Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Después de cinco años de intensas negociaciones el (TPP) Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica, podría cristalizar a fines de este año. Se ha escrito mucho (y con razón) sobre las consecuencias negativas del TPP para los trabajadores estadounidenses. ¿Pero cuáles son las implicaciones internacionales del TPP, y en un mundo inundado de tratados bilaterales y multilaterales de comercio e inversión (hay más de 3.200 tratados internacionales solo de inversión), en qué medida éste es diferente?
Y como el futuro del capitalismo global parece depender de las relaciones entre China y EE.UU., ¿por qué no permite EE.UU. que el mayor exportador del mundo, China, (que ha mostrado interés) no se sume a las negociaciones del TPP?
Con el fenomenal crecimiento de muchos antiguos países del Tercer Mundo (o «mercados emergentes»), incluyendo China, que condujo a la expansión y aumento de la integración del capitalismo global, el mundo ideal previsto por los planificadores estatales estadounidenses en los años 40 y 50 -un mundo abierto y amigo de los negocios estadounidenses en particular y del capitalismo occidental en general- está siendo finalmente establecido más allá de sus sueños más descabellados. Virtualmente cada estado (aunque desigualmente) considera ahora igual el desarrollo nacional con la creciente competitividad internacional y hace que su nación sea segura para el capital global (lo que frecuentemente significa el capital estadounidense).
Geopolíticamente la destrucción de Afganistán, Irak, Libia, la actual guerra en Siria y la aparente mejora de las relaciones de EE.UU. con Cuba e Irán han reducido la lista de rivales regionales estridentemente «antiestadounidenses» (en otras palabras geopolíticamente independientes de EE.UU.), incluso si recientemente se ha vuelto a poner a Rusia en la lista.
Pero hay un inconveniente en estas siete décadas de expansión y consolidación del capitalismo global bajo la hegemonía de EE.UU.: China está mitad adentro, mitad afuera.
Por un lado la transformación de China de una de las principales naciones anticapitalistas y contrarias al imperialismo occidental del siglo XX a una de las naciones más ansiosas de integrarse al capitalismo global, en el siglo XXI, ha sido sorprendente, para decir lo menos, y ciertamente un beneficio para el capital estadounidense.
Por otra parte China, un bastión paradójico del capitalismo de Estado antiliberal/liberal, sigue siendo relativamente independiente geopolíticamente de EE.UU. De todas las grandes economías China es al mismo tiempo una de las más abiertas y cerradas al capital extranjero en el mundo. Muchos sectores relacionados con los escalones más elevados -como la banca, la energía, las telecomunicaciones y los servicios públicos- están totalmente cerrados al capital extranjero. Muchos otros sectores, sin embargo, están relativamente abiertos y la inversión extranjera ha penetrado China con mayor profundidad que en la mayoría de las demás grandes economías (como Japón). Especialmente aquellas con niveles de desarrollo similares.
No obstante, a pesar del papel central de la inversión directa extranjera en el crecimiento de China durante las últimas tres décadas, el Estado sigue manteniendo muchas más restricciones de la inversión extranjera que la mayoría de los países. En el Catálogo de Industrias para la Guía de Inversión Extranjera de 2015, China estipula 36 industrias en las cuales la inversión extranjera está totalmente prohibida y 38 en las que está restringida (las empresas extranjeras frecuentemente son obligadas a formar sociedades conjuntas con firmas chinas). Aunque había muchos más sectores restringidos cuando se publicó el primer Catálogo en 1995, el capital estadounidense quiere evidentemente que la liberalización de las industrias chinas vaya más lejos, más rápido.
El capital estadounidense también enfrenta problemas con la laxa protección de la propiedad intelectual (PI) extranjera en China. El Estado chino alienta a veces la copia de PI occidental mediante requerimientos de transferencia de tecnología y abundan los copiones e imitadores. Trenes de alta velocidad y bienes de consumo como los farmacéuticos, vestimenta y productos electrónicos son todos blancos legítimos. Los consumidores chinos incluso usaban «relojes Apple» producidos ilegalmente meses antes de que Apple ofreciera su propia versión.
