Introducción Si en este planeta existen recursos para todos pero muchos mueren de hambre, y eso es consecuencia directa del capitalismo, y sólo podemos destruir el capitalismo organizándonos, entonces se hace imprescindible pasar revista al panorama de la izquierda organizada, es decir, de la única oposición existente al capitalismo y el hambre. Pasando revista, lo […]
Introducción
Si en este planeta existen recursos para todos pero muchos mueren de hambre, y eso es consecuencia directa del capitalismo, y sólo podemos destruir el capitalismo organizándonos, entonces se hace imprescindible pasar revista al panorama de la izquierda organizada, es decir, de la única oposición existente al capitalismo y el hambre. Pasando revista, lo primero que nos llamará la atención será la infinita división y subdivisión de estas fuerzas, en ciertas ocasiones motivada por bases programáticas (por ejemplo, la división que existe entre Izquierda Unida y la izquierda extraparlamentaria), pero en otras debida a prejuicios mutuos o, peor si cabe, a distintas lecturas de hechos históricos del pasado (como en el caso de dicha izquierda extraparlamentaria, que se encuentra fraccionada hasta la impotencia política).
¿Recuerdan aquella escena de La vida de Brian? Brian le pregunta a unos hombres si son del Frente Judaico Popular y estos le contestan: «¡Vete a la mierda! ¿Frente Judaico Popular? Somos del Frente Popular de Judea» (http://www.youtube.com/watch?
Es curioso rastrear el origen del enfrentamiento que, en el seno del islam, se desarrolla entre sunnitas y chiitas. Resulta que Mahoma no dejó un sucesor oficial, así que, a su muerte, sus seguidores Alí y Muawiya se enfrentaron entre ellos, siendo derrotado el primero. Mas de mil años después, sus partidarios continúan divididos, y a partir de una simple pelea sucesoria han inventado imbricadas teorías por las que enfrentarse. Algo parecido sucede hoy día con el enfrentamiento que, en el seno del marxismo-leninismo, separa a trotskistas y estalinistas. Resulta que los comunistas nos encontramos insensatamente divididos por el enfrentamiento (en muchos sentidos personal) que tuvieron dos hombres hace 80 años, en una mera pelea sucesoria a la muerte de Lenin.
Por supuesto, si el propósito de este trabajo fuera otro, debería ahondar en el estudio de los condicionantes históricos que rellenan de contenido una pelea sucesoria, como codificación histórica de los conflictos sociales. Sin embargo, sería una simplificación ingenua del marxismo decir que Alí y Muawiya se enfrentaron para defender sus respectivos ideales. ¿Es que para el marxismo no existen la ambición personal entre las motivaciones de los personajes históricos? ¿Es idealismo aludir a un enfrentamiento personal? Puestos a hacer metáforas forzadas al estilo del marxismo dogmático y vulgar, ¿por qué no ver en el supuesto enfrentamiento político una superestructura, cuya base fuera una lucha por el poder tras la muerte de Lenin? Podemos analizar, por ejemplo, qué factores materiales han motivado que en unos países el trotskismo haya tenido arraigo a posteriori y en otros no (o incluso analizar factores como la psicología de masas, la necesidad de una figura «diferente» a lo que realmente se alcanzó en la URSS y la insatisfacción consecuente). Pero eso sigue sin explicar lo acontecido en el Partido Bolchevique durante los años 20 del siglo XX.
Una superación dialéctica
Hoy en día, y menos por evolución que por desaparición política, quedan pocos estalinistas (al menos «estalinistas» que se reconozcan en dicha denominación y que den culto a la imagen del personaje histórico); en cambio, podemos encontrar bastantes activistas y partidos que se reconocen como «trotskistas» y, en función de ello, se dividen de otros partidos (e incluso entre sí, celosos por ver quién efectúa la exégesis más ortodoxa de los textos del profeta armado y luego desarmado).
Sin embargo, Trotsky no existe, ni Stalin tampoco. Y no sólo porque ambos hayan muerto y no puedan venir, por tanto, aquí a «hacernos» la revolución; sino porque de hecho nunca existieron (en las versiones icónicas que sus respectivos seguidores nos han legado). Ni Stalin fue el glorioso padre infalible de la revolución, ni Trotsky el adalid antiburocrático y antirrepresivo que se nos quiere vender.
