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Todos contra todos hasta el boom final

Fuentes: Rebelión

El pensamiento capitalista vive de retales ideológicos. Un poquito de liberalismo estético de Montesquieu y Locke y un mucho del economicismo mercantil de Adam Smith adornado con la socialización de las pérdidas cuando la mano inocente del mercado da al traste con la megalomanía de algunos visionarios instalados en las multinacionales de mayor poderío financiero. […]

El pensamiento capitalista vive de retales ideológicos. Un poquito de liberalismo estético de Montesquieu y Locke y un mucho del economicismo mercantil de Adam Smith adornado con la socialización de las pérdidas cuando la mano inocente del mercado da al traste con la megalomanía de algunos visionarios instalados en las multinacionales de mayor poderío financiero.

Pero de donde más chupa ideología la derecha reaccionaria para justificar moralmente sus políticas desigualitarias es del denominado darwinismo social, desde cuya teoría, tergiversando sin vergüenza alguna al mismísimo Darwin, ve la lucha de la existencia como una batalla feroz de todos contra todos en la que los más fuertes o listos o hábiles ganan la guerra social por méritos propios incontestables.

De mucha maneras se ha adaptado a contextos distintos y épocas diferentes esa máxima falsa de que los fuertes siempre ganan, sancionando una ética bélica en la que los débiles deben llevarse la peor parte y ser esclavos, siervos o asalariados de los vencedores. Tal hipótesis se ha naturalizado a todos los efectos, formando un humus ideológico que atrapa las conciencias de modo subliminal.

Si no tengo éxito, es mi culpa. Si soy un marginado, es mi responsabilidad. Si no tengo trabajo, la razón estriba en que no he competido adecuadamente en la pugna sin tregua por la asignación de recursos. El mercado nunca se equivoca. Las elites se conforman bajo una ley inflexible e inamovible: fuertes arriba, débiles abajo.

Esa competitividad extrema extraída de las investigaciones de Darwin es espuria. El darwinismo sí dice que en la lucha por sobrevivir tienen más posibilidades de salir adelante los que mejor se adaptan a los contextos biológicos y culturales en permanente cambio, los más aptos, en definitiva, en una situación histórica dada de millones de años de evolución. Eso sí, a la par con ello también habla de la ayuda o apoyo mutuo entre especies, incluso distintas, como un factor indispensable para la socialización de los esfuerzos mancomunados y el desarrollo de la inteligencia colectiva, incluso de la libertad y la iniciativa privada.

Es más, estudios posteriores en animales y culturas primitivas (y no olvidemos que el ser humano es un animal más dentro de la diversidad de la vida) descubrieron que el factor «ayuda mutua» era más relevante en la evolución que la guerra de todos contra todos. De hecho, está demostrado científicamente que la solidaridad permite un ahorro de energías y fuerzas muy superior al despilfarro de la competencia pura y dura con el semejante o contra un adversario de otra especie.

Toda explicación de la ciencia, de la hipótesis a la teoría, busca generalizaciones elegantes y sencillas donde la economía en los planteamientos ofrezca resultados óptimos sin complejidades o adherencias superfluas. Y que el gasto de energía es menor en una empresa mancomunada frente a cientos, miles o millones de esfuerzos individuales con el único propósito de salvar el propio culo, salta a la vista sin necesidad de elucubraciones demasiado sofisticadas.

En la realidad animal (insectos, aves, roedores y mamíferos principalmente) se ha comprobado fehacientemente que ante las inclemencias del tiempo y otros desastres naturales, la especie activa una conciencia primaria de carácter solidario que hace las veces de llamada general para intentar solventar la crisis al grito de todos a una. Y salen soluciones inteligentes, como dijera Kropotkin. Inteligentes sí, algo que no es privativo del género humano según Frans de Waal. De Waal sostiene que las diversas inteligencias del reino animal son incomparables, cada cual responde a sus necesidades de una manera particular y eficiente.

Cierto es que todos estos argumentos se la trae al pairo a las elites del capitalismo global. Resulta más hermosa la competitividad sin freno, siempre y cuando los ganadores se sitúen en la misma clase social, la de los poseedores, los grandes empresarios, la nobleza de los negocios.

Nos asombramos cuando algunas noticias de enorme calado pasan el filtro de los medios de comunicación y salen a la palestra noticias de corrupción, evasión fiscal o trabajadores explotados en negro. No reparamos en que toda esa delincuencia sigue con fidelidad milimétrica la máxima apuntada antes del darwinismo social en sentido estricto: son los más listos de la clase, los más fuertes, los que llevan la moral de la lucha por la existencia a su expresión más extrema, es decir, acaparar todo lo que se pueda por cualquier medio a su alcance.

Pero, claro, es obvio que esa moral no debe aplicarse a la sociedad en su conjunto porque las relaciones se convertirían en un caos incontrolable. Es preciso pues una moral adaptada a los perdedores, una ética estricta que introduzca el miedo y la resignación en las amplias y mayoritarias capas de los obligados a trabajar para ganarse la vida, desde las clases medias a las trabajadoras pasando por los marginados y pobres de solemnidad.

Y esa moral de rapiña para la crema social encontró en la religión un aliado excepcional. Sobre todo en las advocaciones monoteístas, que priman con el más allá deslumbrante el silencio cómplice y alienado de los corderos, de aquellos que se juzgan a sí mismos como culpables de los pecados de la estructura ideológica, política y social.

Desde las derechas y sus compañeros de viaje de la izquierda nominal hace largas décadas que se vienen denostando las alternativas ideológicas al régimen capitalista, dejando únicamente los marcos políticos y sociales como cauces controlados para la participación de las masas, conductos reglamentados para servir al orden establecido.

Y mientras las izquierdas se doblegan al relato único de la posmodernidad, el cual predica a diestro y siniestro el fin de las ideologías, la globalización neoliberal triunfa por doquier a costa de explotar aún más los recursos naturales y el factor trabajo humano con una merma de derechos alarmantes.

El futuro, sin alternativas ideológicas críticas, se llama Nueva Edad Media: masas consumiendo sin parar fruslerías a toneladas y pobres desharrapados muriendo de hambre en la periferia del mundo o ahogándose en los mares que los separan de la riqueza de cartón piedra capitalista.

Competiendo hasta la extenuación por las migajas sobrantes que caen desde los mercados financieros no es una solución digna. Sigamos el ejemplo de las distintas inteligencias animales: la ayuda mutua ofrece luz al final del túnel. De hecho, el ser humano ya ha explotado esta vía en múltiples ocasiones: la rebelión antiesclavista de Espartaco, la Comuna de París, la penicilina de Pasteur, llegar a la Luna… (sume y siga) son hitos memorables de la concatenación de esfuerzos para hallar caminos solidarios hacia el porvenir.

La competitividad solo da beneficios a unos pocos. Dentro de la estructura mental de la lucha por la existencia de todos contra todos, solo ganan los más inmorales, aquellos, parafraseando a Groucho Marx, que tienen principios… y si no les va bien con ellos, guardan otros en su alforja ambivalente. De ese fariseísmo beben sus vientos morales y su doctrina ideológica los poderes de este mundo. Y lo peor de todo es la idolatría del éxito que profesan las masas menos politizadas: sus iconos venerados les quitan hasta la última gota de razón crítica para pensar su realidad por sí mismos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.