China ya no es solo el «taller del mundo» y una plataforma extraexplotable de exportación para capital extranjero, ya es uno de los mercados de consumo más importantes para una variedad de sectores, incluyendo automóviles, smartphones, artículos de lujo y comida rápida. La creciente importancia del mercado de consumo chino hace que la protección de la PI y el arbitraje entre inversionistas sea una prioridad para grandes compañías globales. Pero los inversionistas han descubierto hace tiempo que el estado intransigente y nacionalista chino, con su antojadizo sistema legal, es un protector poco fiable de sus intereses en China.
Por lo tanto, aunque ciertamente China ha abandonado su visión del mundo anticapitalista, e incluso es acusada de neocolonialismo al estilo europeo por algunas dirigentes africanos por sus prácticas de inversión (una acusación particularmente irónica ya que China apoyó muchas luchas anticoloniales en África en los años 50 y 60, la clase gobernante de China -tal como se manifiesta en el Partido Comunista Chino (PCC)- no prioriza los intereses del capital extranjero ni la hegemonía estadounidense.
En su lugar, el PCC prioriza el mantenimiento de su propio poder. Algunas veces esto involucra la apertura al capital extranjero en ciertos sectores para impulsar la acumulación y la modernización tecnológica, pero en general la economía china es de propiedad estatal y dirigida por el Estado, y las empresas de propiedad estatal (EPE) todavía ocupan un lugar de honor en la mayoría de los altos escalones. El capital extranjero se queja amargamente por el trato preferencial dado a las EPE, especialmente a través del financiamiento y el sistema legal.
El éxito económico de China durante las últimas tres décadas también ha convertido su versión del capitalismo de Estado en un fanal para otros países. Brasil la aprecia cada vez más, Rusia -bajo Putin- la ha reforzado y se puede decir que India, para no mencionar a Francia, nunca la ha abandonada. Por supuesto EE.UU. también nacionalizó partes del «sector privado» (AIG, Chrysler, Citigroup, Fannie Mae y Freddie Mac o General Motors (para nombrar algunos de los ejemplos destacados) después del crash de Wall Street en 2008, pero estas medidas fueron vistas en gran parte como temporarias y una desviación de la norma liberal de separación de lo público y lo privado, una norma que no existe en China.
China ciertamente no ofrece una alternativa al capitalismo global, ni siquiera a la hegemonía de EE.UU. en su interior. China no tiene la capacidad (ni la voluntad) de crear un orden alternativo a la hegemonía de EE.UU., simplemente quiere aumentar su parte de la torta y ser tratada como un socio igual en lugar de un subordinado del Tercer Mundo (o un vasallo del Primer Mundo, como Japón).
El Banco Asiático de Inversión en la Infraestructura, el Banco de los BRICS, el Fondo de la Ruta de la Seda y otras iniciativas chinas no se proponen desafiar las instituciones dominadas por EE.UU. como el FMI y el Banco Mundial, que las siguen apoyando, financiando y en las cuales participan plenamente.
Se proponen, más bien, asegurar más influencia para China y aumentar su campo de maniobra en la economía política global, en particular en el este de Asia. Similares renegociaciones de la gobernanza global ocurrieron en los años 70 cuando el renacimiento de Europa Occidental y de Japón aumentó la presión para la creación del G7 y la Comisión Bilateral, por ejemplo. Pero todos estos permanecieron bajo el manto de la hegemonía estadounidense.
El deseo de China de conseguir más influencia global es conformado por las particularidades de su sistema económico, capitalismo de Estado bajo el control de un partido autoritario. Aunque las elites chinas han sido los principales beneficiarios de la integración de China en el capitalismo global, a diferencia de Japón o Corea del Sur, no es probable que acojan pronto la democracia liberal y tienen que evitar que aparezcan demasiado subordinadas a EE.UU.
