Traducido por Jorge Anaya para La Jornada
Desde el principio de la guerra colonial, e incluso antes, el gobierno de Estados Unidos estimulaba a propósito el uso irrestricto de la violencia. El secretario de la Defensa, Donald Rumsfeld, hablaba de valerse de «todos los medios necesarios para ganar la guerra». Bush aseguró al público de su país: «haremos cuanto esté en nuestro poder para llevar esta guerra a una conclusión exitosa». Los ideólogos sionistas del gobierno promovieron el uso de «técnicas israelíes», es decir, la tortura sistemática y humillación de prisioneros desnudos, atados y encapuchados que se practica contra los luchadores de la resistencia palestina se usa también para combatir el «terrorismo» iraquí.
Desde muy pronto el alto mando militar estadunidense, en especial en Irak, estimuló entre los soldados el uso de lenguaje peyorativo contra los iraquíes: «cabezas de trapo», «camelleros», «hadjis». La «política del lenguaje colonial» se volvió el punto de arranque para el salto hacia una política de torturas sin fin y de perversas prácticas sicópatas de los soldados angloestadunidenses.
La infección ha avanzado de la comezón a la gangrena. Las torturas y abusos practicados por Washington contra prisioneros son paralelas a las políticas del Estado israelí contra los palestinos. No es una coincidencia casual, puesto que los arquitectos sionistas de la guerra en el Pentágono han establecido sesiones conjuntas de entrenamiento en técnicas de interrogatorio dirigidas por instructores del ejército y del Mossad israelíes, expertos en explotar los más humillantes tormentos de prisioneros musulmanes y árabes.
Algunos de los grandes medios de Estados Unidos han publicado elocuentes fotografías de la tortura infligida a prisioneros iraquíes desnudos. Sin embargo, la principal preocupación de la elite política estadunidense y de los medios masivos no son los crímenes contra la humanidad, la gran malignidad moral que tiene sus raíces en la guerra colonial contra todo un pueblo, sino el impacto que tendrá para las relaciones públicas entre el «pueblo árabe», entre los musulmanes del mundo, la «imagen» de Estados Unidos, su «credibilidad» como potencia imperial. Les gustaría hacernos creer que las únicas personas a quienes asquean los actos de barbarie perpetrados por la inteligencia militar estadunidense son árabes y musulmanes, y no la inmensa mayoría de cristianos, budistas, ateos y otros en Europa, América Latina, Asia y Africa. El esfuerzo del presidente Bush y de sus colegas sionistas por limitar la indignación por los crímenes de guerra cometidos contra «árabes y musulmanes» es indicativo de su ignorancia supina de la opinión mundial y una táctica manipuladora para socavar el escándalo moral dentro de su propio país. El encabezado de la primera plana del Financial Times (6/5/04) rezaba: «Un humilde Bush hace un voto de justicia a los árabes». El propósito del presidente es convertir estos crímenes contra la humanidad en un asunto de justicia «árabe».
Sin embargo, la justicia no es sólo un problema árabe, ni se obtendrá por medio de «votos» presidenciales. La injusticia está ligada de manera estructural e inexorable con las ocupaciones coloniales, las guerras y el imperio. El 6 de mayo de 2004, la BBC publicó extractos de un informe de Amnistía Internacional sobre Kosovo y la forma en que soldados de Naciones Unidas y de la OTAN (en su mayoría estadunidenses y europeos) «alimentan el negocio del sexo». Describe el caso de niñas de 11 años que son vendidas a los mercados del sexo de Bosnia y Kosovo (de 60 a 2 mil dólares cada una) y obligadas a trabajar en más de 200 burdeles (antes de la ocupación encabezada por Estados Unidos había sólo 18).
En Afganistán, miles de prisioneros fueron torturados y asesinados en contenedores de metal y arrojados a fosas comunes por señores de la guerra tribales supervisados por la CIA… Y la tortura es práctica rutinaria de interrogadores estadunidenses y de sus contrapartes israelíes.
El colonialismo saca a la luz la peor brutalidad de los ejércitos conquistadores. Hasta el más vil de los soldados -hombre o mujer- se siente superior a su prisionero, libre de aplicar al «otro», al «cabeza de trapo», toda la humillación que ha experimentado en la vida civil y militar. El alto mando militar, en general distante de la violencia sexual, del hedor de la orina y de las heces, de la vista de la sangre fresca o coagulada, de los gritos y gemidos de los prisioneros atormentados, deja la rienda suelta a sus subordinados, como beneficio lateral para quienes no reciben ganancias económicas de la guerra colonial y en cambio corren todos los riesgos de morir a manos de un combatiente de la resistencia.
