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Trabajo y alienación versus bienestar y libertad

Fuentes: Rebelión

I. El ser humano superó el estado de naturaleza (en el que se alimentaba y se abrigaba con lo que encontraba en torno suyo en estado silvestre) desde que, para sobrevivir, comenzó a fabricar y utilizar los primeras utensilios y a servirse del fuego para transformar el medio natural que lo rodeaba. Es decir elaboró […]

I. El ser humano superó el estado de naturaleza (en el que se alimentaba y se abrigaba con lo que encontraba en torno suyo en estado silvestre) desde que, para sobrevivir, comenzó a fabricar y utilizar los primeras utensilios y a servirse del fuego para transformar el medio natural que lo rodeaba. Es decir elaboró objetos para satisfacer sus necesidades. En términos económicos, fabricó valores de uso. Diversos factores (el clima, el azar, la observación, las herramientas disponibles) condujeron del consumo de vegetales silvestres y de la carne de caza a la agricultura y a la cría de ganado, lo que dio lugar en algunos casos a la acumulación de excedentes que pasaban de mano ya sea por apropiación violenta o mediante el intercambio.

La apropiación violenta incluía con frecuencia la muerte del expropiado, que a veces servía también de alimento al vencedor, salvo cuando éste consideró más útil conservar al vencido como esclavo, al que alimentaba con lo mínimo indispensable a cambio de que trabajara para él.

Así comenzó la explotación del hombre por el hombre, que continúa hasta hoy.

En el Primer Manuscrito (El trabajo enajenado), párrafo XXIII, escribe Marx:

«…Ciertamente el trabajo produce maravillas para los ricos, pero produce privaciones para el trabajador. Produce palacios, pero para el trabajador chozas. Produce belleza, pero deformidades para el trabajador. Sustituye el trabajo por máquinas, pero arroja una parte de los trabajadores a un trabajo bárbaro, y convierte en máquinas a la otra parte. Produce espíritu, pero origina estupidez y cretinismo para el trabajador.

La relación inmediata del trabajo y su producto es la relación del trabajador y el objeto de su producción. La relación del acaudalado con el objeto de la producción y con la producción misma es sólo una consecuencia de esta primera relación y la confirma. Consideraremos más tarde este otro aspecto.

Cuando preguntamos, por tanto, cuál es la relación esencial del trabajo, preguntamos por la relación entre el trabajador y la producción.

Hasta ahora hemos considerado el extrañamiento, la enajenación del trabajador, sólo en un aspecto, concretamente en su relación con el producto de su trabajo. Pero el extrañamiento no se muestra sólo en el resultado, sino en el acto de la producción, dentro de la actividad productiva misma. ¿Cómo podría el trabajador enfrentarse con el producto de su actividad como con algo extraño si en el acto mismo de la producción no se hiciese ya ajeno a sí mismo? El producto no es más que el resumen de la actividad, de la producción. Por tanto, si el producto del trabajo es la enajenación, la producción misma ha de ser la enajenación activa, la enajenación de la actividad; la actividad de la enajenación. En el extrañamiento del producto del trabajo no hace más que resumirse el extrañamiento, la enajenación en la actividad del trabajo mismo.

¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo?

Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a si mismo, sino a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humanos, actúa sobre el individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo». [1]  

El profesor José Antonio Noguera, de la Universidad Autónoma de Barcelona, en un artículo publicado en 2002, [2] ha estudiado y desmontado las críticas formuladas contra el concepto de trabajo de Marx, rescatando el enfoque marxista.

Escribe Noguera:

«Pero, ¿por qué abordar esa tarea desde la teoría social de orientación marxista o «marxiana»? Hay dos razones para ello: en primer lugar, porque se trata de la tradición teórica que más decididamente se inspira en valores emancipatorios al servicio de una transformación social que aumente los grados de autonomía y autorrealización de los individuos; más concretamente, se trata de la tradición que más ha renunciado a cualquier tipo de esencialismo ahistórico que decida de antemano sobre «la naturaleza» de un fenómeno como el trabajo humano (y ello tiene implicaciones que se tratarán más abajo).

