Los transgénicos son el ejemplo de concentración corporativa más brutal de la historia de la agricultura industrial y, en general, de la de todas las industrias. Sólo cinco empresas controlan los cultivos transgénicos en campo en todo el mundo, y una sola, Monsanto, más de 90 por ciento. Las otras cuatro son Syngenta, Bayer, Dupont […]
Los transgénicos son el ejemplo de concentración corporativa más brutal de la historia de la agricultura industrial y, en general, de la de todas las industrias. Sólo cinco empresas controlan los cultivos transgénicos en campo en todo el mundo, y una sola, Monsanto, más de 90 por ciento. Las otras cuatro son Syngenta, Bayer, Dupont y Dow. Estas, miembros fundadores de la «asociación civil sin fines de lucro» Agrobio México, lanzaron desde su sitio de Internet una campaña de cartas para enviar a los diputados del Congreso de la Unión, pidiendo la «aprobación tal como el Senado la ha aprobado» del proyecto de Ley de Bioseguridad, porque «la biotecnología supone aumentar las cosechas, mejorar los alimentos y dejar de utilizar fertilizantes y otros químicos nocivos, lo cual mejorará la vida de millones de campesinos y consumidores». Ninguna de estas afirmaciones se cumple en los países en los que está la mayoría de los transgénicos; no obstante, esto no es un dato relevante para Agrobio. Por cierto, ¿qué querrá decir «responsablemente» en boca de los mayores productores de armas biológicas como el agente naranja y el napalm?
Claro que las empresas que producen transgénicos no iban a colocar un texto que dijera: «todos los transgénicos son de las empresas que promovemos esta campaña y con ellos pretendemos establecer una dependencia y un control nunca visto sobre productores y consumidores; entonces, señores diputados, a ver si nos aprueban ya, ya, ya, esta ley, porque, pese al daño que hemos logrado hacer hasta ahora en México, todo está en el filo de la ley o es ilegal: los cultivos de soya y algodón transgénico son ‘experiencias pilotos semicomerciales’, aunque, gracias a las benéficas (para nosotros) políticas agrícolas, están subsidiados con fondos públicos ‘para el campo’, pero la contaminación del maíz nativo, de la que somos responsables, es absolutamente ilegal y se nos hace un tanto incómoda. Con esta ley podremos legalizar todo esto y continuar contaminando con mayor impunidad».
Como no dirán esto, que es la verdad, analicemos el mensaje de la web que sostienen estas multinacionales.
Supuesto uno: aumentarán las cosechas. Realidad: en promedio los transgénicos producen menos. El principal cultivo transgénico -la soya con resistencia a herbicida (61 por ciento de los cultivos a escala global)- produce menos que la soya convencional con químicos. Según estudios compilados por Charles Benbrook sobre los primeros ocho años de transgénicos en Estados Unidos, el promedio de reducción es de 5 a 10 por ciento, aunque en algunas zonas el promedio llega a 19 por ciento menos.
Supuesto dos: mejorarán los alimentos. Realidad: no, salvo que para estas empresas la mejoría de alimentos sea aumentar los residuos de agrotóxicos en el consumo: como más de 80 por ciento de los cultivos es tolerante a herbicidas, se aplican en cantidades mucho mayores de un golpe, lo cual deja un porcentaje mucho mayor de residuos en lo que se consume (se encontró en comida para bebés que contiene hasta 200 veces más soya transgénica).
Supuesto tres: dejarán de utilizar fertilizantes y químicos nocivos: Realidad: los transgénicos no han sido manipulados para bajar el uso de fertilizantes; por el contrario, aumentan la demanda de éste porque la fertilidad del suelo baja con las aplicaciones masivas de herbicidas y otros químicos. Basado en estadísticas oficiales, otro estudio de Benbrook compila el uso de agrotóxicos en Estados Unidos de 1996 a 2003, logrando comprobar que con los transgénicos se ha aumentado el uso de agroquímicos en 23 millones de kilogramos.
Supuesto cuatro: mejorarán la vida de millones de campesinos y consumidores. Realidad: los transgénicos han producido un aumento de la expulsión de campesinos y agricultores en Argentina y Estados Unidos -países que juntos responden por casi 90 por ciento de la producción mundial-, logrando una verdadera reforma agraria inversa, debido a las exigencias de capital y grandes áreas, de estas semillas patentadas. En realidad, los transgénicos llevarán a los campesinos a una nueva forma de esclavitud: sin otra opción que semillas más caras que las híbridas, que es ilegal plantar en la siguiente estación, o que no se podrán reproducir porque en el futuro serán directamente «suicidas» con la tecnología Terminator, obligando siempre a volver a comprar a la empresa.
En Paraná, Brasil, estado que se declaró libre de transgénicos, la soya convencional produjo casi el doble que la transgénica contrabandeada a otros estados por latifundistas y empresas, porteriormente legalizada por Lula.
La ley de bioseguridad de Brasil, que partió como una iniciativa promisoria para los intereses de la sociedad y los campesinos, ha sido deformada al punto de que es irreconocible, acercándose a la aberración que se discute en México y que las trasnacionales adoran y quieren que se apruebe ya.
Pero, como bien dicen en Paraná: las que necesitan leyes de bioseguridad son esas pocas empresas. A todos los demás nos alcanza con algo mucho más simple: prohibir los transgénicos.