Calle comercial del distrito de Qianmen, en pleno centro de Pekín Mientras medio planeta sigue en shock por el resultado de las elecciones estadounidenses, millones de chinos están haciendo caca sentados sobre un inodoro de lujo llamado Trump que te lava y te seca el trasero con sólo apretar un botón. No es ni […]
Calle comercial del distrito de Qianmen, en pleno centro de Pekín
Mientras medio planeta sigue en shock por el resultado de las elecciones estadounidenses, millones de chinos están haciendo caca sentados sobre un inodoro de lujo llamado Trump que te lava y te seca el trasero con sólo apretar un botón. No es ni extravagancia ni tecnología punta, en realidad es algo que en Asia Oriental se lleva haciendo desde hace décadas aunque hasta ahora el inodoro más famoso era el Totó japonés. Pero China es cada vez más eficaz copiando y sobre todo mejorando originales aunque en este caso, que se sepa, no existe el inodoro Trump ‘made in USA’, lo que ocurre es que los chinos a menudo ‘roban’ nombres occidentales para sus empresas y hace más de 14 años que los fabricantes de inodoros Shenzhen Trump existen. Al margen de que el recuento de votos en Estados Unidos apunta a que más de 63 millones de norteamericanos pro-Clinton desearían vengar su derrota sentándose en ellos- hay quien se consuela con poco–, en el aire queda una incógnita: ¿es posible que las amenazas lanzadas contra China por el presidente electo durante su campaña, al hacerse realidad, se vuelvan en su contra y conviertan de facto al gigante asiático en una potencia comercial y política superior a Estados Unidos? ¿Acabarán todos los chinos sentados, rizando el rizo de la metáfora, sobre los inodoros Trump?
No hay brújula con la que leer qué pasos dará exactamente Donald Trump, célebre por su capacidad para improvisar y soltar exabruptos por vía analógica o virtual, pero un misterio en lo que a gobernar se refiere. Su aterrizaje real en política comienza ahora y por tanto sólo hay dos guías posibles de cara al futuro: sus promesas de campaña, como la de retirar a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (el famoso TTP) -la única promesa de la que ha hablado desde las elecciones, anunciando este lunes 21 de noviembre que emitirá una orden ejecutiva para retirar a su país del tratado en cuanto jure su cargo— y, sobre todo, las ideas de sus asesores, tanto de quienes le han aconsejado en su camino hacia la Casa Blanca como las de quienes finalmente acabarán ocupando cargos de gobierno. Son ellos quienes en realidad han dictado y dictarán la política de la Casa Blanca porque, cuanto más se sabe sobre el futuro presidente, más claro parece que aunque sus palabras hagan mucho ruido, el contenido de lo que dice no es cosecha propia.
La guerra comercial contra China es la obsesión pertinaz del único economista que ha asesorado hasta ahora al magnate inmobiliario: Peter Navarro. Este profesor de la Universidad de California, con un doctorado en Harvard, ha escrito una trilogía sobre China donde prima la visión más negativa y radical del gigante asiático. «Hasta que no se solucione el problema del comercio con China no puede haber prosperidad en la economía global», escribe Navarro. En 2011 Trump leyó uno de sus libros, Las próximas guerras de China: dónde se lucharán y cómo se ganarán, y desde entonces no ha dejado de alabarlo. Por eso buscó a su autor cuando entró en política. Muchas de las palabras del próximo presidente norteamericano pueden encontrarse en el libro. Navarro, además, también defiende la renegociación de Estados Unidos de tratados comerciales como el NAFTA y aboga por retirarse del TPP.
Con ese estilo característico mezcla de matón barriobajero y arrogante narcisista, Trump dejó claro desde sus primeros mítines que su campaña se apoyaría en el ataque despiadado contra dos enemigos de América: en el ámbito doméstico los malos iban a ser los inmigrantes; en el internacional el lobo feroz sería China. «No podemos seguir permitiendo que China viole nuestro país y eso es lo que están haciendo. Es el mayor robo de la historia del planeta», dijo en mayo. El público le jaleó y aquello dio titulares así que lo siguió repitiendo. Millones de puestos de trabajo en Estados Unidos y en otros muchos países se han externalizado porque la oferta de mano de obra barata se los ha llevado a China y la receta mágica de Trump (o de Navarro) para paliar el dolor es conseguir que las multinacionales estadounidenses regresen a producir a Estados Unidos. ¿Cómo? Utilizando el proteccionismo arancelario como herramienta para cambiar el tablero comercial internacional. En su escrito 7 Point Plan to rebuild American economy by fighting for free trade hay tres puntos clave respecto a China que Trump dijo que pondría en marcha en cuanto se sentara en el Despacho Oval: a) acusar a los chinos de manipular su divisa. El nuevo presidente estadounidense sostiene que está devaluada artificialmente y eso favorece comercialmente al país asiático, aunque todos los expertos coinciden en que está sobrevalorada; b) denunciarles por violar los tratados de comercio internacional (se sabe que el gobierno chino da subsidios a muchas de las industrias dedicadas a la exportación); c) elevar las tarifas arancelarias a las importaciones chinas un 45%.
