Cuando hablamos de la RBU en el marco del feminismo descubrimos las tensiones entre aquellas que apuntan a medidas de igualdad en el ámbito laboral y otros sectores para los que es prioritario mejorar las condiciones de vida de las mujeres. MARÍA ROMERO GARCÍA En Buenos Aires durante los años duros de la crisis, un […]
Cuando hablamos de la RBU en el marco del feminismo descubrimos las tensiones entre aquellas que apuntan a medidas de igualdad en el ámbito laboral y otros sectores para los que es prioritario mejorar las condiciones de vida de las mujeres.
MARÍA ROMERO GARCÍA
En Buenos Aires durante los años duros de la crisis, un grupo de trabajadores fueron despedidos en bloque de una cadena de televisión. Entre ellos estaba mi amigo Sergio. Una noche, cenando con los compañeros para llorar las penas y conjurar el miedo juntos, alguien -borracho- dijo:
– Más que buscar trabajo deberíamos hacer un programa en el que el premio sea un trabajo.
Es la típica cosa que se le ocurre a uno bajo los efectos del alcohol, pero hay momentos de la historia donde ocurrencias de borracho cobran todo el sentido. El programa se hizo y fue un éxito. En él, hoteles, bares o tiendas ofrecían un empleo de una duración determinada que constituía el premio del reality. La producción era muy barata y consistía en un grupo de personas que para competir por la recompensa tenían que contar su historia personal. Quien conseguía la simpatía del público, daba más pena o parecía tener más aptitudes de algún tipo, ganaba el puesto. Mi amigo se dedicaba a hacer el casting para seleccionar los casos.
– Es una de las cosas más duras que he hecho en mi vida, decía.
Hombres que lloraban suplicando ser seleccionados. Mujeres -y también hombres- que le ofrecían mamadas o noches completas. Desgracias que se iban desgranando una a una en sus oídos cada día en los que cientos de personas rogaban ser parte de un concurso para optar -con un poco de suerte- al gran premio: la oportunidad de trabajar. El sueño fordista se había convertido en la pesadilla post de un país quebrado que había traicionado todas las promesas del desarrollo. Sin trabajo no hay vida posible ni consideración de uno mismo, pero, ¿hay o habrá trabajo para sostener esas vidas?
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En casa de mi madre, un día me encontré un niño desconocido de apenas un año. Era Pedro, el hijo de una vecina que acaba de encontrar trabajo de camarera de piso y tenía una emergencia porque el padre del niño no podía -o quería, no me quedó claro- hacerse cargo de él. Como la mujer era emigrante y no tenía una red en la que sustentarse había pedido un favor a la señora esa tan amable del quinto. Mi madre jugaba sonriéndole al bebé pero me preguntaba a mí preocupada qué iba a hacer esta chica si no encontraba escuela infantil para Pedro. Camarera de piso en Mallorca. Ese empleo de jornadas extenuantes -con numerosas secuelas físicas para las trabajadoras infrapagadas- y cada vez más inestable que la vecina tenía que hacer por 800 euros al mes mientras buscaba un sitio donde colocar a su pequeño.
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En la intersección entre estas dos anécdotas se encuentran la crisis del trabajo y la crisis de cuidados.
Evidentemente, los niveles de paro ahora no son tan desesperantes como los de la crisis argentina, ni la española reciente cuando alcanzamos el 27% de paro. La realidad, sin embargo, es que en general el crecimiento en los países ricos ya no se corresponde con el aumento de la demanda laboral. (Y en nuestro país los que se crean son temporales y muy precarios). «El mercado laboral ha fracasado, como casi todos los demás. Ya no hay bastantes trabajos disponibles y los que quedan ya no sirven para pagar las facturas», explicaba James Livingston en este artículo. Mucho se ha escrito de estas transformaciones y de lo que se ha llamado el fin del trabajo.