Pero también, en segundo lugar, porque la tradición marxista es una de las menos estudiadas por lo que se refiere al tema que nos interesa: los estudios teóricos e históricos sobre el concepto de trabajo casi nunca la tratan de forma sistemática. Y no se trata únicamente de que esta tradición haya sido poco estudiada por lo que se refiere al concepto de trabajo (algo, por cierto, bastante paradójico para una corriente intelectual que se basa en gran parte en ese concepto); hay que decir también que se trata de la peor estudiada: los prejuicios, tópicos, lugares comunes y lecturas de segunda mano -sobre todo en Marx- se han extendido sobremanera en la literatura sobre el concepto de trabajo.

Quizá sea necesario aclarar que cuando se habla de «marxistas», normalmente se incluyen dentro del término escuelas, corrientes de pensamiento y autores muy diversos entre sí e incluso opuestos en muchos sentidos. Desde luego, es de rigor el diferenciar entre Marx y los marxistas posteriores que decían inspirarse en él, pero también el distinguir entre diversas clases de marxismo.

En este sentido, las aportaciones más interesantes para el análisis del concepto de trabajo provienen sin duda de lo que Perry Anderson (1973,1976) o Martin Jay (1984) han denominado «marxismo occidental», como tradición contrapuesta a las versiones más «ortodoxas» y doctrinarias del marxismo. Son los «marxistas occidentales» quienes han desarrollado visiones y elaboraciones críticas y originales respecto de la obra de Marx, sin haberla fosilizado como un conjunto de «recetas» intelectuales «listas para el uso».

En definitiva, lo que las tradiciones marxistas y críticas han puesto sobre la mesa de modo harto fructífero es un aspecto relegado (e incluso a veces ignorado) en algunos de los debates contemporáneos: la cuestión de las relaciones entre el trabajo y la libertad humana; este problema plantea una serie de preguntas conectadas entre sí: ¿puede el trabajo ser una actividad generadora de sentido?; ¿va la lógica del trabajo más allá de la racionalidad instrumental o se agota en ella?; ¿hasta dónde puede retroceder, ontológicamente hablando, la cosificación en las prácticas de trabajo? Éstas son las cuestiones cruciales que estructuran el debate de fondo…

Más adelante Noguera analiza a los críticos del concepto de trabajo en Marx.

Dice que la postura de Marx no constituía en absoluto una glorificación del trabajo sino una constatación empírica, no lo consideraba la esencia del ser humano: este no es homo faber sino animal social, su socialidad es lo que determina su naturaleza y no al revés, es la praxis -entendida como un actuar por el que se va construyendo el mundo -y no el trabajo, que sería una forma específica de praxis– lo que define al ser humano y lo diferencia de otras especies.

Sigue diciendo que Marx no adopta una postura productivista. Su actitud claramente favorable al aumento del tiempo libre prueba lo contrario. Marx definía la riqueza como tiempo libre y como autorrealización.

En efecto, Marx escribe en los Grundrisse: «Desarrollo libre de las individualidades y por ende no reducción del tiempo de trabajo necesario con miras a poner plustrabajo, sino en general reducción del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios creados para todos» y agrega que la medida del valor en la sociedad comunista pasa a ser, no ya la cantidad del tiempo de trabajo, sino la cantidad de tiempo libre: «Ya no es entonces, en modo alguno, el tiempo de trabajo la medida de la riqueza, sino el disposable time «. [3]

Sigue Noguera: «Sobre todo Marx defiende el concepto amplio de trabajo, que incorpora las tres dimensiones de la acción…: el trabajo es una actividad orientada a un fin (dimensión cognitivo-instrumental o teleológica) pero también es interacción social y comunicación (dimensión práctico-moral o social), así como autoexpresión práctica del ser humano, que desarrolla en él «el libre juego de las fuerzas vitales físicas y espirituales» (Marx) (dimensión estético expresiva)».