No se trata de negar el destacado papel de Trotsky durante la Revolución Rusa, ni su destreza como teórico y escritor; tampoco se trata de justificar las falacias vertidas contra él durante los Procesos de Moscú de 1936-38, su cruel asesinato (o el de sus hijos) u otros crímenes cometidos. Para mí no se trata de jugar a «trotskistas» y «estalinistas». Si algún día esto pudo significar algo y la gente pudo morir por ello, hoy no es más que una pelea de bar que divide nuestras propias fuerzas. De lo que se trata es de hacer una modesta reflexión, escrita por un compañero más de los que está cansado de ciertos clichés que ya sólo sirven para perder credibilidad, en eternos debates que no afectan a la vida de (ni interesan a) nadie. Porque un estudio serio y sosegado de la historia acaba por desacreditar el maniqueísmo. Y porque nuestra táctica ahora debe ser el reagrupamiento de las fuerzas anticapitalistas que no se hayan integrado en el sistema.
¿Realmente tenemos un objetivo diferente? A nivel de propuestas concretas y dentro de la izquierda extraparlamentaria, ¿hay tanta diferencia entre los partidos «trotskistas» y los «estalinistas»? ¿No abogan ambos por la construcción de una sociedad lo más democrática posible, que evite repetir los errores de la experiencia soviética, pero que emule sus logros? Si la única diferencia es a nivel de interpretación del pasado histórico (es más, a nivel de conceptualización de dicho juicio: «defectuoso pero aceptable por ser mejor» versus «mejor pero defectuoso e inaceptable»), ¿vale la pena dividirse por ello? Entonces, se me dirá, ¿para qué tratar este tema, por qué hablar de ello? Porque para mí no se trata de callarlo, ni de olvidarlo, ni de «sustituirlo» por otra cosa. Para mí no se trata de matarlos a todos, sino de tragárselos vivos, es decir, de efectuar una superación dialéctica y crítica de ambas tendencias. Como diría Apollinaire, no podemos llevar a todos sitios el cadáver de nuestro padre, pero como diría Gabriel Aresti, de lo que se trata es de que la casa de nuestro padre siga en pie.
La inexistencia de Trotsky
En 1919 Trotsky promulgó el Decreto de Rehenes, ordenando secuestrar a la familia de todo oficial que desertara del ejército. Indignado por el hecho de que no se cumpliera su orden, en telegrama al Consejo Militar Revolucionario de Serpujov, Trotsky insistiría: «la mala conducta o la traición provocará el arresto de sus familias» (aún en 1939, poco antes de ser asesinado, Trotsky seguirá defendiendo el sistema de rehenes en el artículo Su moral y la nuestra). En marzo de 1921 lanzó a 50.000 soldados del Ejército Rojo contra los obreros de Kronstadt, después de que estos se sublevaran contra el Estado socialista al que acusaban, paradojas de la historia, de «burocratismo» (entre sus reivindicaciones estaban la libertad de palabra y de prensa para todos los partidos obreros o anarquistas, la liberación de los prisioneros políticos socialistas, la reactivación de los soviets sin injerencias del Partido, etc.) La represión de Kronstadt se saldaría con centenares de fusilamientos. En el X Congreso de los bolcheviques, celebrado también en 1921, Trotsky propuso la total subordinación de los sindicatos al Estado, el Partido y el Ejército. Es más, ya en su documento Tesis sobre la transición entre la guerra y la paz, había propuesto Trotsky el llamado «comunismo de guerra», es decir, una militarización total de la población, de modo que el Estado decidiera dónde debía trabajar cada persona, del mismo modo que el Ejército Rojo decidía dónde debía ubicarse cada soldado. En contra de dicha propuesta se creó la Plataforma de los Diez, compuesta, entre otros, por Lenin y Stalin. La propuesta de Trotsky fue rechazada por el congreso, por 336 votos contra 50. En este X Congreso, además, Trotsky votó a favor de la prohibición de las fracciones dentro del Partido Bolchevique.
