enmarañado asunto, le tocó constituirse en el representante quizá más conspicuo de una entreverada relación entre forma y contenido. Puede que la siguiente insinuación resulte un verdadero abuso retórico, pero parece haber algo del orden de la distinción entre los planos de lo aparente y lo real tanto en el carácter versátil de su discurso, como en la sorprendente capacidad de mutar los escenarios o en la relación como mínimo caótica −y muchas veces contradictoria− entre su retórica y sus actos.
Como sea, estas especulaciones suenan bastante pertinentes al momento de interpretar la realidad (como síntesis entre forma, contenido y el carácter necesario de dicha forma) de un «proteccionismo comercial» que fue ganando peso en el discurso y en lo que podrían definirse por ahora como «medios actos» del presidente republicano durante estos primeros meses de su segundo año de mandato.
Interrogantes necesarios
Rebobinando. El primer año de gobierno Trump se caracterizó por una secuencia de medidas proteccionistas light destinadas a satisfacer demandas sectoriales históricas mientras la estructura de la economía norteamericana permaneció intacta. Incluso la imposición de aranceles a lavadoras y paneles solares provenientes de China y Corea del Sur con las que comenzó el segundo año de mandato, parecían continuar aquella secuencia light. Los aranceles de Obama a los neumáticos chinos podían ser recordados incluso como una medida más agresiva. Para muestra, el déficit comercial de Estados Unidos con el resto del mundo y en particular con China, alcanzó niveles máximos durante 2017 que continúan ensanchándose hasta el día de hoy.
Pero a poco de arrancado el año, Trump cambió la tónica. Primero declarando la guerra universal del acero y el aluminio y luego dirigiendo los cañones hacia China, envió el mensaje de que la ofensiva proteccionista sería el símbolo de 2018. Es aquí, sin embargo, donde la distinción de los planos mencionada más arriba contribuye a una interpretación más precisa del estado de situación.
La cuestión exige comenzar desentrañando la forma del proteccionismo comercial de la que se desprenden varios interrogantes: ¿Porqué «abrir fuego» en momentos en que la economía norteamericana crece por encima -aún levemente, es cierto- de la media del período pos Lehman? ¿Por qué apelar al proteccionismo cuando el comercio mundial no sólo no está desarticulado sino que exhibe incluso una mejora -aunque moderada y lejana a los valores pre crisis- con respecto al promedio de la década? ¿A qué responden estas tendencias cuando las ganancias de las principales empresas que dominan la economía norteamericana no se encuentran amenazadas en lo inmediato y gozan aún de las amplias ventajas de las cadenas de valor globalmente diversificadas? Una ristra de preguntas que al tiempo que relega la «cuestión económica» como causa inmediata -o directa- se hace artífice como mínimo de dos respuestas fundamentales.
Un proteccionismo comercial multiuso
La primera respuesta es que a diferencia de los años ’30, las tendencias proteccionistas actuales no se explican ni por la catástrofe económica ni por la parálisis comercial de ella derivada sino que poseen su primer fundamento en la combinación contradictoria entre el conjuro del desastre y el crecimiento particularmente débil de los años pos Lehman. Fue aquella debilidad económica lacerante la que estuvo en el origen de la poderosa «grieta» en la sociedad norteamericana que puso a un lado a los ganadores y a otro a los perdedores de la globalización y en ese mismo acto encumbró a Donald Trump. Es a los segundos -que incluyen desde amplios sectores de trabajadores hasta fracciones de pequeña y mediana burguesía no globalizada- que está dirigido el discurso proteccionista comercial de Trump. Es la desilusión profunda de amplias franjas sociales que perdieron la fe en la élite política y económica la que otorga un carácter necesario al discurso del proteccionismo comercial prometiendo el retorno de los capitales para la reindustrialización estadounidense.
Con este reto de fondo todo lo sólido se desvanece en el aire y cada movida del proteccionismo trumpista exige ser observada en sus intenciones menos literales. Más aún cuando -no hay que olvidarlo- en noviembre próximo tendrán lugar en Estados Unidos elecciones de medio término y mientras están en juego maniobras significativas en el ámbito internacional. Entre estas últimas, la cumbre de Trump con Kim Jong-un donde el «señor de la guerra» aspiraría al Premio Nobel de la Paz. En este escenario, lo defensivo puede ser la cáscara de intenciones predominantemente ofensivas, lo estrictamente comercial puede resultar esencialmente político -y geopolítico-, la seguridad nacional puede ser una carta de negociación, lo importante puede yacer oculto en lo secundario, lo secundario podría resultar tan necesario como improbable y así sucesivamente.