En uno u otro pasaje de su obra -dice Noguera- Marx puede hacer mayor o menor énfasis en cada una de estas dimensiones, pero las tres se hallan presentes en el conjunto de sus escritos, desde los Manuscritos hasta la Crítica del Programa de Gotha.

Más adelante anota Noguera que «la obra de Marx, debido a su complejidad y dispersión y a los avatares históricos de su publicación, daba pie para interpretaciones diversas e incluso contradictorias del concepto de trabajo«.

En los «tiempos modernos» (alusión al título del film de Charles Chaplin) el taylorismo u «organización científica del trabajo» y su aplicación en la práctica, el fordismo, se basó en la idea de hacer del trabajador un mecanismo más en la cadena de montaje: el obrero, en lugar de desplazarse para realizar su tarea se queda en su sitio y la tarea llega a él en la cadena de montaje. La velocidad de ésta última le impone inexorablemente al trabajador el ritmo de trabajo.

El primero en aplicarlo en la práctica fue Henry Ford, a principios del siglo XX, para la fabricación del famoso Ford T. Este trabajo embrutecedor agotaba a los obreros, muchos de los cuales optaban por dejarlo. Ante una tasa de rotación del personal sumamente elevada Ford encontró la solución: aumentar verticalmente los salarios a 5 dólares por día, cosa que pudo hacer sin disminuir los beneficios dado el enorme aumento de la productividad y el pronunciado descenso del costo de producción que resultó de la introducción del trabajo en cadena. Los nuevos salarios en las fábricas de Ford permitieron a sus trabajadores convertirse en consumidores, inclusive de los autos fabricados por ellos.

Los trabajadores, que no se sentían para nada interesados por un trabajo repetitivo que no dejaba lugar a iniciativa alguna de su parte, recuperaban fuera del trabajo su condición humana (o creían recuperarla) como consumidores, gracias a los salarios relativamente altos que percibían.

Esta situación se generalizó en los países más industrializados sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial y de manera muy circunscripta y temporaria en algunos países periféricos. [4] Es lo que se llamó «el Estado de bienestar». «El Estado de bienestar no es, como se oye decir con frecuencia, un Estado que llena las brechas del sistema capitalista o que cicatriza a fuerza de prestaciones sociales las heridas que inflinge el sistema. El Estado de bienestar se fija como imperativo mantener una tasa de crecimiento, cualquiera sea, siempre que sea positiva y de distribuir compensaciones de manera de asegurar siempre un contrapeso a la relación salarial«. [5]

Es por lo tanto cierto que el «Estado de bienestar» influyó profundamente en la conciencia de los trabajadores. Lars Svendsen escribe: [los trabajadores] «…terminaron por aceptar la relación salarial y la división del trabajo resultante. Contrariamente a lo que esperaba el marxismo revolucionario, dejaron de cuestionar el paradigma capitalista, contentándose con la ambición más modesta de mejorar su condición en el interior del sistema (nuestro el subrayado). . Eso significaba también que su esperanza de libertad y de realización personal radicaba en su papel de consumidores. Su objetivo principal pasaba a ser el aumento de sus salarios para poder consumir más«. [6]

El Estado de bienestar se terminó más o menos abruptamente con la caída de la tasa de ganancia capitalista y la consiguiente caída de los salarios reales. Para dar un nuevo impulso a la economía capitalista y revertir la tendencia decreciente de la tasa de beneficios, comenzó a generalizarse la aplicación de la nueva tecnología (robótica, electrónica, informática) a la industria y a los servicios. [7]

De modo que la nueva tecnología, la organización «científica» del trabajo y el consiguiente aumento de la intensidad del trabajo, aun manteniéndose el mismo horario de trabajo, incrementa el beneficio capitalista como plusvalía relativa (menos trabajo necesario y más trabajo excedente).