Y ahora que el tufo de la muerte ha llegado a la opinión pública mundial y le ha causado repulsión, y que la tortura de iraquíes se ha vuelto conocida en todas partes, los generales y el presidente alegan ignorancia, demandan investigaciones, juegan con la ingenuidad del público de su país, que no está enterado de que desde 16 meses antes existe un informe militar de 53 páginas que proporciona todos los detalles de la participación de la CIA y de inteligencia militar en la tortura sistemática.
Ya aparecen fisuras en la monolítica estructura elitista que apoya las guerras coloniales de Washington en Medio Oriente. A fines de abril de 2004, Lakhdar Brahimi, enviado de la ONU que cuenta con el respaldo de Estados Unidos, criticó la política colonial de ese país, señalando que los iraquíes están cansados de que los soldados los detengan sin cargos, los retengan sin juicio, los torturen, les inflijan tratos brutales y a menudo los maten. El enviado expresó asimismo que las políticas coloniales de Israel y sus brutales ataques contra los palestinos constituyen «el gran veneno en la región», que mina los esfuerzos para asegurar la paz. De inmediato el régimen de Tel Aviv denunció al enviado y puso en movimiento su cadena de transmisión en Estados Unidos: todas las organizaciones judías importantes (la Liga Antidifamación, la Conferencia de Presidentes de Grandes Organizaciones Judías, el Comité Judío Estadunidense, etc.) se apresuraron a condenar y desacreditar a Brahimi. Hasta ahora todas las principales organizaciones judías de «derechos civiles» han apoyado el asesinato israelí de palestinos y ninguna ha condenado la tortura de prisioneros iraquíes, y ninguna lo hará, a menos que Sharon oprima el botón.
Decenas de diplomáticos estadunidenses en retiro se unieron a sus colegas británicos y condenaron la brutalidad de la ocupación colonial de Irak y la consideraron, junto con la purga étnica israelí de los palestinos, un obstáculo a los esfuerzos de paz.
La liga entre el colonialismo israelí, la guerra con Irak y el sionismo estadunidense se ha hecho del dominio público en todo el mundo, excepto en Estados Unidos, donde, según Abraham Forman, de la Liga Antidifamación (ADL, por sus siglas en inglés), «los grupos judíos se preocuparon desde el principio por el vínculo Israel-Irak pero lograron detenerlo». Añadió: «Ahora ha resurgido en forma aún más fea (sic) con Brahimi y la carta de los embajadores británicos» (The Forward, semanario judío neoyorquino, 5/5/2004). ¿Cómo logró la ADL «detener» las versiones de una liga Israel-Irak? Valiéndose de toda su influencia directa e indirecta en los medios masivos para censurar toda mención del tema y amenazando a periodistas, académicos y políticos con represalias financieras o, peor aún, con tildar de «antisemita» a cualquier crítico.
Los alegatos de inocencia de Bush y la campaña sionista en los medios masivos para negar los crímenes de Estado de Tel Aviv y Washington en Irak y Palestina han conducido a la gran mayoría del público estadunidense a permanecer pasivo ante las imágenes e informes de la bárbara tortura infligida por soldados del Pentágono a civiles iraquíes, si es que no de plano la apoya.
En cambio, las imágenes del tormento sistemático ejecutado en todo Irak no serán borradas de la mente de los ciudadanos del mundo por unas cuantas protestas de intelectuales en Estados Unidos. Lo escandaloso e indignante en el Estados Unidos actual es la ausencia de cualquier protesta pública en vista del conocimiento explícito de esa tortura de Estado. Peor que en Alemania, nuestro pueblo, nuestros intelectuales no pueden alegar que «no sabían», a pesar de haber recibido la «noticia» en la sala de su casa (con todo y los esfuerzos sionistas por «detener» el debate). O lo saben y se niegan a reconocerlo, o fingen no saber y se niegan a actuar, o no les importa lo que les ocurra a los «malditos árabes».
Hasta los «mejores y más brillantes» de nuestros intelectuales se niegan a contar la verdad sobre el vínculo entre la tortura en Irak e Israel, y sobre el papel de las organizaciones sionistas en la «detención» del debate. ¿Se trata de un caso de amnesia selectiva intelectual, de arraigadas lealtades irracionales, o de mera cobardía intelectual?