Los ejemplos podrían ser innumerables. ¿Trotsky antiburocrático? Pero, es más, ¿Lenin antiburocrático? ¿Y cómo se hacía la política entonces? Por ejemplo, cuando se decide firmar la Paz de Brest-Litovsk, ¿se convoca un referéndum para que las masas populares decidan democráticamente? ¿O la realidad es que se reúnen en una mesa siete líderes del Partido y allí lo deciden? Como denunciaron los consejistas (duramente criticados por Lenin, que les atribuía una «enfermedad infantil»), el control obrero sólo tuvo una existencia efectiva en Rusia durante apenas unos meses. Ya en diciembre de 1917 se crea el Vesenkha (Consejo Supremo de la Economía Nacional), compuesto de comisarios políticos y expertos nombrados por el Partido. Un decreto del 3 de marzo establece que en las empresas nacionalizadas se someterán «todas las declaraciones y decisiones del comité de fábrica o de taller, o de la comisión de control, a la aprobación del consejo económico administrativo». Lenin lo escribirá claramente: «hemos pasado del control obrero a la creación del Vesenkha». También en marzo de 1918 se promulga la Constitución Soviética, que centraliza el poder en detrimento de los soviets (consejos obreros). Y en el VIII Congreso (1919) Lenin dirá: «los soviets que, según el programa, son órganos de gobierno por los trabajadores, son en realidad órganos de gobierno para los trabajadores, ejercido por la capa avanzada del proletariado y no por las masas trabajadoras». Como escribió John Reed, «A pesar de la autonomía local, los decretos del comité Central Ejecutivo y las órdenes de los delegados son válidos para todo el país». Por lo que respecta al pluripartidismo, todavía en marzo de 1922, Lenin escribía en el Informe político del Comité Central al undécimo congreso del Partido que «las manifestaciones públicas de menchevismo son penadas con la muerte por nuestros tribunales» (por no hablar de la represión contra los anarquistas, que puede consultarse en Vsevolod Volin). Rosa Luxemburgo fue muy critica con la recién acontecida Revolución Rusa, escribiendo que «esta dictadura debe ser obra de la clase y no de una pequeña minoría que dirige en nombre de la clase», porque «ahogando la vida política en todo el país, es inevitable que la vida en los soviets mismos esté cada vez más paralizada. Sin elecciones generales, sin libertad ilimitada de prensa y de reunión, sin lucha libre entre las opiniones, la vida se muere en todas las instituciones públicas, se convierte en una vida aparente donde la burocracia es el único elemento activo». Vale la pena recordar que Rosa Luxemburgo murió en enero de 1919, es decir, casi una década antes del acceso de Stalin al poder. Una línea parecida defendería por esas mismas fechas la Oposición Obrera, encabezada por Alexandra Kollontai. ¿Y qué hay de la disolución de la Asamblea Constituyente Rusa, en enero de 1918, tras haberse convocado unas elecciones el 12 de noviembre anterior que perdieron los bolcheviques (Socialistas Revolucionarios, 17.100.000 votos y 380 diputados; Bolcheviques, 9.800.000 y 168 diputados)?
Desde luego, todas estas medidas han de verse en su contexto. Es más, probablemente la mayoría de ellas fueran decisiones acertadas y, por desgracia, necesarias. Pero una cosa es decir que quizá fueran necesarias, y otra muy distinta decir que eran buenas en sí mismas. Lo que no se puede hacer es manipular la historia, como si antes de 1924 (fecha de la muerte de Lenin) la Unión Soviética fuera un paraíso y desde entonces un infierno. De hecho, en todas las líneas de fuerza lo que existe es continuidad, tanto en las luces como en las sombras, y el mito del «corte de 1924» es una completa arbitrariedad carente de rigor. Es probable que mis palabras dejen estupefactos a aquellos que se han acostumbrado a cierta manera de razonar (de no razonar, quiero decir), según la cual si eres partidario de un régimen, debes justificar todas y cada una de sus acciones, negando todos aquellos aspectos que sean negativos o incluso cuestionables. También puede ser que otros se estén dando cuenta de cosas que jamás se habían planteado. No es una cuestión de inteligencia; ni siquiera de erudición. Sencillamente se trata de promover que, en nuestras organizaciones, los militantes piensen por sí mismos, en lugar de enseñarles una retahíla que han de repetir como borregos. Por lo demás, admito estar haciéndole el debate a los sectores atrasados de estos movimientos, que (nadie lo niega) cuentan con teóricos de altura, pero ¿para qué debatir en las alturas, mientras la formación media de los militantes perpetúa el estilo de cliché, el divisionismo y los falsos debates, imposibilitando, como decimos, la generación de una alternativa que a la gente de la calle le suene creíble?