Aunque nuestras sociedades se han estructurado en torno a él, en realidad ya no va a haber trabajo para todos -si es que alguna vez lo ha habido-. Al menos asalariado, porque trabajar, todos trabajamos de múltiples maneras. La economía feminista lleva tiempo diciendo que lo que hacemos para satisfacer las necesidades humanas también es trabajo, trabajo de cuidados o de reproducción social. Esas tareas que, como sabemos, recaen fundamentalmente en las mujeres, han constituido el principio sobre el que se han articulado las desigualdades de carácter material asociadas al género. «Desde el mismo momento en el que la izquierda aceptó el salario como línea divisoria entre trabajo y no trabajo, producción y parasitismo, poder potencial e impotencia, la inmensa cantidad de trabajo que las mujeres llevan a cabo en el hogar para el capital escapó a su análisis y estrategias», dice Silvia Federici en El patriarcado del salario (Traficantes de Sueños). En este libro, Federici discute con el marxismo precisamente por su olvido del ámbito reproductivo y por tanto, la relegación del trabajo doméstico y de los hogares como espacios de lucha.
La familia suponía la institucionalización de nuestro trabajo no remunerado, de nuestra dependencia salarial de los hombres y la manera de resistir de las mujeres de la generación feminista de los 70 fue fundamentalmente buscar la emancipación saliendo del hogar en pos de un salario. Las consecuencias de eso han sido liberadoras para las mujeres, que cada vez ocupamos más espacios, pero nuestra libertad ha contribuido a eso que llamamos la «crisis de cuidados». Porque, ¿quién cuida si no lo hacemos nosotras? ¿El Estado, el mercado, los hombres? Por otra parte, salir en masa al mercado laboral no nos libró del trabajo no remunerado: la doble jornada que todavía persiste. También asistimos a una crisis de natalidad, «desafección a la maternidad» decían algunas autoras de los setenta. Tener hijos y ocuparse de ellos penaliza en el mercado laboral, la extensión de la precariedad y la contracción de los servicios de nuestro -ya parco- Estado del bienestar también han contribuido a que tengamos menos hijos o a que encontremos problemas para atenderlos en condiciones. Las características del empleo, inestable, mal pagado y muchas veces con horarios que cambian día a día, hace más difícil todavía organizar los tiempos para cuidar. Sobre la base de los grilletes de la ley de extranjería, las trabajadoras domésticas están subvencionando indirectamente nuestros cuidados con sus malas condiciones de trabajo -y no es una posibilidad para todas. Pero, ¿qué pasa si las mujeres queremos cuidar?
Derecho a cuidar
Las luchas por acceder al mercado de trabajo en igualdad de condiciones todavía están muy presentes y hoy disfrutamos muchas de sus conquistas. Entre ellas, haber descubierto que la maternidad no es nuestro destino «biológico» ni la familia nuestro principal espacio de realización y felicidad. Sin embargo, en los años setenta, algunas feministas del ámbito de la autonomía -un marxismo de carácter libertario- ya advertían de que el trabajo asalariado no era ese ámbito de liberación ideal que pudiese constituir la principal aspiración de un feminismo emancipador. «No consideramos que conseguir un salario suponga la revolución. Nuestro objetivo es no tener precio, valorarnos fuera del mercado», decía Silvia Federici. La perspectiva era que, dentro del capitalismo, tal y como está organizada la sociedad en torno a la producción y acumulación de beneficios, era difícil que el trabajo fuera de casa no fuese sino otra jaula más. Hoy, además, los peores trabajos están feminizados -es decir, son realizados en su mayoría por mujeres- tienen menos derechos, son más precarios y muchos están vinculados al sector servicios, donde se dan las mayores tasas de explotación. No nos ofrecen solo el «derecho a trabajar», sino que nos ofrecen el derecho a trabajar más, el derecho a estar más explotadas.
Hoy, podemos encontrar también algunas tensiones entre varios feminismos. Unos piden medidas todavía enfocadas a la inclusión de la mujer en el mercado de trabajo en igualdad de condiciones con los hombres. Estas políticas quieren promover un Estado del bienestar del pleno empleo al que todavía no sabemos si podemos volver. Mientras que otras voces reclaman un replanteamiento total: no subordinar la esfera reproductiva a la productiva. No tener que escoger entre ellas. Ahora organizamos el tiempo para los nuestros en los huecos que nos deja el trabajo, pero ¿podría ser de otra manera? Para ello, evidentemente tendría que dar un vuelco toda la organización social. Descentralizar el trabajo, por así decir, o como señalan Inés Campillo y Carolina del Olmo, «que la solución no pase por conseguir que las vidas de las mujeres se parezcan a lo que ha sido la vida tradicional de los varones: trayectorias laborales a tiempo completo y ascendentes y con poco tiempo para cuidar», sino que nuestros objetivos tendrían que ser políticas destinadas a desvincular la protección social del ámbito del empleo -que es como tradicionalmente se han estructurado nuestros estados del bienestar. Es decir, un cambio radical en los planteamientos más habituales.