La saga del acero y el aluminio contribuye a echar luz sobre esta cadena de quid pro quos. Si inicialmente Trump parecía desatar su ira contra todos los países de origen implementando un arancel del 25 % a las importaciones de acero y del 10 % a las de aluminio, la furia se disipó una vez pasadas las elecciones en Pensilvania. Un «swing state» en el que Trump ganó en 2016 por un abrumador 19 % y del cual Pittsburgh, conocida casualmente como «la ciudad del acero», es la segunda metrópoli en importancia. Pensilvania se anticipaba como barómetro de cara a noviembre y Trump perdió allí por muy poco.
En el ínterin el «inquilino» aprovechó para iniciar una limpieza quirúrgica de una porción significativa del ala «global» del gabinete. Cayó el Secretario del Tesoro, Gary Cohn -hombre de Goldman Sachs- seguido por el Secretario de Estado, Rex Tillerson -proveniente de la Exxon- y nombró a Pompeo que se prepara como estrella chispeante en el affaire Corea. Wall Street volvió a temblar y el fantasma de la inestabilidad financiera de principios de año retornó a escena. Buscando imitar el eficaz diálogo de Yellen con los «mercados», Trump nombró a Larry Kudlow -un partidario del libre comercio- como asesor económico, dejó entrever que las medidas eran un mecanismo de negociación in extremis y finalmente retrocedió desafectando temporalmente del arancel a los principales exportadores. Observaba bien Joseph Stiglitz en su momento que «El propio Trump ya ha dado un paso atrás en su argumento sobre la seguridad nacional al exceptuar a la mayoría de los principales exportadores de acero a Estados Unidos».
Resulta que a decir verdad tanto el acero como el aluminio poseen un carácter más simbólico que económico para la economía norteamericana, cuestión que hace que la amenaza arancelaria luzca como una suerte de comodín. Útil ya sea para prometer un imposible retorno de la industria a los estados tradicionalmente industriales del Rust Belt. Pendiente como espada de Damocles sobre Canadá y México en caso de que los términos de la renegociación del TLC no satisfagan la aspiración del republicano -teniendo en cuenta que ya se llevan siete rondas y ninguna flor. O como mensaje subliminal a China -uno de los pocos para los que el arancel quedó operativo aunque paradójicamente provee en la actualidad cuotas escasamente significativas a Estados Unidos.
Dado que las exenciones eran temporales se esperaban nuevas definiciones para inicios de mayo. Si bien para el caso de Canadá y México era previsible una nueva prórroga de los aranceles en medio de la octava ronda del TLC, no lo era tanto para el caso de la Unión Europea que también resultó favorecida con una postergación. Según Trump durante este lapso se estarían «extendiendo las negociaciones» mientras asegura haber llegado a un acuerdo final con Corea del Sur y estar a punto de alcanzar otro con Argentina, Australia y Brasil.
Si en este juego de «vandorismo americano» Trump parece ir trocando la guerra por la prórroga y la prórroga por una probablemente extensa negociación de cuotas de importación, los cañones que apuntan hacia China parecen estar hechos de un acero más sólido. Aún cuando la amenaza comercial a China nada tiene de prístina y viene mezclada con sustancias múltiples -podría significar por ejemplo un as en la manga frente a la negociación con Corea del Norte- parece tratarse del punto más serio del embate y por ello mismo exige una distinción aguda entre lo que puede intuirse como forma y lo que se sospecha como contenido.
Nacionalismo económico
La segunda respuesta a la serie de interrogantes formulados más arriba dice que aún cuando la catástrofe económica haya sido transitoriamente exorcizada, la dinámica de crecimiento débil restringe la acumulación ampliada del capital. Una cuestión que se pone de manifiesto tanto en la históricamente baja inversión que caracteriza a las economías de los países centrales durante los últimos años, como en su contracara, el crecimiento exhuberante de Wall Street. La «globalización» -en tanto «empresa neoliberal» pujante desde los años ’80- se fue convirtiendo en una estructura estancada luego de la crisis de 2008. No obstante y ante la inexistencia de una «nueva empresa» promisoria para el capital, el terreno se presenta como una suerte campo de batalla en el que se enfrentan tendencias nacionalistas insurgentes y una «globalización» resistente.
