El termino «mercado de trabajo» da nombre a muchas asignaturas en las facultades de ciencias económicas y a muchos libros, académicos y de divulgación. Su utilización se sostiene en una mezcla de tradición y de sentido común. Pero, como sucede a menudo en la economía, el lenguaje, lejos de ser una herramienta neutra, aséptica o […]
El termino «mercado de trabajo» da nombre a muchas asignaturas en las facultades de ciencias económicas y a muchos libros, académicos y de divulgación. Su utilización se sostiene en una mezcla de tradición y de sentido común. Pero, como sucede a menudo en la economía, el lenguaje, lejos de ser una herramienta neutra, aséptica o inocua, contiene un relato, casi siempre al servicio de los que detentan posiciones de privilegio.
El mercado de trabajo es un mercado y funciona -o, mejor dicho, debe funcionar- como cualquier otro mercado. Esta sería la piedra angular de ese relato. Pero cabe preguntarse ¿existe un mercado, en singular, que sirva como referencia a la hora de organizar el trabajo? Se desliza la idea de que sí, que en efecto existe ese mercado , dotado de atributos que aseguran una utilización óptima de los recursos productivos; un mercado gobernado por las leyes de la competencia perfecta, sin trabas ni restricciones, donde los precios se forman a partir de la intersección de oferentes y demandantes, y donde los diferentes actores actúan racionalmente , manejando toda la información a su disposición.
Sabemos, sin embargo, que la realidad nada tiene que ver con esa descripción -idealizada, más que estilizada- de los mercados. Utilizo el plural porque el singular es inapropiado, confunde más que aclara. Existen diferentes procesos y lógicas mercantiles, donde, por cierto, no se reconocen ni se visualizan las supuestas «leyes» de la competencia perfecta.
La economía realmente existente -la que interesa analizar y, en lo que a mi concierne, la que hay que transformar- está dominada y atravesada por las imperfecciones , las trabas y restricciones, por los oligopolios y las grandes corporaciones, por el poder que los privilegiados tienen para fijar las reglas del juego, por la colisión de intereses , por unas relaciones jerárquicas que determinan la muy desigual capacidad de apropiación del ingreso y de la riqueza.
Si esta es la realidad, entonces ¿por qué seguir alimentando el mismo mantra? La razón acaso se encuentre en que el relato dominante , por simple y falaz que pueda parecer, es como una neblina adormecedora, que desvía la atención y nos aleja del análisis y de la comprensión de la verdadera naturaleza de los mercados, y, quizá lo más importante, de los intereses que se cobijan en los mismos. Juega un papel.
Pese a todo ello, pese a no existir el mercado con mayúsculas, se sigue insistiendo en la idea del mercado de trabajo, pretendiendo que las leyes de ese supuesto mercado deben regir la dinámica laboral .Llegamos así a un punto crucial del razonamiento de la economía convencional, pues la implementación de los principios de la competencia perfecta -que, no lo olvidemos, no existen en el mundo de la economía real- lleva a afirmar que hay que reducir la presencia de las instituciones , presencia que es interpretada como una injerencia, como una anomalía que está en el origen de toda suerte de ineficiencias y despilfarros.
Esa intromisión lleva, siguiendo este discurso, a que las instituciones ocupen espacios reservados al mercado, impidiendo o limitando la libre actuación de las fuerzas de la oferta y la demanda. La distorsión generada -salarios más elevados de los que fija el mercado- está en el origen del desempleo. Y aquí llegamos al clímax de la retórica neoliberal. Los trabajadores que tienen un empleo (y los sindicatos que los representan), al exigir salarios superiores a los que establece el mercado, son los culpables del desempleo. La solución: liberalizar el «mercado de trabajo»; en especial, debilitar la capacidad negociadora de los trabajadores y de las organizaciones sindicales. El bucle perfecto.
¿Dónde queda la responsabilidad del capitalismo y de los ciclos expansivos y recesivos que inexorablemente recorren su trayectoria? ¿y la de las relaciones de poder, determinantes de una lógica económica que beneficia al capital frente al trabajo? ¿y la evidencia de que unos salarios bajos son compatibles con un desempleo elevado? Simplemente, estos y otros factores de necesaria consideración para entender el componente estructural, sistémico del desempleo han desaparecido del espacio de la reflexión y, por supuesto, de los responsables políticos.