Esto es porque la legitimidad del PCC depende no solo del continuo crecimiento económico sino también de la rectificación del «Siglo de Humillación» de China de 1939 hasta 1949, cuando China fue continuamente invadida por las potencias occidentales y Japón. Con la reducción progresiva de la lucha anticapitalista como ideología legitimadora (aunque todos los estudiantes universitarios todavía deben pasar exámenes de «marxismo») el PCC ahora quiere posicionarse como la fuerza legítima para devolver China a su sitio histórico bajo el sol como «Reino del Medio».
En esto reside la incertidumbre para el orden económico liberal en el este de Asia, apuntalado por la hegemonía estadounidense. Las elites chinas se han beneficiado masivamente de su integración con este orden, pero la continuación de su legitimidad dentro de China depende de un proyecto nacionalista etnocéntrico que corre el peligro de convertirse en «demasiado antiliberal» desde el punto de vista de Occidente. La rápida modernización militar china y las crecientes disputas territoriales en los mares del este y del sur de China son aspectos de esta situación.
Entonces aparece el TPP.
El secretario de defensa de EE.UU. Ashton Carter lo comprendió bien cuando declaró que la firma del TPP es más importante que enviar otro portaaviones al este de Asia. Un factor esencial tras la longevidad del poder estadounidense en la era posterior a la Segunda Guerra Mundial es su capacidad de permear otras economías de una manera que alinea estructuralmente los intereses de sus clases dominantes con los intereses de la hegemonía estadounidense. Las elites japonesas apoyan firmemente la hegemonía de EE.UU. no porque se sientan forzadas a hacerlo, sino porque lo hacen en función de sus propios intereses.
Las elites chinas ya dependen del capitalismo global, pero para asegurar que siga siendo así en el futuro previsible, EE.UU. necesita su mayor liberalización e integración con el capital global -y por tanto la dependencia de este- (esencialmente corporaciones estadounidenses), finanzas globales (centradas en Wall Street y la Reserva Federal de EE.UU.) y de exportaciones a consumidores occidentales (especialmente estadounidenses).
Por cierto, no todo tiene que ver con China. EE.UU. ha estado presionando a Japón para que liberalice su economía desde los años 70 y el TPP continúa esta búsqueda presionando a agricultores y fabricantes de automóviles japoneses. Malasia, México y Vietnam son importantes plataformas de exportación que compiten con China por capital extranjero. Australia, Canadá y Nueva Zelanda son importantes aliados de EE.UU. En términos generales, mientras más países liberalizan, más abiertos se hacen a la influencia estadounidense. Pero todos, incluyendo a los chinos, saben que el TPP tiene que ver sobre todo con China, convirtiéndolo en uno de los acuerdos comerciales más geopolíticamente orientados de todos los tiempos.
El TPP tiene que ver con el establecimiento de las normas y reglas del futuro, encerrando a las regiones más dinámicas del globo -Asia oriental, y especialmente China- en el capitalismo global centrado en Estados Unidos. Si EE.UU. puede forjar estándares comunes en la protección de la PI y el arbitraje de inversionistas con Japón y Europa Occidental mediante el TTIP [Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones], Occidente puede seguir fijando las reglas de intercambio para el resto del mundo.
Por lo tanto, si China quiere continuar su integración con el capitalismo global (lo que tiene que hacer, porque una aguda disminución en el crecimiento económico debilitaría la autoridad del PCC), entonces China se verá presionada a seguir liberalizando y armonizando sus reglas y regulaciones según los «estándares internacionales» establecidos por Occidente. El ajuste a la creciente liberalización también reducirá la prominencia de cualquier modelo alternativo coherente de «capitalismo de Estado» para que sea adoptado por otros.
Esto es lo que algunos llaman «poder estructural», la capacidad de fijar las reglas y normas del sistema de modo que otros tengan pocas alternativas aparte de ajustarse. El poder estructural es frecuentemente más efectivo que el «poder relacional» o simplemente tratar de obligar a otros a hacer algo. Y explica por qué China, a pesar de expresar un interés en participar, está siendo excluida de las negociaciones del TPP, para que no pueda alterar las reglas.
Los artífices del TPP están estructurando el acuerdo para que sirva a sus propios intereses: protección de los derechos de propiedad intelectual y arbitraje de inversionistas facilitan la continuación de la dominación de las mayores corporaciones del mundo, que siguen siendo europeas, japonesas y sobre todo estadounidenses.