En el terreno económico esta contradicción alcanza materialidad en el desarrollo simultáneo de la ofensiva «proteccionista comercial» trumpista -que emerge como lo nuevo- y la resistencia de las «cadenas de valor» que incluye la concreción de tratados como el Transpacífico (TPP) -aunque claramente debilitado tras la salida de Estados Unidos- o la ampliación del tratado preexistente entre México y la Unión Europea que expresan la resiliencia de una estructura económica y financiera altamente «globalizada». La realidad se presenta como una síntesis que incluye ambas tendencias y en dicha condensación los pactos operan -de paso- como mecanismos de presión sobre Estados Unidos en el contexto de negociaciones claves como la del Nafta. Para enredar más el asunto el propio Trump instruyó a sus funcionarios analizar posibles condiciones de retorno de Estados Unidos al TPP.
Pero detrás de la forma de un «proteccionismo comercial» defensivo destinado a la «re industrialización» norteamericana, los actos del presidente republicano parecen ir revelando de a poco un contenido «nacionalista económico» de un tipo más bien ofensivo asociado a garantizar mejores condiciones para las multinacionales norteamericanas en territorio «global» y en especial, en escenario chino. La cuestión contiene no obstante un aspecto defensivo aunque al parecer mucho menos asociado al «acero», al «aluminio» o a otros productos industriales que a la necesidad del Estado norteamericano -y acá sí cobra sentido el argumento de la «seguridad nacional»- de conservar el puesto líder en tecnología de punta como aspecto que contiene una triple faceta económica, política y militar. Y justamente es allí donde China se presenta como principal competidor en la arena global. La insinuación del retorno al Transpacífico -un legado de la administración Obama para sujetar a China- también pone de manifiesto este contenido.
Aunque Trump amenazó arancelar una amplia gama de exportaciones chinas por un valor que ronda los 150 mil millones de dólares y puede subir la apuesta, la batería permanece aún indeterminada y en el terreno de una tensa negociación. Según un artículo de The New York Times, los aranceles propuestos están en parte destinados a industrias en las que resultaría fácil cambiar de proveedor -Taiwán, Corea del Sur, México o India aparecen entre los posibles nuevos orígenes. Además en la mayoría de las categorías de productos iniciales que la administración identificó para los aranceles, menos de la mitad de los bienes importados por las empresas provienen de China, según idéntica fuente. Sucede que aún cuando los productos de eventual imposición incluyen desde textiles hasta celulares, la verdadera batalla de Trump con China parece estarse jugando en otra comarca y allí el ataque se dirige en múltiples direcciones. Trump se propone por un lado quebrar la exigencia a las empresas estadounidenses que invierten en China de formar sociedades conjuntas con empresas nacionales -un mecanismo a través del cual se opera transferencia tecnológica. Por el otro apunta contra el sistema de licencias y permisos administrativos chinos diagramados para obtener concesiones de las empresas extranjeras a cambio de su acceso al mercado nacional. A la vez persigue trabar la compra de empresas norteamericanas por parte de empresas chinas así como frenar la apropiación de tecnología mediante ciberataques. Se trata de una serie de peajes que China cobra a las multinacionales extranjeras por el usufructo de una de las fuerzas de trabajo más baratas del mundo…. Es cierto que son reivindicaciones que Estados Unidos sostiene desde hace años pero algo significativo se estuvo transformando durante el último período.
Mutaciones
Financial Times pone de relieve una modificación en la conducta de la mayoría de las empresas extranjeras que operan en China. Señala que hasta hace un tiempo y por temor a la perdida de mercado, aceptaban las reglas chinas sin demasiado pataleo. Sin embargo y debido a mayores restricciones en territorio chino y a la creciente competencia de contrapartes del Gigante Asiático en el exterior, muchas grandes compañías estarían exigiendo un endurecimiento de las políticas de Estado hacia Pekín. Según la misma fuente, los aranceles de importación chinos están cerca de duplicar a los estadounidenses a lo que se agregan barreras no arancelarias que excluyen a industrias o países enteros. Añade también que mientras los servicios de Google, Facebook, Twitter, YouTube e Instagram se encuentran bloqueados, su ausencia fomentó el surgimiento de grupos locales como Tencent y Alibaba. A la vez y siempre según Financial Times, de las mayores adquisiciones chinas de empresas europeas entre 2000 y 2017 sólo un cuarto podría haber sucedido en sentido inverso, debido a las leyes y políticas industriales vigentes en el Gigante Asiático. Un desequilibrio que habría comenzado a volverse preocupante cuando en 2017 la inversión directa china en Europa cuadruplicó a la inversión de los europeos en China en el mismo año. Señala a la vez Financial Times que para fines de 2017 el stock acumulado de inversión directa china en Europa desde el año 2000 había alcanzado el stock total europeo de inversión extranjera directa en China. Cabe agregar que trata de un modus operandis en desarrollo en todo el mundo.
