No es recomendable para el análisis político tratar de comprender complejos procesos, como los resultados relativamente sorprendentes en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, a partir únicamente de la personalidad y la retórica de los protagonistas visiblemente centrales, en este caso, los candidatos de los partidos Demócrata y Republicano, Hillary Clinton y Donald Trump, respectivamente. […]
No es recomendable para el análisis político tratar de comprender complejos procesos, como los resultados relativamente sorprendentes en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, a partir únicamente de la personalidad y la retórica de los protagonistas visiblemente centrales, en este caso, los candidatos de los partidos Demócrata y Republicano, Hillary Clinton y Donald Trump, respectivamente. Ambas opciones, en realidad, representaban expresiones fenoménicas de la misma dominación y explotación capitalista y de los afanes racistas, supremacistas e imperialistas de la más poderosa potencia militar en el ámbito planetario, compartidos por toda la clase dominante de ese país.
Carlos Montemayor, nuestro extrañado amigo, solía utilizar como metáfora para explicar la esencia de la democracia capitalista una escena de la película Take the money and run (conocida en México como: Robó, huyó y lo pescaron), de Woody Allen, en la que el comediante personifica a un malogrado delincuente, quien en el preciso momento de iniciar con su pandilla el asalto a un banco, se topa con otra banda de ladrones amenazando con pistolas a los empleados, por lo que después de discutir a qué grupo debiera corresponder el hurto, al delincuente (Woody) se le ocurre poner el asunto a votación entre los asaltados, perdiendo por aclamación de la mayoría de las víctimas; en suma, la democracia burguesa consiste en elegir periódicamente quiénes nos van a expoliar en los próximos años.
El primer presidente afrodescendiente en la historia de Estados Unidos, Barack Obama, no llevó a cabo cambios significativos en beneficio de los sectores populares y la clase trabajadora. Por el contrario, sus medidas profundizaron las prácticas neoliberales en su país, iniciadas por Reagan y seguidas entusiastamente por Bill Clinton, favoreciendo la desregularización laboral y la trasnacionalidad corporativa; hicieron más extrema la polarización social, agravando la marginalidad y generalizando niveles de pobreza nunca observados en extensas zonas industriales y urbanas, las cuales cayeron en el abandono y la desesperanza; su gestión no pudo incidir en la impunidad racista-policiaca, y en su administración tuvo lugar el asesinato de miles de ciudadanos negros inermes en manos de la policía, siendo, además, el presidente que más inmigrantes sin documentos deportó en las últimas décadas: un total de 2 millones 768 mil 357, esto es, 40 por ciento más que Bush. El presidente demócrata también fue más lejos que su predecesor republicano en cuanto al involucramiento de su país en la estrategia de guerra permanente, duplicando el número de países en los que Estados Unidos lleva a cabo operaciones clandestinas de las fuerzas especiales; incrementó las tropas en Afganistán, así como el uso de drones para eliminar enemigos
sin importar daños colaterales
y siguió apoyando la guerra de ocupación en Irak; su gestión respaldó el golpe militar en Honduras; ha sostenido el bloqueo contra el pueblo cubano y no desmanteló la base de Guantánamo; ha continuado con la ocupación de Colombia mediante bases militares que amenazan a Venezuela y Bolivia. Todo ello, justificado por el derecho a llevar a todos los confines del mundo la guerra justa y necesaria
, de la que considera literalmente como la única nación indispensable
que existe en el planeta, y a pesar de los altos costos políticos internos que esto conllevaba en el plano electoral.
También, es necesario tomar en cuenta el perfil de votante que decidió el triunfo de Trump, que, de acuerdo con la investigación realizada por el consorcio Edison Research Election Pool, se trata de un hombre (53 por ciento votaron por Trump) de color de piel blanca (58 por ciento), mayor de 45 años (53 por ciento), sin grado universitario (67 por ciento), residente en una ciudad rural (62 por ciento), conservador (81 por ciento), protestante o cristiano (58 por ciento), blanco evangélico (81 por ciento), va una vez a la semana a la iglesia (56 por ciento), es casado (53 por ciento) e hizo servicio militar (61 por ciento). En política, los temas que más le interesan son la inmigración (64 por ciento) y el terrorismo (57 por ciento), considera que hoy día tiene una peor economía (78 por ciento), piensa que los extranjeros le roban el trabajo (65 por ciento), quiere que deporten a los inmigrantes (84 por ciento), desaprueba el trabajo de Obama (90 por ciento), está enojado con el gobierno actual (77 por ciento), y cree que debe construirse el famoso muro con México (86 por ciento). También, cree que Trump dará un gran cambio (83 por ciento), que tiene temperamento para gobernar a Estados Unidos (94 por ciento), y había decidido su voto desde hace tres meses (70 por ciento). Si a este perfil agregamos un sistema electoral indirecto, obsoleto y antidemocrático, el alto nivel de abstencionismo y el porcentaje de mujeres que votaron por Trump (nada menos que 47 por ciento del total), no obstante ser un misógino reconocido y un abusador sexual comprobado, que abiertamente denigra y cosifica a las mujeres; o, no menos importante, si consideramos los miles de votantes de Trump integrantes de las minorías hispanas y afrodescendientes, e incluso de origen árabe, a pesar del abierto racismo del candidato predicando el odio y la violencia contra toda diversidad, podemos concluir que el triunfo de Trump representa una expresión más del deterioro de un imperio. Este perfil corresponde al de esa población amorfa de ciudadanos descrita por Morris Berman en su libro Edad oscura americana: la fase final del imperio (México: Sexto Piso, 2008), que forma parte del oscurantismo estadunidense marcado por la religiosidad providencial y fundamentalista; la ignorancia ignorada, esto es, no reconocida (la peor de todas); los prejuicios racistas y la creencia en un jerarquía racial; la atrofia del sistema educativo y el pensamiento crítico y racional; el individualismo exacerbado y el patriotismo basado en las ideas del destino manifiesto y la visión dicotómica del mundo, entre buenos y malos, perdedores y ganadores; características que unificadas e intensificadas en coyunturas electorales conforman terreno fértil para los demagogos como Trump, quien expresa de manera estridente y pública las ideas que mantienen estos votantes, muchas veces soterradamente.
Del interior de Estados Unidos tendrá que surgir esa otra fuerza político-social que se oponga a Trump y a todo lo que él representa. ¡El neofascismo no debe pasar!
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2016/11/18/opinion/024a2pol