Después de tres años, la atonía económica generalizada se mantiene en la mayoría de las grandes economías capitalistas. Los problemas adquieren nuevas formas. Tras meses de centrarnos en la crisis presupuestaria de algunos países, ahora el foco de atención se ha trasladado a la cuestión de las divisas. Al principio, los altos funcionarios presumían de […]
Después de tres años, la atonía económica generalizada se mantiene en la mayoría de las grandes economías capitalistas. Los problemas adquieren nuevas formas. Tras meses de centrarnos en la crisis presupuestaria de algunos países, ahora el foco de atención se ha trasladado a la cuestión de las divisas.
Al principio, los altos funcionarios presumían de tener un conocimiento experto de la crisis y de no caer en errores del pasado. Uno de estos errores, se decía, era el de las devaluaciones competitivas que realizaron los países ricos en la crisis del 29, las cuales conllevaron un bloqueo del comercio internacional. No parece que aquella presunción se haya roto del todo. En los tres últimos años, el dólar se ha devaluado respecto al euro, mientras que el tercer gran agente, el yuan chino, parece también devaluado.
Devaluaciones y revaluaciones afectan de forma desigual a la posición comercial de los países, mucho más que las pequeñas variaciones que pueden ejercer las modificaciones de algún componente de los costes. Un ejemplo ayuda a entenderlo. Con una inflación del 2%, en el caso de que una empresa española experimentara un alza en todos sus costes del 2% y los trasladara por entero al precio de venta de sus productos, éstos se encarecerían para los clientes ese 2%. Si, en lugar de ello, la empresa sólo experimentara un aumento del 4% de los costes laborales y también trasladara ese aumento a sus precios, el aumento de sus precios posiblemente sería menor (si los costes laborales representaran el 50% de sus costes, el impacto en los precios debería ser del 2%, pero raramente los salarios representan este porcentaje de los costes totales en productos industriales). Pero si el euro se revalúa un 10%, automáticamente todos los clientes que pagan en dólares, yens, rublos etc. verán encarecido en este mismo 10% lo que deben pagar a la empresa española. Las variaciones del tipo de cambio tienen un efecto más directo, al menos a corto plazo, en la posición exterior de la economía. Si se presume que una moneda se va a encarecer de forma persistente, es posible que incluso anime a las empresas a trasladar plantas a otras zonas del planeta para evitar que el encarecimiento de sus productos acabe con el mercado. El caos monetario afecta de forma desigual a los países y aumenta las incertidumbres.
Parece claro que la gestión de las políticas económicas puede afectar a este caos. Y alguna de estas políticas está en la base de los problemas actuales. Desde la contrarrevolución neoliberal, se impuso el criterio de que la política monetaria debería ser el centro de la gestión económica, en detrimento de las políticas fiscales. El gran capital temía que una expansión de las políticas fiscales implicara un crecimiento de las tendencias socializantes. Y la política monetaria sigue estando en el centro de la gestión de la crisis actual, aunque esta gestión sea diferente en diversas partes del mundo. La Reserva Federal ha optado por una política monetaria laxa que inunda el mundo de dólares -y que explica en parte su devaluación-, pero que por sí misma no es capaz de cumplir su objetivo de animar las inversiones y la actividad (se olvidó una parte del aprendizaje de los años treinta, la «trampa de la liquidez», el que, en un momento de incertidumbre, las empresas no aumentan inversiones por más dinero que haya en el mercado). Pero seguramente esta transfusión de dinero sirve al menor para alimentar el negocio financiero que dirige el país.
En Europa, en cambio, estamos sometidos a la «disciplina alemana», a una nueva experiencia de imperio alemán (al menos no hay ejércitos de ocupación ni, de momento, campos de concentración, aunque los rebrotes de xenofobia obligan a ser precavidos) que impone una política económica de ajuste que, entre sus efectos negativos, provoca la revalorización del euro. Puede que para Alemania ello no sea malo, debido a su particular especialización productiva en bienes sofisticados (de equipo y de consumo) que en gran parte se dirigen al propio mercado de la zona euro o que simplemente encuentran compradores dispuestos a pagar el sobreprecio porque no existen buenas alternativas en el mercado. En los últimos años, los capitalistas alemanes han conseguido imponer una moderación salarial que en parte ha desplazado hacia los salarios el incremento de costes generado por el euro. Otros países, entre ellos España, no están, al menos a corto plazo, en condiciones de copiar esta política. La presión conjunta del euro revaluado y de los recortes fiscales simplemente genera un horizonte complicado.
El panorama es más complejo de lo que he tratado simplemente de esbozar, pero el actual desencaje monetario es a la vez un efecto y un agravante de la situación. Un efecto tanto de las políticas practicadas, del predominio de las políticas monetarias, como de los desequilibrios generados por una globalización que ha dejado a las multinacionales completamente libres en la toma de decisiones productivas que afectan a todo el mundo. Y que está lejos de generar los armoniosos resultados que sugieren los modelos teóricos empleados para justificar su implantación. Estamos en período de sufrimiento e incertidumbre. Atrapados en unas pautas de actuación que, en lugar de salidas, ahondan en los problemas. En manos de sectarios incompetentes que siguen condenándonos al desastre.