El reciente bloqueo de Trump a la adquisición por parte de la empresa Broadcom -con sede en Singapur- de Qualcomm que con sede en San Diego fija patrones tecnológicos en materia de celulares, conforma un movimiento defensivo del Estado norteamericano frente a idéntico patrón. Si bien el bloqueo tiene antecedentes ya por 2005 cuando la Casa Blanca y el Capitolio bloquearon la compra de la norteamericana Unocal por parte de la china Cnooc, las contradicciones se presentan ahora en una escala mucho más agravada. Qualcomm devino uno de los principales competidores de la china Huawei Technologies Co. y la intención de compra pretendía dar a luz a una de las mayores empresas tecnológicas del mundo. El Comité de Inversión Extranjera de Estados Unidos (CFIUS) con el guiño del Ejército norteamericano, advirtió que de prosperar la compra, la tecnología 5G -aún en fase de investigación- sería operada en unos años de forma dominante por Huawei, con lo que Estados Unidos pasaría a depender de China en este campo.
Y es que a decir verdad gran parte de la intención norteamericana apunta a frenar el plan Made in China 2015. Un programa que exige que el país se vuelva autosuficiente y competitivo en términos globales en sectores tecnológicos avanzados aún bajo dominio occidental. Se trata de rubros como por ejemplo aviones comerciales, automóviles eléctricos, robótica, comunicaciones de teléfonos móviles 5G o microchips de computadora. En este juego, The New York Times observa que mientras China busca reducir la dependencia de una gran variedad de productos fabricados en Estados Unidos, la reciente prohibición norteamericana a la provisión por parte de sus empresas al fabricante chino de equipos de telecomunicaciones ZTE funcionó esencialmente como un recordatorio de aquella dependencia. En un sentido hay una guerra en gestación pero menos por el comercio que por la tecnología y la hegemonía política y militar.
Volviendo a las dos respuestas ensayadas más arriba para un mismo problema, vale mencionar otra reflexión interesante de Stiglitz:
Si miramos más allá de los votantes de Estados Unidos y Europa que están sufriendo a causa de la desindustrialización, la realidad es que China no es la mina de oro que alguna vez era para las corporaciones norteamericanas. En tanto las firmas chinas se han vuelto más competitivas, los salarios y los estándares ambientales en China han aumentado. Mientras tanto, China se ha demorado en abrir sus mercados financieros, para disgusto de los inversores de Wall Street. Irónicamente, mientras que Trump dice estar velando por los trabajadores industriales estadounidenses, el verdadero ganador de las negociaciones ‘exitosas’ -que obligarían a China a abrir más sus mercados a los seguros y otras actividades financieras- quizá sea Wall Street.
Amén de que los salarios chinos promedio continúan siendo alrededor de un cuarto de los norteamericanos, el señalamiento de Stiglitz es esencialmente correcto sólo que vale más como identificación de una contradicción en movimiento que como final de película espoileado. El panorama abierto excede las soluciones binarias. Y justamente aquí es cuando las cosas se ponen más difíciles de preveer: China no parece tan fácil de doblegar y los «votantes que sufren» son quienes deben legitimar al Estado y otorgan al formato proteccionista comercial un carácter necesario.
El carácter necesario de la forma (o la fuerza de lo aparente)
El asunto dista de quedar resuelto al distinguir los aspectos asociados a la forma de aquellos relacionados con el contenido, como si los primeros pudieran relegarse al lugar de simple engaño. Para tratar este asunto novedoso, complejo y bastante paradójico es que aludimos -de una manera un tanto metafórica- a la condición ineludible de la forma sin la cual el contenido no es capaz de ver la luz. Dicho en términos más prosaicos, sucede que un nacionalismo económico más agresivo necesita del «consenso nacional» que es lo que vino a tratar de recuperar Trump y a lo que dedica gran parte del discurso proteccionista con el fin supuesto de la reindustrialización norteamericana. Quizás la dificultad para armonizar la respuesta doble que arroja una misma serie de preguntas, constituya la paradoja más apremiante de nuestro tiempo. A ella buscan responder de algún modo desde Trump hasta quienes ubicándose abiertamente en el campo de la «globalización» sugieren explícitamente la necesidad de «reformarla».