Otros mitos sorprendentes
Hay más mitos: por ejemplo, el mito de la identidad entre Lenin y Trotsky. La realidad, avalada por toda la historiografía solvente sobre el periodo, es que Lenin y Trotsky mantuvieron un fortísimo antagonismo político durante años. En Nuestras tareas políticas (1904) Trotsky rechazó la concepción del partido que propugnara por Lenin en su obra de 1902 Qué hacer. Para Trotsky, Lenin era«el dirigente del ala reaccionaria de nuestro partido» y su concepción del partido suponía un «sistema de sustitución política» de la clase obrera. No en vano Trotsky era en aquella época un dirigente de los mencheviques. No estoy, además, descontextualizando ninguna frase, porque esa obra entera, al igual que el Informe de la delegación siberiana (también de 1904), son furibundos ataques contra la política de Lenin. Pero todavía en febrero de 1917, Lenin afirmaba, en carta a Inés Armand, lo siguiente: «¡Así es Trotsky! Siempre fiel a si mismo, se revuelve, hace trampas, finge ser izquierdista y ayuda a la derecha cuando puede». Y en la última carta al congreso de Lenin, que se ha venido considerando su «testamento político» (a pesar de que Trotsky estuvo tan interesado como Stalin en que no saliera a la luz), Lenin (que ante todo -y deberían tomar nota nuestros particulares «chiitas y sunnitas»- trataba de evitar una escisión en el partido) afirmaba que Trotsky estaba «demasiado ensoberbecido y demasiado atraído por el aspecto puramente administrativo de los asuntos». Paradójico en quien se ha considerado a sí mismo el paladín de la lucha antiburocrática; aunque no tanto si consideramos, como Otto Rühle, que «Trotsky no quiere reconocer que él fue uno de los fundadores de la burocracia rusa». Lo que queda claro en ese «testamento» es que, para Lenin, ninguno de sus sucesores está a la altura de las circunstancias. Eso por no hablar de las agrias diferencias entre Lenin y Trotsky acerca de la Paz de Brest-Litovsk, que Trotsky se negaba a firmar (a pesar de la promesa de los bolcheviques a las masas: darles «paz y pan»).
También es un mito que realmente existieran diferencias políticas entre Trotsky y Stalin durante los años 20. La crítica literaria actual considera que la tradicional (por ejemplo Menéndez Pelayo) se equivocaba al considerar que el culteranismo de Góngora y el conceptismo de Quevedo eran dos tendencias opuestas; como aclara Blecua, en realidad estamos ante una falsa dicotomía, porque, aunque sus cabecillas se odiaran mutuamente, son movimientos afines y con raíces compartidas. Algo similar ocurre con el trotskismo y el estalinismo. La escenificación de una supuesta polémica entre «socialismo en un solo país» y «revolución permanente» no resiste un análisis crítico. Dada la derrota de la revolución alemana, no existían más que dos posibilidades: o acometer la construcción del socialismo en la URSS, o enviar al Ejército Rojo a imponer el socialismo pisoteando Europa. Si Trotsky no proponía esto segundo, ¿era sencillamente un derrotista? Es sorprendente que nadie conteste nunca a esta sencilla pregunta, pero obviamente se trata de una falsa dicotomía: se puede compatibilizar perfectamente la construcción del socialismo con una política internacionalista y revolucionaria.
Más tarde, Trotsky compilará sus ideas en La revolución permanente (1930), afirmando, por ejemplo, lo siguiente: «Un país colonial o semicolonial, cuyo proletariado resulte aún insuficientemente preparado para agrupar en torno suyo a los campesinos y conquistar el poder, se halla por ello mismo imposibilitado para llevar hasta el fin la revolución democrática». No sólo es una frase derrotista, dogmática y etapista (¿no culpaban a Stalin de eso?), sino que, además, si esta es la teoría de la revolución permanente, la misma historia del siglo XX le quita la razón. De hecho, todas las revoluciones, no ya democráticas sino en muchos casos incluso socialistas, que se han producido desde la escritura de este texto hasta la actualidad se han dado en países coloniales o semicoloniales (Yugoslavia y Albania, 1945; Corea del Norte, 1948; China, 1949; Bolivia, 1952; Cuba, 1959; Argelia, 1962; Vietnam, 1975; Nicaragua, 1979… y podríamos incluir el Chile de Allende y la Venezuela de Chávez), siendo protagonizadas no por el proletariado industrial (inexistente o insignificante en esos países, y en la mayoría de los países del mundo), sino por el campesinado (con frecuencia organizado en guerrillas). Si como Marx en la Crítica del programa de Gotha pensamos que «cada paso del movimiento efectivo es más importante que una docena de programas», ¿a quién creer, a nuestros ojos, o a un libro escrito hace 8 décadas?
