Hace unos cuantos días, con lenguaje envidiable, Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, habló en México acerca de la resistencia al cambio en la esfera de la educación superior en América Latina. Introduciendo algunos matices a fin de no generalizar en exceso, mostró que conoce al endriago del que hablaba. «La universidad latinoamericana es […]
Hace unos cuantos días, con lenguaje envidiable, Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, habló en México acerca de la resistencia al cambio en la esfera de la educación superior en América Latina. Introduciendo algunos matices a fin de no generalizar en exceso, mostró que conoce al endriago del que hablaba.
«La universidad latinoamericana es la vanguardia de la militancia contra el mundo en el que vivimos. Y esto creo que es trágico», dijo con desesperación apenas contenida. La universidad contra la modernidad, la universidad contra el cambio. Sanguinetti está pensando, desde luego, en la universidad pública, que en casi toda América Latina pasa por uno de sus momentos más críticos.
«No hemos entendido que (hoy) la riqueza real es el conocimiento. Ya no está en la tierra ni en la fábrica: la riqueza está hoy en las patentes. Eso es lo que da a una economía su vitalidad, y ahí tenemos un déficit tecnológico-científico histórico», sostuvo.
Entre tanto, en México refrendamos este no entendimiento recortando el gasto público a la educación superior y a la investigación científica y tecnológica en el proyecto de presupuesto para 2005. La educación es la prioridad en el discurso de gobierno tras gobierno. Pero hechos son amores y no buenas razones, como decían los abuelos. No hay hechos con peso y dirección suficientes; hay discurso vacío.
El esfuerzo nacional educativo debe ser máximo en términos de los recursos invertidos, pero deben ser invertidos en buenos programas. No bastan los recursos financieros, hacen falta también proyectos reales de educación con conocimiento de causa para poder llevar a cabo avances efectivos.
En la Declaracion mundial sobre la educación superior en el siglo XXI, de la UNESCO, firmada por 180 países el 9 de octubre de 1998, dice:
«La segunda mitad de nuestro siglo pasará a la historia de la educación superior como la época de expansión más espectacular; a escala mundial, el número de estudiantes matriculados se multiplicó por más de seis entre 1960 (13 millones) y 1995 (82 millones). Pero también es la época en que se ha agudizado aún más la disparidad, que ya era enorme, entre los países industrialmente desarrollados, los países en desarrollo y en particular los países menos adelantados en lo que respecta al acceso a la educación superior y la investigación y los recursos de que disponen. Ha sido igualmente una época de mayor estratificación socioeconómica y de aumento de las diferencias de oportunidades de enseñanza dentro de los propios países, incluso en algunos de los más desarrollados y más ricos. Si carece de instituciones de educación superior e investigación adecuadas que formen a una masa crítica de personas cualificadas y cultas, ningún país podrá garantizar un auténtico desarrollo endógeno y sostenible; los países en desarrollo y los países pobres, en particular, no podrán acortar la distancia que los separa de los países desarrollados industrializados.»
Conforme el tiempo avanza, la educación cada vez se vuelve más intensiva en capital, debido al desarrollo científico tecnológico y, por tanto, es indispensable hacer una inversión relativa por alumno más cuantiosa que en el pasado para formar a los ciudadanos.
En tanto, el gobierno toma decisiones en sentido contrario. El tiempo pasa y esas tesis que firmamos en 1998 en el seno de la UNESCO, donde reconocemos la imposibilidad del desarrollo sin contar con un amplio sistema de educación superior de alta calidad, siguen siendo letra muerta.
La primera tragedia de nuestra educación superior es la pésima calidad de la educación previa, la educación elemental y el bachillerato.
No hay un proyecto capaz de sacar del pantano del SNTE a la educación básica; la escuela secundaria y el bachillerato, que deben enseñar a pensar a los alumnos, no cumplen en absoluto esta tarea indispensable; tampoco es posible un proyecto de desarrollo de alcance nacional sobre la educación superior. Estas mismas instituciones no alcanzan a percatarse de que la forma en que se ejerce la autonomía universitaria es el primer obstáculo para construir un programa nacional de educación superior: si cada una lleva a cabo lo que cree más conveniente, nuestro resultado nacional en esta materia es el que nadie se propuso; es la resultante de la acción descoordinada del conjunto.
Nuestra segunda tragedia, por tanto, es que no son las propias instituciones de educación superior las que pueden poner remedio a este gravísimo problema. Es la representación nacional, en el seno del Congreso de la Unión, la institución capaz de construir un proyecto nacional, si estuviera en conocimiento de causa. Pero el Congreso siempre ha hecho a un lado este dificilísimo problema con la coartada de la autonomía. Es la más cómoda forma de deshacerse de un problema demasiado grande, demasiado difícil, demasiado complejo políticamente hablando. Mejor enterrar la cabeza en el suelo como el inteligente avestruz.