Las contraofensivas arancelarias «tácticas» de China y la Unión Europea, demostraron una aguda comprensión de aquello que para Donald Trump resulta necesario. Una cuestión a la vez ineludible para sí mismos porque si el aluminio y el acero representan porciones poco significativas respecto del conjunto de la economía global, el acero constituye un símbolo industrial en términos nacionales. Y por ello los contraataques parecen mucho menos tramados en términos comerciales que diseñados para golpear a la base electoral de Trump. La Unión Europea amenazó imponer productos tradicionales norteamericanos como las motocicletas Harley-Davidson, los clásicos Levi’s o el whiskey bourbon. China se lanzó contra las importaciones automotrices y contra la base rural republicana prometiendo arancelar en un 25 % la soja y la carne porcina y en un 15 % otra larga lista de productos agrarios típicamente «americanos».
En este contexto Stiglitz parece errar el blanco cuando acusa a Trump de «confusión comercial»por apelar de manera falsa a la «Seguridad Nacional», obsesionarse con problemas pasados o incomprender la trascendencia suprema del déficit comercial multilateral frente a los déficits bilaterales. No es que Stiglitz se equivoque cuando señala que reducir importaciones de China no creará empleos en Estados Unidos sino que sólo aumentará los precios internos y generará puestos de trabajo en Bangladesh o Vietnam. Dicho sea de paso dicen que Levi’s ya proyecta -por si acaso- vender en Estados Unidos jeans fabricados en Vietnam, Camboya o una de las tres docenas de países donde tiene proveedores. También planea colocar eventualmente en el mercado mexicano los jeans que seguirá produciendo en China. Tampoco se equivoca Financial Times cuando a la vez le reivindica a Trump focalizar el ataque a China en aspectos como la transferencia tecnológica pero le critica considerar que puede ganar esa guerra enfrentando también a países que serían seguros aliados en la contienda. Todas críticas tan racionalmente correctas como incapaces de captar la contradicción de fondo. Trump más bien parece intentar jugar un juego doble.
El «doble carácter» que adoptó el Tratado Transpacífico ilustra con bastante claridad aquel juego. En un acto de «proteccionismo comercial» Trump renunció al TPP a días de su asunción. Sin embargo en el último tiempo especuló con retornar para contener a China y mejorar las condiciones de inversión externa de las transnacionales norteamericanas. Una opción que probablemente le jugaría una mala pasada en términos electorales debido a la aversión que -con razón- la mayoría de la población siente respecto de los tratados comerciales. El problema es que justamente allí reside la contradicción. Y son estas fuerzas opuestas las que en parte llevan a Trump de un lado a otro. Se trata de recomponer el consenso -y la idea de «Nación»resulta un instrumento fundamental- para legitimar una mayor ofensiva de las multinacionales norteamericanas en el extranjero. Constituye un dilema estratégico del Estado norteamericano que excede en mucho las menores o mayores capacidades de Donald Trump.
En medio de negociaciones críticas con múltiples jugadores como la hoy reñida cumbre con Corea del Norte donde el resultado de la disputa comercial con China parece adquirir un lugar determinante, sectores del establishment tanto demócrata como republicano temen que la forma acabe absorbiendo al contenido. El senador demócrata por Nueva York, Chuck Schumer, lo puso de manifiesto exponiendo como su mayor preocupación «que el presidente retroceda en lo que China más teme -una ofensiva contra el robo de propiedad intelectual- a cambio de comprar bienes a corto plazo». De hecho se habla de negociaciones en curso en las que China ofrecería un ilusorio incremento de sus importaciones de Estados Unidos por 200 mil millones de dólares como forma de reducir el déficit comercial. The New York Times señala que un arreglo tal le permitiría a Trump reclamar una victoria y despejar el camino para su encuentro histórico con Kim Jong-un aunque arriesgando dejar de lado su objetivo más amplio de castigar a China por presionar a las compañías estadounidenses para que entreguen tecnología sensible.
Una opción como esta no puede descartarse en el derrotero de un impredecible como Trump. De todos modos y en última instancia, se trata de cuestiones coyunturales de importancia menor. El dilema estratégico de una convergencia parcial de intereses entre los principales capitales transnacionales norteamericanos y al menos sectores «perdedores» de la globalización, no parece muy probable por el momento. A menos que Estados Unidos pudiera avanzar significativamente -por ejemplo- mediante una colonización de China. Una opción poco asequible -si se excluye la posibilidad de enfrentamientos a gran escala incluso militares con todas sus previsibles consecuencias y derivaciones- teniendo en cuenta la debilidad relativa del Estado norteamericano y las crecientes intenciones nacionalistas chinas.