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Según su receta, todo eso, unido a la bajada salvaje de impuestos para empresas y a la invitación a repatriar por un irrisorio porcentaje del 10% los beneficios multimillonarios de multinacionales como Apple — que gracias a la ingeniería fiscal apenas ganan dinero en Estados Unidos y por lo tanto apenas pagan impuestos allí–, provocaría un inmediato aumento de los fondos públicos, dispararía la producción propia estadounidense, elevaría las exportaciones, disminuiría la necesidad de importaciones y multiplicaría la creación de empleo, contribuyendo así a lograr el » Make America great again » (volver a hacer grande a América), el eslogan de su campaña.
Sin embargo, ni siquiera a los republicanos se les escapa que pese al éxito electoral del mensaje, aplicar esa receta a la realidad tendría efectos muy diferentes. Greg Mankiw, que asesoró a George W. Bush y al candidato republicano Mitt Romney en la campaña electoral de 2008 y 2012, ha definido la propuesta como «realmente decepcionante «. Wilbur Ross, un multimillonario con intereses en la industria del acero, el carbón, las telecomunicaciones y la industria textil y cuyo nombre suena (no es broma) como próximo secretario de Comercio, ya se está desdiciendo sobre el asunto de los aranceles. «No es lo que Trump ha dicho y no es lo que piensa hacer», dijo durante una entrevista en Yahoo Finance dos días después de las elecciones. Ross es uno de los muchos empresarios de los que Trump se ha rodeado durante la campaña y sabe bien que elevar los aranceles a las importaciones chinas podría llegar a ser catastrófico para la economía estadounidense puesto que China, con toda probabilidad, respondería elevando los suyos. Estados Unidos importa de China cuatro veces más de lo que exporta hacia el gigante asiático: en 2015 adquirió bienes por valor de 483.000 millones de dólares frente a los 116.000 que China se gastó en productos norteamericanos. Esos números sugieren que sería el gigante asiático quien más perdería en una guerra comercial contra la que aún hoy es la primera potencia mundial, pero la realidad es otra. Muchos de los productos que importan los americanos serían difíciles de sustituir ante una eventual guerra de aranceles puesto que en muchos casos se trata de componentes necesarios para la producción local estadounidense y ya nadie los produce en Estados Unidos, donde hay enormes cadenas de montaje en las que se ensamblan, por ejemplo, los componentes de un coche General Motors o de un avión Boeing, pero cuyas piezas sólo se fabrican ya en países como China o Vietnam puesto que el coste de producción en Estados Unidos elevaría demasiado el precio final de esos productos. Y en una economía global como la actual es difícil imaginarse a un empresario estadounidense abriendo fábricas de tornillos sólo para satisfacer la demanda interna. Y eso por no hablar de cómo se dispararía el precio de múltiples productos, desde ropa a teléfonos móviles, cuyo actual made in China garantiza precios de risa para el consumidor, muy por debajo de su valor de producción si ésta fuera nacional.
China, en cambio, no tendría grandes problemas para encontrar otros mercados; de hecho ya lo está haciendo. El pasado fin de semana se produjo el primer intercambio extraoficial de papeles: el defensor histórico del libre mercado desaparecía de la escena internacional con un Obama de bajo perfil resignado ya a la muerte inminente del TPP para cederle el testigo a los chinos, los nuevos representantes del capitalismo del siglo XXI. «Nosotros no nos cerraremos, vamos a abrirnos más», proclamó el presidente chino, Xi Jinping, en Lima durante la cumbre de Asia Pacífico (APEC). El encuentro, que reunía a 21 países que dominan el 49% del comercio mundial, sirvió para marcar distancias con el nuevo proteccionismo que predica Estados Unidos. «Debemos profundizar y expandir la cooperación en nuestra región. Cualquier intento de recortarla o excluirla debe ser rechazado», dijo Xi en una alusión indirecta al mensaje de Trump de abandonar el TPP (que se confirmó el lunes). Además de plantearse la posibilidad de que ese acuerdo continúe adelante sin la participación de Estados Unidos, Xi anunció que está trabajando para conseguir que se firme el Regional Comprehensive Economic Partnership (RCEP), que crearía otro pacto de libre comercio entre 16 países asiáticos, incluyendo a China e India. Además dijo que está dispuesto a abrir la puerta a la inversión extranjera (actualmente invertir en China es muy complicado) y ofreció sus proyecciones: China invertirá en los próximos cinco años 750.000 millones de dólares fuera de su país y recibirá 600.000 millones del exterior. Todo esto, además, pronunciado en el contexto de una visita a América Latina, donde la inversión china es la segunda en importancia tras Estados Unidos y donde la presencia (y la influencia) del gigante asiático se ha disparado en todas las áreas de la economía. Basta con mirar al canal de Nicaragua, cuya concesión por 50 años se ha otorgado a una empresa china, HKND, a cambio de que lo construya y se encargue de buscar la financiación para ello.