Separar la paja del grano
Sin embargo, así nos va. La historia se analiza ad hoc, porque cada cual intenta justificar a su personaje histórico favorito. Si Stalin (en lugar de Lenin) hubiera propuesto la NEP, el trotskismo diría que las concesiones al capitalismo de la NEP suponían una traición a la revolución. Como fue al contrario; como lo que hizo Stalin fue detener la NEP para colectivizar y planificar toda la economía, se quejan de que esta colectivización fuera forzosa. Por activa o por pasiva, la conclusión ha de ser siempre la misma, porque está prefabricada. Sin embargo, Trotsky proponía exactamente lo mismo: colectivizar, sin haber especificado en ninguna parte que dicha colectivización debiera hacerse de manera sólo voluntaria. Por tanto, las acciones de Trotsky, aunque fueran extremadamente represivas o burocráticas, se justifican como necesidades impuestas por las durísimas circunstancias (la guerra civil, por ejemplo); y no les falta razón al hacerlo. Sin embargo, se actúa como si las circunstancias de la época de Stalin fueran una especie de idilio, a pesar de que estas circunstancias supusieran la mayor colectivización de toda la historia humana y una de las mayores invasiones también de toda la historia (que acabaría provocando 25 millones de bajas soviéticas). Sin el menor rigor metodológico, se afirma que todo lo bueno es gracias a la economía planificada, y todo lo malo por culpa de Stalin. A pesar de que el burocratismo existía antes y existiría después de Stalin, se denomina a este fenómeno «estalinismo», término del que, además, se abusa de manera simplista para referirse a todos aquellos comunistas que no sean trotskistas. De hecho, cuando cae la URSS en 1991, se corona a Trotsky como el profeta o futurólogo que supo preverlo. ¿No se equivocaba por un siglo entero de revoluciones encabezadas por el campesinado de países semicoloniales, pero acierta cuando la URSS cae en el 91?
Lo peor de esta manera de enfocar las cosas, de este marxismo anquilosado, es que impide separar la paja del grano, e imposibilita hacer la crítica seria que en efecto necesitamos y que, aun reivindicando con orgullo los logros del socialismo, debe hablar del cambio de paradigma que no se dio en la Unión Soviética y que en el futuro sólo podrá darse tomando ejemplo lo que los revolucionarios latinoamericanos denominan Poder Popular.
Contra la cita descontextualizada
Hasta aquí he hablado de la forma de entender el marxismo que considero inoperante y estéril. Trataré ahora de oponer una alternativa, exponiendo qué es lo que yo defiendo.
Esta forma de entender el marxismo mitifica y rehúye el análisis concreto de la circunstancia concreta, apostando por repetir fórmulas del pasado y hacer un calco mimético de la experiencia rusa, incluso aunque estemos ante circunstancias históricas o geográficas completamente diferentes. Algo así como ponerse un abrigo de pieles en pleno verano sevillano porque, de estar en Rusia, sería necesario. Como diría Salvador Allende, cada país tiene su propia vía al socialismo. Pero la izquierda del Estado español, quizá excluyendo a la izquierda abertzale (véanse para ello los análisis de Euskal Herriko Komunistak), sigue teniendo cierta tendencia a la escolástica.
