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Tiempos medievales

Fuentes: Rebelión

Vivimos tiempos medievales que nos regresan a aquel occidente europeo sin estados, poblado de señores feudales guerreantes que defendían sus intereses territoriales, batallando por anexionar nuevos dominios y ocupando las posesiones de los desfavorecidos, sin proyecto común ni liderazgo político, sin altura de miras para construir nada, sin un poder central aglutinador que impusiera un […]

Vivimos tiempos medievales que nos regresan a aquel occidente europeo sin estados, poblado de señores feudales guerreantes que defendían sus intereses territoriales, batallando por anexionar nuevos dominios y ocupando las posesiones de los desfavorecidos, sin proyecto común ni liderazgo político, sin altura de miras para construir nada, sin un poder central aglutinador que impusiera un orden estable. El feudalismo era pura dispersión casuística, falta de unidad, ausencia de norma única, arbitrariedad, particularismo y variedad de situaciones.
 
Y si un día fue posible el nacimiento de la industria en talleres y casas, el despegue de las ciudades y un crecimiento demográfico sostenido, fue a partir de la agricultura intensiva y de los excedentes de renta de un campesinado que empezó a sacudirse la dependencia y los abusos de poder de los señores feudales, y que empezó a contar poco a poco con una acumulación de renta para consumir y comerciar, generando riqueza. Pero hoy observamos el resurgir de la economía de subsistencia, la suicida disminución del excedente, la pérdida de poder adquisitivo de clases medias y bajas, convertidas al pauperismo vital. No hay excedente, no hay consumo, no hay ahorro. Se asfixia el circuito económico; se trabaja sólo para comer. La pobreza atrapa a la clase media europea; el 23% de la población vive en riesgo de pobreza y exclusión social, especialmente niños, jóvenes e inmigrantes. Retroceden la clase media y la movilidad interclasista, y aumentan los trabajadores con salarios de supervivencia, los siervos del siglo XXI.
 
Proliferan al tiempo los gobiernos despóticos, pseudo-democracias, gobiernos de tecnócratas, impuestos por los poderes económicos, en los que sus dirigentes no sirven al beneficio de las mayorías sino al interés de unos pocos, dando amparo a la desigualdad, y, por tanto, profundamente ilegítimos. Reinan la arbitrariedad y la injusticia social, y predominan el miedo paralizante y la desconfianza no sólo hacia los gobernantes, sino también entre los propios ciudadanos, competidores cuando no enemigos, dispuestos a vender hasta el alma por mantener empleo o estatus, vasallos artificialmente enfrentados y desunidos; nacionales frente a inmigrantes, activos frente a parados, empleados públicos frente a privados, temporales frente a fijos…Vivimos bajo el despotismo y la ambición de las pirañas financieras, trasnacionales y bancos, que quieren crecer a costa del sector público y del desmantelamiento del estado del bienestar, con la connivencia alicorta de nuestros políticos y nuestra descerebrada apatía; y esta manera de vivir resignada y bobalicona que nos lleva a sobrevivir aferrados a nuestra burbuja de seguridad inestable; individualistas, indiferentes al interés público, ciegos ante la desgracia ajena, consentidores de la degeneración brutal de las instituciones. Hemos entregado nuestra libertad, nuestra carga solidaria o virtud cívica en palabras de Montesquieu, y la hemos puesto en manos de otros, desnaturalizándola y despreciándola. Pero la libertad no vale nada cuando sólo la empleamos para elegir entre una u otra marca comercial; la libertad sirve de muy poco cuando aceptamos lo inaceptable y permitimos poner en venta el porvenir. Vivimos tiempos medievales que nos incitan a la introspección temerosa y a la desunión servil, verdaderos frenos del progreso y la justicia social.
 
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