Y si aumenta la jornada laboral también aumenta el beneficio capitalista (plusvalía absoluta como la que el capitalista obtiene durante la jornada normal de trabajo) aunque se mantenga la misma proporción entre trabajo necesario y trabajo excedente. Véase Marx, El Capital, Libro I, sección 5, Cap. XIV (Plusvalía absoluta y plusvalía relativa).

La introducción de las nuevas tecnologías requería otra forma de participación de los trabajadores en la producción, que ya no podía reducirse a la de meros autómatas. Había que modificar-perfeccionar el sistema de explotación, pues las nuevas técnicas, entre ellas la informática, requerían distintos niveles de formación y de conocimientos, lo que condujo a que comenzaran a difuminarse las fronteras entre el trabajo manual e intelectual.

Es así como nace el «management» en sus distintas variantes, todas tendentes esencialmente a que los asalariados se sientan partícipes -junto con los patrones- en un esfuerzo común para el bienestar de todos.

Esto no implica la desaparición del fordismo, que sigue vigente para las tareas que no requieren calificación y subsiste esencialmente en la nueva concepción de la empresa: el control del personal -una de las piedras angulares de la explotación capitalista- que se realiza físicamente en la cadena fordista de producción, continúa -acentuado- en la era postfordista por otros medios. «Gracias a las tecnologías informáticas –escribe Lars Svendsen– la dirección puede vigilar lo que sus empleados hacen en el curso de la jornada y cual es su rendimiento«. [8]

El nuevo «management» apunta a la psicología del personal. Los directores de personal (o Directores de Recursos Humanos) peroran acerca de la «creatividad» y del «espíritu de equipo», de la «realización personal por el trabajo», de que el trabajo puede -y debe- resultar entretenido, («work is fun») etc. y se publican manuales sobre los mismos temas. Hasta se contratan «funsultants» o «funcilitators» para que introduzcan en la mente de los trabajadores la idea de que el trabajo es entretenido, de que es como un juego («gamification» -del inglés «game»- del trabajo). [9]

Si se les pregunta a los asalariados si están satisfechos en su trabajo muchos responderán que sí, que si no trabajaran su vida carecería de sentido. Y esto vale incluso para quienes realizan las tareas más simples.

En la cadena fordista la empresa se apodera del cuerpo del trabajador, con el nuevo «management» se apodera de su espíritu. Escribe Svendsen: «Las motivaciones y los objetivos del empleado y de la organización se presume que están en perfecta armonía: El nuevo «management» penetra el alma de cada empleado. En lugar de imponerle una disciplina desde el exterior, lo motiva desde el interior«.

Hans Magnus Enzensberger, poeta y ensayista alemán, escribió en el decenio de 1960: «La explotación material debe esconderse tras la explotación no material y obtener por nuevos medios el consenso de los individuos. La acumulación del poder político sirve como pantalla de la acumulación de las riquezas. Ya no sólo se apodera de la capacidad de trabajo, sino de la capacidad de juzgar y de pronunciarse. No se suprime la explotación, sino la conciencia de la misma» . [10] ( Nuestro el subrayado).

La mayor parte del beneficio resultante del aumento de la productividad engrosa la renta capitalista y una mínima parte se incorpora al salario, aunque no siempre. Es así como una constante del sistema capitalista es la profundización de la desigualdad en la distribución del producto.

Y del mismo modo, el tiempo social liberado por el aumento de la productividad se distribuye desigualmente: el tiempo que dedican al trabajo los asalariados no disminuye, ni aproximadamente, en la misma proporción en que aumenta la productividad.

Con el «management» se procura que el trabajador de «cuello blanco», que es -o tiende a ser- mayoritario en las países más industrializados, centre su vida como persona en el seno de la empresa y llene su tiempo «libre» fuera de ella -orientado por la moda y la publicidad- como consumidor de objetos necesarios e innecesarios [11] y de distinto tipo de entretenimientos alienantes, como espectador de deportes mercantilizados, de series televisivas, como adicto a juegos electrónicos (verdadero flagelo contemporáneo), etc., en la medida que se lo permiten sus ingresos reales y los créditos que pueda obtener (y que, en tiempos de crisis, no puede rembolsar).