Campillo y del Olmo hablan de reivindicar el «derecho a cuidar». (En los setenta luchamos para dejar de cuidar como obligación, ahora queremos poder hacerlo en condiciones si lo deseamos.) También proponen reducir las jornadas laborales y redistribuir de verdad el trabajo. Todavía parece alejado de nuestra realidad, pero en las recientes huelgas de los obreros del sector del metal alemanes también reivindicaban las 28 horas semanales para poder cuidar. Algo está cambiando ya. Pero cuando pedimos disponer de más tiempo no solo hablamos de dedicarnos a los cuidados, también hablamos de poder hacer cualquier otra cosa: quedar con amigas -reforzar nuestra red social haciendo favores-, ir a manifestaciones, dibujar, estudiar o «comer plátanos en una hamaca«, como decía del Olmo. Claro que para ello necesitamos, además de tiempo, renta para sobrevivir.
Darse dinero libera del dinero
Cuando hablamos de desvincular derechos sociales de empleo, la medida más discutida de nuestro tiempo es sin duda la Renta Básica Universal (RBU), un ingreso mínimo suficiente para cubrir las necesidades básicas que se daría, sin condiciones, a todo ciudadano. El pasado mes de marzo, una movilización de carácter estatal –la Marcha básica– la enarboló como principal demanda.
Cuando hablamos de la RBU en el marco del feminismo descubrimos otra vez las tensiones entre aquellas que apuntan a medidas de igualdad en el ámbito laboral y otros sectores para los que es prioritario mejorar, desde ya, las condiciones de vida de las mujeres. El sesgo de clase está muy presente aquí también. Si nos atenemos a los niveles de explotación que las trabajadoras de los servicios tienen que enfrentar día a día, es poco probable que pensemos que el trabajo puede ser un ámbito de emancipación para ellas. Así como es muy difícil defender que no es una buena idea para ellas disponer de una renta con la que podrían mejorar su relación de fuerzas a la hora de aceptar o no un trabajo.
Por otra parte, otra serie de objeciones contra la RBU están relacionadas con la posibilidad de que exista una aplicación de la misma «desde arriba» que, lejos de constituir una conquista, acabe justificando la privatización de servicios públicos esenciales, que también afectaría al sector de los cuidados como la sanidad, las guarderías públicas o las residencias. El argumento: «Os damos dinero para que compréis estos servicios que, por tanto, ya no es necesario que ofrezca el Estado». Es decir, una nueva fase de acumulación por desposesión impulsada por una reivindicación desde abajo.
Es necesario, por tanto, que la RBU sea una demanda que vaya ligada a la defensa de los servicios públicos, a nuevas luchas que mejoren las condiciones de trabajo, que reivindiquen nuevos derechos o la protección de otros que han sido paulatinamente desprotegidos como el de la vivienda. Es de perogrullo que la renta básica no va a acabar con el capitalismo, tampoco las luchas de fábrica por mejorar salarios lo pretendían, cuando los obreros y obreras peleaban por más dinero, más poder y menos trabajo, por recuperar lo que les había arrebatado el trabajo previamente: tiempo, trabajo, salud, vida.
Tendrá que desarrollarse un conflicto político porque nunca nos han regalado nada. Que conseguir la renta básica sea una victoria o una derrota estará relacionado con la fuerza que hayamos conseguido alcanzar con nuestra lucha. De esta fuerza dependerá que el objetivo sea una oportunidad para que el capital organice de forma más racional el poder de mando sobre nuestro trabajo -y nuestras vidas- o una oportunidad para que nosotras lo debilitemos en pos de un mayor poder social y más libertad para cuidar o comer plátanos tumbadas en una hamaca
Fuente: http://ctxt.es/es/20180411/Firmas/19006/Crisis-trabajo-cuidados-renta-basica-feminismo.htm