La protección de la propiedad intelectual asegura que los sectores de conocimiento avanzado, como la industria farmacéutica, mantengan sus saludables márgenes de beneficios (y que a los pobres se les nieguen medicamentos que salvan la vida). La agroindustria estadounidense se beneficiará de la apertura del sector agrícola de Japón, y Nike se beneficiará de la mayor liberalización de Vietnam (donde fabrica la mayor parte de sus zapatos).
Para comprender qué intereses se están sirviendo simplemente hay que notar que los representantes comerciales de EE.UU. van acompañados de más de seiscientos «asesores corporativos» a las negociaciones, que están envueltas en el secreto. ¿Asesores laborales? Ninguno.
El TPP también facilitará que las corporaciones transnacionales demanden a los Gobiernos regulaciones laborales, ecológicas, sanitarias, de seguridad y otras, a fin de obtener compensación con dineros públicos por «pérdida de ganancias futuras» debidas a la «expropiación». Los mecanismos de resolución de disputas entre inversionistas y estados -que ya existen en numerosos tratados internacionales de inversión- serán consolidados y fortalecidos en el TPP para asegurar un solo estándar, más predecible, para la cantidad récord de nuevos casos.
Un caso semejante en 2011 involucró a Philip Morris, que invocó el tratado de inversión de 1993 entre Hong Kong y Australia por la «expropiación» de su propiedad intelectual. Australia aprobó algunas de las leyes de envase de cigarrillos más estrictas del mundo, cubriendo los paquetes con espantosas fotografías de tumores y eliminó el logo de marca de Philip Morris del frente. El TPP facilitará que las corporaciones cuestionen las políticas de salud pública y otras políticas en tribunales supranacionales, evadiendo las instituciones legales interiores.
El TPP está bajo presión en EE.UU., especialmente por parte de grandes sindicatos que argumentan que décadas de acuerdos comerciales y de inversión han aumentado el poder del capital sobre los trabajadores, llevando a la subcontratación en el extranjero de puestos de trabajo en la manufactura, aumentando vertiginosamente los niveles de desigualdad.
(Muchos en la UE se oponen al, todavía mayor, TTIP por razones semejantes, pero con más énfasis en arbitraje entre estados e inversionistas).
Si se aprobase, el TPP sería el más expansivo tratado comercial y de inversión en la historia, abarcando un 40% del PIB mundial, un tercio de sus exportaciones y casi la mitad de la inversión extranjera directa del mundo.
Probablemente daría un nuevo impulso a las negociaciones del TTIP, que se han atascado debido a las protestas masivas, incluyendo una petición con más de un millón de firmas. Presionaría a China a liberalizar aún más y a alinearse con los intereses del capital estadounidense, mientras el TPP se convierte en el modelo para futuros acuerdos megarregionales y de comercio e inversión. Sobre todo reforzaría aún más el poder del capital sobre los trabajadores en EE.UU. y en el exterior, asegurando que las regulaciones corporativas, laborales, y ecológicas se mantengan permisivas.
Por estos motivos es obvio que debemos oponernos al TPP, para no hablar de cualquier acuerdo internacional que realce el poder del capital. En lugar de acuerdos de «libre comercio» que protegen a inversionistas y corporaciones, la izquierda debería luchar por acuerdos internacionales que fortalezcan los estándares laborales y ecológicos (fijando medidas que se puedan hacer cumplir más allá de la simple retórica), proteger y nutrir el poder independiente de los sindicatos e imponer mayores regulaciones y controles del capital, incluyendo su movilidad.
Pero esto tiene que ocurrir en el contexto del cambio del equilibrio de las fuerzas sociales contra el capital en cada nación. Con los antiguos Segundo y Tercer Mundo (especialmente China) integrados ahora más profundamente que nunca en el capitalismo global, esta lucha es particularmente urgente en el centro del capitalismo global, EE.UU.
Sean Starrs es profesor asistente de relaciones internacionales en la City University of Hong Kong y afiliado de investigación en el Massachusetts Institute of Technology.