Dicho de otra manera, el sistema capitalista en su estado actual trata de superar sus contradicciones insolubles inherentes a la apropiación por los dueños de los instrumentos y medios de producción y de cambio de buena parte del trabajo humano social (plusvalía) apoderándose de la mayor parte del creciente tiempo libre social (distribución desigual del tiempo libre social ganado con el aumento de la productividad) para «poner plustrabajo», como escribe Marx en los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) y apoderándose también del escaso tiempo libre particular que les queda a quienes trabajan, mercantilizándolo como objeto de consumo.

De modo que puede decirse que la esclavitud asalariada propia del capitalismo, que pudo entenderse limitada sólo a la jornada laboral, ahora se extiende a TODO EL TIEMPO de la vida de los asalariados. De alguna manera, ha desaparecido la diferencia entre la esclavitud como sistema prevaleciente en la antigüedad (el esclavo al servicio del amo de manera permanente) y la esclavitud asalariada moderna.

Con la sociedad industrial y la economía de mercado el producto del trabajo dejó de ser la «obra» de una persona para satisfacer inmediatamente sus necesidades y pasó a ser el medio de producir -a las órdenes de un patrón- bienes y servicios destinados al mercado, a cambio de recibir un salario que le permite adquirir los bienes y servicios necesarios para sobrevivir que se encuentran en ese mismo mercado.

Gorz [12] afirma que el trabajo, cualquiera sea el sistema económico-social, siempre es alienante pues requiere una organización generadora de burocracias jerarquizadas y el trabajador debe someterse a esa organización. Y se remite a las experiencias de los países del socialismo real.

Pero lo que está claro y es indiscutible es que solo se puede superar la contradicción inherente al capitalismo entre el aumento de la productividad y la profundización de las desigualdades sociales suprimiendo la propiedad privada de los instrumentos y medios de producción y de cambio y así, la apropiación privada de la plusvalía.

Eliminando de la jornada de trabajo el trabajo excedente o plustrabajo que constituye el beneficio del capitalista, por un lado, y no agregando plustrabajo (salvo el destinado a la reproducción del capital social) en el tiempo libre así ganado, por el otro. Incrementando de ese modo el tiempo libre para todos, tal como previó Marx en los Grundrisse (1857), que hemos citado más arriba. Es decir, que aun admitiendo que el trabajo es siempre alienante (aunque puede sostenerse que no lo es para la minoría que realiza su vocación en el trabajo, que puede convertirse en una mayoría en un sistema socialista) la abolición del capitalismo debe implicar un aumento inmediato del tiempo libre social, su redistribución igualitaria y su reapropiación por cada ser humano para su realización personal.

En este último caso cabe hacer la diferencia entre el trabajo impuesto como obligación social (que puede ser alienante aun en un sistema socialista) [13] y la ocupación libremente elegida para el tiempo libre («disposable time», como escribió Marx en los Grundrisse). Tiempo realmente libre que, como hemos señalado antes, ha cesado totalmente de existir en el capitalismo contemporáneo.

De modo que la cuestión que Svendsen sintetiza en la frase «Contrariamente a lo que esperaba el marxismo revolucionario, [los trabajadores] dejaron de cuestionar el paradigma capitalista, contentándose con la ambición más modesta de mejorar su condición en el interior del sistema» conserva plena actualidad.

Porque los trabajadores – tanto manuales como intelectuales- no sólo están alienados como productores sino también como consumidores (incitación al consumismo mediante la «tecnología persuasiva» y el neuromarketing) [14] y también están alienados a las ideologías y culturas dominantes, que los llevan a aceptar el orden capitalista vigente como un hecho natural e inmutable.