Por darle significado concreto al término instituciones y no dejarlo en el limbo de las generalizaciones sin contenido, estamos hablando de negociación colectiva y de presencia de las organizaciones sindicales en la misma, de salario mínimo, de la prestación por desempleo, de los procedimientos de contratación y despido, de la formación profesional en los centros de trabajo, de la regulación de los tiempos de descanso y de los periodos vacacionales, de la normativa en materia de salud e higiene… y de otras muchas cosas que tienen que ver con las condiciones de trabajo. Estamos hablando en definitiva de un conjunto de aspectos que la Organización Internacional del Trabajo engloba bajo el rubro de «trabajo decente» , en oposición a la «indecencia» de contratos que tiene un porcentaje creciente de los trabajadores, y que han crecido antes y durante la crisis.
Quienes, apelando a la supuesta ineficiencia de las instituciones laborales, sostienen la necesidad de introducir en este ámbito más mercado y menos regulación están cuestionando -lo digan o lo oculten- derechos laborales y ciudadanos básicos. Pero esos derechos forman parte de la quinta esencia de la vida de las personas, que lo son, además de ser trabajadores. Se trata de una dimensión vital que no puede quedar al arbitrio de los designios del mercado, ni de las manos visibles (y poderosas) que los gobiernan. Por eso, el mercado de trabajo no es ni puede ser considerado como un mercado más.
Una última cuestión sobre la que invito al lector a reflexionar es la utilización palabra «trabajo». Se trata de otra argucia del lenguaje, de otro salto en el vacío en absoluto inocente. En realidad, no se está hablando de trabajo sino de empleo. De ninguna manera podemos aceptar la equiparación de ambos conceptos. El referido al «trabajo» desborda con mucho el perímetro del más restrictivo «empleo», que presupone la existencia de una relación mercantil y, como consecuencia de la misma, de una contrapartida monetaria.
Existe un sinfín de actividades que podemos denominar trabajo, aún cuando su ejercicio no suponga recibir a cambio una remuneración, y que son consustanciales a la personalidad compleja y poliédrica de las personas, actividades artísticas, culturales, formativas o simplemente que enriquecen el ocio, y que una sociedad equitativa y progresista debe preservar y proteger (no entraré en el debate, complejo pero también necesario de la renta básica universal). Se trata de actividades que las personas realizamos por el puro placer de llevarlas a cabo. Esta parcela del ser humano -el tiempo dedicado al ocio creativo- sólo es contemplado por la economía convencional en el dilema, falso y artificioso, empleo-ocio de la función de utilidad.
También hay que referirse a lo que genéricamente se denomina como cuidados. Este trabajo no está adecuadamente reflejado en las estadísticas, se realiza en su mayor parte de manera gratuita, no se valora socialmente, y es garantizado sobre todo por mujeres, en un contexto de división patriarcal del trabajo. Se ha convertido en una pieza imprescindible en el funcionamiento del capitalismo . No sólo porque en horas de trabajo y población comprometida, esta economía en la sombra tiene más relevancia que la oficial, la que cuantifica las cuentas nacionales. También porque reduce el coste de reproducción de la fuerza de trabajo, que no es asumido por las empresas, constituye un poderoso ejército de reserva que contribuye a mantener bajos los salarios y suministra servicios a la población sin coste alguno para el Estado.
Con estas reflexiones pretendo llamar la atención sobre la necesidad y la urgencia de elaborar un relato alternativo al del poder. La economía crítica -en toda su enriquecedora diversidad de visiones- lo tiene en lo que se refiere al origen de la crisis económica, a las políticas llevadas a cabo y a los resultados cosechados por las mismas. Ese relato alternativo debe apuntar también a los conceptos, al lenguaje, al «sentido común» que sostiene el discurso dominante, pues todo ello, utilizado por los poderosos, contribuye a consolidar el actual estado de cosas.
Fernando Luengo es profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de Podemos del círculo de Chamberí.