Cada secta esgrime su cita descontextualizada para justificar su política. Pero todo el mundo sabe que con un poco de tiempo y habilidad pueden buscarse citas al uso de Marx o Lenin para justificar algo o lo contrario. Si estás a favor del Frente Popular, acudes a La lucha de clases en Francia, donde Marx defiende la posibilidad de una alianza del proletariado con sectores de la burguesía, para derrotar a la aristocracia alemana. Si estás en contra, encontrarás, y además en la misma obra, que Marx rechaza toda alianza de clase cuando habla de Francia, porque allí ya se ha hecho la revolución burguesa. Si quieres justificar la apuesta por Comisiones Obreras, descontextualizas La enfemerdad infantil del izquierdismo en el comunismo, de Lenin; si te opones a ella puedes aludir al análisis sindical del II Congreso de la III Internacional Socialista (o a la misma creación de Comisiones Obreras, en detrimento del sindicato vertical OSE). Falta siempre un conocimiento operativo de las obras de Marx, Lenin y otros, que implica asimismo el conocimiento exacto de las coyunturas políticas concretas en que dichas obras fueron concebidas, así como la consideración del marco desde el que partimos nosotros. Todo esto se sustituye por el fetichismo de la cita descontextualizada que preside análisis y textos, en una batalla de frases infantil y paternalista que no invita a pensar por uno mismo.
Cambiar lo que deba ser cambiado
En mi opinión, debemos tomar de cada autor lo que nos interese: de Trotsky, de Stalin, de Mao, de Althusser, de Mandel, de Gramsci, de Mariátegui, de Rosa Luxemburgo, del Che Guevara (e incluso de autores anarquistas, como Malatesta)… O los aceptamos a todos, o buscamos figuras más incluyentes, que no dejen fuera a la mitad de los comunistas. No se puede predicar «la unidad de los comunistas» de otro modo. Debemos aprender de todos ellos y de muchos más, pero siempre enfrentándonos a nuestra realidad concreta. Sobre todo, debemos efectuar una reapropiación crítica del marxismo, con el objetivo irrenunciable de la colectivización de los medios de producción. No es eso lo que hay que superar; sin embargo, cada uno de los líderes de cada una de las revoluciones socialistas han efectuado una reapropiación crítica de sus predecesores.
Superar es adaptar las tesis fundamentales del marxismo a las nuevas circunstancias. De no haber superado a Marx (o, al menos, a la lectura de Marx que efectuaba su tiempo), Lenin no habría podido hacer ninguna revolución en Rusia; habría adoptado la tesis del introductor del marxismo en Rusia, Georgi Plejanov, según la cual había que esperar a que se produjera un desarrollo capitalista, a que surgieran las «condiciones objetivas» (un proletariado industrial moderno), etc. Tomando las obras más divulgadas, esa era efectivamente la tesis más marxiana, la más apegada a la doctrina del barbudo alemán (aunque en rigor, el propio Marx de la vejez, por ejemplo en 1882, fecha de su prefacio a la edición rusa del Manifiesto comunista, ha superado ya al joven Marx, economicista y etapista, de 1848; y admite, ahora sí, la posibilidad de una revolución en Rusia antes que en los países industriales). Más allá de Plejanov, Lenin le dio la vuelta a determinados aspectos de este primer marxismo economicista en El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899), donde expuso la «teoría del eslabón más débil», que trataba de demostrar la probabilidad de que la cadena del imperialismo se rompiera no por Alemania, sino por el eslabón más débil: Rusia. También matiza de manera importante la tesis marxiana de la «autoemancipación del proletariado», arguyendo en el ya aludido Qué hacer lo siguiente: «Los obreros no podían tener conciencia socialdemócrata. Esta sólo podía ser traída desde fuera. (…) La clase obrera está en condiciones de elaborar exclusivamente con sus propias fuerzas sólo una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos», si bien años más tarde aclarará que exageró esta postura porque la polémica con los economicistas le obligaba a hacer excesiva fuerza en esa dirección, como para enderezar un bastón torcido. Tal vez el concepto de autoemancipación en Marx sólo pueda comprenderse correctamente como una afirmación a una escala histórica, superior; con todo, es innegable que el leninismo refuerza la importancia del factor subjetivo.
El marxismo como creación heroica
Si Lenin supera a Marx (o a «cierto» Marx), nosotros debemos superar a Lenin y superarlos a todos, como ya hemos dicho. Marx defendía que la ideología está condicionada por los límites de cada época. Aplicando la metadialéctica, el propio Marx está condicionado por su época: el siglo XIX, la época del positivismo. Marx comete un craso error: el eurocentrismo. Como recordaba en un artículo reciente el comandante de las FARC-EP Jesús Santrich, comentando el libro de Nestor Kohan Marx en su (tercer) mundo, Marx hizo un análisis muy deficiente de la figura de Simón Bolívar, atacando al Libertador por haber emancipado a Latinoamérica del imperialismo… un imperialismo que habría acelerado la llegada de la etapa capitalista, la creación de un proletariado industrial y, por tanto, el socialismo. Por no hablar de Engels, que festejó así la conquista de California por parte de EE UU: «Es en interés de su propio desarrollo que México estará en el futuro bajo la tutela de los Estados Unidos. (…) ¿O acaso es una desgracia que la magnífica California haya sido arrancada a los perezosos mexicanos, que no sabían que hacer con ella?»