¿Cuál es, entonces, el camino para que los trabajadores vuelvan a cuestionar el paradigma capitalista?

La respuesta obvia es que deben adquirir conciencia de su condición de explotados y alienados al sistema. Dicho más simplemente: deben adquirir conciencia de que son meros esclavos del sistema. No sólo en el trabajo sino fuera de él.

Y que aprendan de la experiencia cotidiana que los objetivos de lograr el bienestar y la libertad para realizarse como seres humanos no se consiguen pidiendo y reclamando al Estado capitalista, al podr económico y a sus escuderos (partidos políticos, burocracias sindicales y otros integrantes de la «sociedad civil») sino que hay que prepararse para conquistarlos por si mismos y con las propias fuerzas.

Pero éste es un camino sembrado de obstáculos.

La historia nos nuestra que cada vez que los oprimidos y explotados han querido liberarse del yugo y se rebelaron, el sistema dominante utilizó todos los recursos a su alcance para neutralizarlos, desde desorientarlos y desmovilizarlos con los procedimientos más pérfidos y desleales hasta los asesinatos de los líderes y las masacres en masa. Ha sido y es así desde la rebelión de los esclavos encabezada por Espartaco en el Imperio Romano y las revueltas campesinas en Inglaterra y Alemania en los siglos 13, 14 y 15 hasta hoy.

Y las revoluciones triunfantes han tenido su Thermidor, más o menos gradual, por causas internas y externas. Entre estas últimas las agresiones militares, los sabotajes y las guerras económicas y propagandísticas.

Actualmente, ante la serie de fracasos -algunos catastróficos- de regímenes autoproclamados socialistas, no es menor como obstáculo el hecho de que no hay modelos o ejemplos en los que los oprimidos y los explotados puedan inspirarse para intentar realizar la utopía socialista, humanista, libertaria y solidaria. Estos prefieren no correr riesgos y se conforman con las migajas que -a veces- pueden arrancarle al Estado capitalista y/o al patrón.

Además, el individualismo/ombliguismo generado y promovido por sistema le está ganando la batalla a la cultura de la solidaridad.

A lo que hay que sumar la desorientación y las divagaciones ideológico-políticas de las izquierdas -por llamarlas de alguna manera- que no cesan de perder terreno frente al arco de los partidos del orden establecido.

Notas:

[1] Carlos Marx, Manuscritos económico- filosóficos de 1844.

[2] José Antonio Noguera: El concepto de trabajo y la teoría social crítica, publicado en Papers 68, 2002. El artículo está parcialmente basado en la tesis doctoral La transformación del concepto de trabajo en la teoría social: La aportación de las tradiciones marxistas (Noguera 1998).

[3] Carlos Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), Siglo XXI Editores, 12 edición, 1989, tomo 2, págs. 227 y ss. [Contradicción entre la base de la producción burguesa (medida del valor) y su propio desarrollo. Máquinas, etc.].

[4] Como fue el caso de Argentina en los años 1945-50 que describe en términos muy duros Ezequiel Martínez Estrada en el capítulo «Industrialización de la servidumbre» de su libro ¿Qué es esto? Catilinarias.

[5] Dominique Meda, Le travail, une valeur en voie de disparition. Ed. Aubier, Paris, 1995, pág. 135.

[6] Lars Svendsen, Le travail. Gagner sa vie, à quel prix? Editions Autrement, Paris, setiembre 2013, pág. 140.