«China está aprovechándose de todo lo que ha dicho Trump durante la campaña para ocupar e incluso monopolizar el espacio político internacional. Ya veremos qué país tendrá razón. Yo sigo pensando que ver a China tomando las riendas del mundo es difícil por la estructura de su economía, la falta de transparencia, su forma de enfrentarse a la ley y la confusión entre poder político y económico», aseguraba en una entrevista en el Chicago Times Jean Pierre Cabestan, profesor de Ciencia Política en la Universidad Baptista de Hong Kong.
Sin embargo, parece claro que Estados Unidos tira piedras contra su propio tejado: «El rol de América está cambiando muy deprisa. La única buena noticia respecto a ser la gran superpotencia mundial es que los otros países nunca serán capaces de superar la capacidad propia de hacerte daño a ti mismo. Y eso son también las malas noticias», escribió en un comunicado Ian Bremmer, fundador de la consultora Eurasia Group.
El liderazgo de Estados Unidos en materia comercial también podría ser sustituido por el de China en el ámbito de la lucha contra el cambio climático. Si queremos tomarnos en serio todo lo que se escribe en Twitter (la nueva biblia de la verdad mundial), el concepto de calentamiento global «fue creado por y para los chinos para hacer no competitiva la manufactura estadounidense». Esto escribió el presidente electo en 2012, cuando ni siquiera andaba metido en política y sus tuits eran básicamente provocaciones desbocadas. Y aunque sólo fuera una de las muchas tonterías que ha tuiteado a lo largo de los años, sí ha servido de indicador sobre cuáles serán sus políticas en materia medioambiental: entre sus promesas electorales estaba la de no ratificar el acuerdo del clima de París y detener todos los pagos de Estados Unidos a la ONU relacionados con programas ecológicos. Además quiere frenar todos los programas de energías limpias impulsados por Obama y devolverle el poder a la industria de combustibles fósiles. Por si no bastara, ha puesto al frente de la transición de la agencia de protección medioambiental (EPA) a un negacionista del cambio climático, Myron Ebell. ¿En qué posición deja todo esto a China? Teniendo en cuenta que fue un hito de Obama conseguir que el país que más contamina del planeta accediera a firmar el acuerdo de París, a China ahora sólo le hace falta recoger públicamente el testigo que Trump indirectamente le ha lanzado. Y en cierto modo ya lo ha hecho. El tuit de 2012 ya ha servido para que el viceprimer ministro chino, Liu Zhenmin, le recordará hace una semana desde la Cumbre del Clima de Marrakech que los chinos no inventaron el calentamiento global sino que fueron precisamente dos presidentes republicanos, Ronald Reagan y George Bush padre, quienes impulsaron la creación del Panel sobre Cambio Climático en los años ochenta. «Tomar una posición proactiva respecto al cambio climático mejorará la imagen internacional de China. Es probable que su influencia y su voz aumenten y eso haga que su influencia, su poder y su liderazgo se extiendan a otras áreas más allá de la lucha contra el calentamiento global», vaticinaba, en una entrevista en Reuters, Zou Ji, el subdirector del Centro Nacional para la Estrategia sobre el Cambio Climático de China. Es decir, ellos ya saben qué camino deben tomar. Ahora sólo hace falta ver qué consecuencias tendrá abrazar ese nuevo papel.
Y todo esto sin mencionar la geopolítica, donde las áreas de influencia de China y Estados Unidos parecen abocadas a reescribirse bajo la Administración Trump. Una cosa es segura, si se cumplen las predicciones, la ‘Gran América’ de la que tanto ha hablado el estadounidense podría quedar sepultada bajo esa nueva China en la que la popularización de los inodoros Trump sea quizás la mejor metáfora.