Hay que ser dialécticos, hay que renovar el marxismo constantemente; el marxismo no puede sonar a una cosa muy vieja llena de polvo. El comunismo debe ser un movimiento teórico-práctico en constante cuestionamiento de sí mismo. Como dijo Mariátegui, «el socialismo latinoamericano no debe ser calco ni copia, sino creación heroica». El europeo tampoco, añadiríamos nosotros. Hay que superar el eurocentrismo, el dogmatismo, la deshistorización, la pedagogía de la repetición, el sectarismo, la cita mecánica, la extrapolación de experiencias… Para ello, propongo leer a aquellos autores renovadores del marxismo, que practican un marxismo abierto, antidogmático, adaptado al mundo actual, como Nestor Kohan, Carlos Fernández Liria, Luis Alegre Zahonero, Santiago Alba Rico, Slovaj Zizek, Terry Eagleton, Marta Harnecker (que ha sabido evolucionar desde el DIAMAT hacia el marxismo abierto), James Petras, Carlo Frabetti, Iñaki Gil de San Vicente… Podemos diferir en muchas cosas; aprovechar otras; pero, al menos, estaremos creando, estaremos pensando nuestra propia realidad… en lugar de repetir fórmulas del pasado.
Contra el monoazulismo quijotesco y la vanguardia
Sin este enfoque renovador, antidogmático; sin este comunismo del siglo XXI es imposible comprender experiencias como la Revolución Bolivariana de Venezuela o el Movimiento de Liberación Nacional Vasco, sencillamente porque son espacios antiimperialistas que permiten crecer y acumular fuerzas para la lucha por el socialismo; procesos de integración que nos interesa que avancen, aun con sus contradicciones o peculiaridades. De ahí que los sectores más ortodoxos del trotskismo y el estalinismo no comprendan la necesidad de apoyar estos procesos sociales.
El marxismo anquilosado nos lleva al obrerismo monoazulista (calco quijotesco de Marx; enfoque que, en el mundo actual, deviene irreal y que, además, pasa por alto que casi todas las revoluciones socialistas han sido campesinas) y al vanguardismo (calco no menos quijotesco de Lenin, que lleva a las organizaciones comunistas a disputarse la dirección de los movimientos, dinámica que acaba por destruirlos). Debemos, por un lado, participar en los movimientos sociales, no sólo en el movimiento obrero; y, por otro, poner nuestras organizaciones, su capacidad logística y su experiencia organizativa al servicio de las luchas, en lugar de intentar liderarlas.
Por otra parte, ceñirse a un solo autor, dividirnos por matices, puede ser una necesidad en otras circunstancias históricas; pero en una situación de extremo repliegue, de subsunción real en el capital, sólo nos lleva a la ridícula sopa de letras que describimos al inicio de este escrito, situación más propia de los Monty Python que de la realidad misma.
Conclusión
No se trata, en suma, de unirse con quien sea y para lo que sea. Se trata de identificar la verdadera brecha, que no es entre trotskistas y estalinistas, sino entre los que deciden pactar con el sistema y entre quienes deciden (quienes decidimos) romper toda colaboración con el mismo. Se trata, además, de saber identificar cuál es nuestro papel aquí y ahora, lo que supone una superación dialéctica, crítica y creativa del legado teórico de los clásicos del marxismo. Se trata, por último, de renunciar a la jerga, a todo ese caudal de terminología decimonónica que sólo consigue espantar y que jamás podrá encajar en el mundo subjetivo del ciudadano medio. Sólo así, y en el seno del movimiento obrero y de los movimientos sociales, podremos reconstruir unos hábitos de actuación política que dejen de dar la impresión de una disputa extraña, sectaria y marginal; que resulten creíbles para cualquiera, para la gente de a pie. De lo contrario, nos arriesgamos a que el comunismo se convierta en algo parecido a lo que el Macbeth de William Shakespeare afirmaba acerca de la vida: «it is a tale, told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing».
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.