[7] «…En toda la historia del capitalismo, desde la gran revolución industrial de fin del siglo XVIII hasta nuestros días, el sistema económico se ha desarrollado por movimientos sucesivos de inversiones y de innovaciones tecnológicas. Esos movimientos parecen principalmente vinculados a las dificultades inherentes al proceso de acumulación del capital: este, en un momento dado, se traba y todo se cuestiona: la regulación, los salarios, la productividad. La innovación tecnológica es una manera de salir de la crisis, pero no viene sola: ella afecta directamente, a veces el nivel del empleo, siempre la organización del trabajo y el control ejercido por los trabajadores sobre su oficio y sobre sus instrumentos de trabajo y por sus organizaciones sobre el nivel de los salarios, sobre la disciplina en el trabajo y la seguridad laboral…». Alfred Dubuc, Quelle nouvelle révolution industrielle? en: Le plein emploi à l’aube de la nouvelle révolution industrielle. Publicación de la Escuela de Relaciones Industriales de la Universidad de Montreal, 1982. https://papyrus.bib.umontreal.ca/jspui/handle/1866/1772

[8] Un estudio detallado de la organización del trabajo en las empresas que han incorporado la robótica se puede encontrar en Benjamín Coriat, L’atelier et le robot. Essai sur le fordisme et la production de masse à l’age de l’électronique . Ediciones Christian Bourgois, Francia. 1990. Sobre el mismo tema: de Michel Freyssenet, Trabajo, automatización y modelos productivos. Grupo Editorial Lumen, Argentina 2002.

[9] Véase, en el sitio http://www.changeisfun.com/about/leslie.html , la ejemplar biografía y bibliografía de Leslie Yerkes, presidenta de Catalyst. Su biografía comienza así: «La especialidad de Leslie está ayudando a las organizaciones a convertir los retos en oportunidades. Su filosofía es simple: La gente es básicamente buena, bien intencionada, valiente y capaz de aprender, y el trabajo de Leslie consiste en proporcionar un marco en el que la gente puede recurrir a sus propios recursos internos para encontrar soluciones creativas».

[10] Hans Magnus Enzensberger, Culture ou mise en condition? Collection 10/18, Paris 1973, págs. 18-19.

[11] Es el llamado efecto de demostración o de imitación, que en el plano económico fue formulado por James Stemble Duesenberry quien se refiere a la tendencia de los miembros de un grupo social a imitar los comportamientos de consumo de la capa de mayores ingresos de ese mismo grupo o de la capa inmediatamente superior para tratar de identificarse con estos últimos (Duesenberry, James, Income, Saving and the Theory of Consumption Behaviour. Harvard University Press, 1949). La moda y las marcas promueven ese efecto. En un plano más general, se llama también efecto de demostración o de imitación al hecho de que las clases populares (por lo menos una buena parte de ellas) tienden a imitar los modos de pensar y los comportamientos de las elites dirigentes. Incluso, en no pocos casos, tratan de copiar los comportamientos delictuosos de las elites (todos roban yo también), con la creencia de que, como aquéllas, beneficiarán de impunidad.

[12] André Gorz, Métamorphoses du travail. Critique de la raison économique, Gallimard, Paris, 2004. Edición en castellano: Metamorfosis del trabajo. Búsqueda del sentido. Crítica de la razón económica. Editorial Sistema. Madrid 1995.

[13] Aunque puede sostenerse que en un sistema socialista el trabajo cesa de ser alienante cuando es realizado como resultado de un proyecto decidido en común con un objetivo de interés general.

[14] Marx se refiere a lo que ahora llamamos consumismo en el Tercer Manuscrito (Propiedad privada y comunismo) punto 4: «La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos y unilaterales que un objeto sólo es nuestro cuando lo tenemos, cuando existe para nosotros como capital o cuando es inmediatamente poseído, comido, bebido, vestido, habitado, en resumen, utilizado por nosotros. Aunque la propiedad privada concibe, a su vez, todas esas realizaciones inmediatas de la posesión sólo como medios de vida y la vida a la que sirven como medios es la vida de la propiedad, el trabajo y la capitalización. En lugar de todos los sentidos físicos y espirituales ha aparecido así la simple enajenación de todos estos sentidos, el sentido del tener. El ser humano tenía que ser reducido a esta absoluta pobreza para que pudiera alumbrar su riqueza interior (sobre la categoría del tener, véase Hess, en los Einnundzwanzig Bogen)».

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