El reciente asesinato de la Miss Mónica Spear ha reabierto la discusión sobre la inseguridad en Venezuela, uno de los diez países más violentos del mundo. Por primera vez en mucho tiempo, ha habido una respuesta explícita por parte de las autoridades, que han promovido cambios drásticos en la política de seguridad: los civiles han […]
El reciente asesinato de la Miss Mónica Spear ha reabierto la discusión sobre la inseguridad en Venezuela, uno de los diez países más violentos del mundo.
Por primera vez en mucho tiempo, ha habido una respuesta explícita por parte de las autoridades, que han promovido cambios drásticos en la política de seguridad: los civiles han sido sustituidos por militares en puestos clave; ha habido un despliegue sin precedentes de las fuerzas de seguridad por todo el país y por si todo lo anterior fuera poco, parece haberse inaugurado una nueva era de entendimiento con la otrora irreconciliable oposición.
Se ha consumado así un giro reclamado desde hace tiempo tanto por algunos sectores del gobierno como por la citada oposición y su incombustible aliada, la prensa internacional: discurso securitario clásico y mano dura en la lucha contra el crimen. A nivel latinoamericano, nada nuevo; en términos venezolanos, algo notable: las urgencias securitarias de Maduro, parecen empujadas por la presión mediática, y suponen una ruptura en relación con las políticas, más orientadas a largo plazo y a la prevención, de su predecesor Hugo Chávez .
En este sentido, el trasfondo político debe ser considerado: las decisiones del actual Presidente podrían formar parte de los sutiles «reacomodos» políticos que están teniendo lugar al interior del chavismo tras la muerte del Presidente/Comandante.
A grandes rasgos, y en descargo de Maduro, puede decirse que el rosario de incompetencias, zigzagueos y ajustes de cuentas que caracterizan a la lucha contra el crimen, ni ocurren solo en Venezuela ni son exclusivamente atribuibles al chavismo. Evoquemos aquí un dato, a modo de recordatorio: en 1999, antes de la llegada de Chávez al poder, Venezuela ya era el séptimo país más violento del mundo.
Pese a ello, no todas las excusas son aceptables: de hecho, sostener que la lucha contra la pobreza terminará a largo plazo con la inseguridad y por ende, con la violencia (como ha sostenido, durante años, el chavismo) es no comprender la naturaleza de una problemática que tiene en la desigualdad y, por tanto, en la exclusión, uno de sus acicates.
Sin embargo, desigualdad y exclusión, tampoco lo explican todo: para empezar, es necesario enmarcar el problema de la violencia que padece Venezuela en un contexto y para ser más precisos, en un contexto internacional.
La dimensión internacional: una explicación escamoteada
Si contemplamos las cosas a vista de pájaro y trascendiendo el territorio venezolano, nos encontraremos con un dato estremecedor: 22 de los 24 países más violentos del mundo están en América Latina y el Caribe. El detonante, para casi todos ellos, hay que buscarlo lejos, muy lejos: allá cuando, en 1971, el ex Presidente estadounidense Richard Nixon le declaró la guerra al narcotráfico.
Fue por aquel entonces cuando las cosas comenzaron a torcerse para la, hasta ese momento, más o menos apacible América Latina. Simple y sencillo: la citada guerra contra las drogas disparó el crimen a niveles, hasta entonces, insospechados. El mecanismo fue sencillo: esta última, en lugar de acabar con el contrabando, terminó alentando un gigantesco tráfico de drogas desde América del Sur, el Caribe y Centroamérica, hasta Estados Unidos que, como efecto colateral, terminó inundando los citados territorios de armas.
Actualmente, las cifras cantan: cada año, en América Latina, hay tantos muertos (más de 100 mil) como en Siria, Libia, Pakistán, Afganistán e Irak juntos. Sin embargo, son pocos los que tienen conciencia de datos tan estremecedores.
De hecho, el conflicto que padece América Latina es silencioso -porque no hay conciencia de que exista, porque sus cifras están fragmentadas y porque no hay frentes de batalla formales- y cimenta su dinamismo en una característica típica de la región: la desigualdad y, su corolario típico, la exclusión. América Latina, más que una de las regiones más pobres del mundo, es una de las más desiguales.
Recapitulando: la circulación incontrolada de armas sumada a la desigualdad social es combustible para la violencia.
En la práctica, todo eso quiere decir que clamar contra uno u otro Gobierno (como acostumbra a hacerse en el caso de Venezuela) sin comprender que el problema es regional y, al mismo tiempo, social, es pecar de falta de seriedad. De hecho, no se puede solucionar ni aisladamente ni aplicando mano dura. Tampoco es serio achacar todo el problema a las dinámicas internacionales que acaban de ser descritas. De hecho, casos como el de Cuba, con uno de los índices más bajos de violencia de la región, o la significativa bajada de violencia en Brasil, ocurrida en los últimos años, demuestran que sí, que hay margen de maniobra.
La dimensión nacional: una contradicción tras otra
Cabe preguntarse por cómo maneja Venezuela ese margen de maniobra en la lucha contra la violencia. La respuesta es simple: el reciente viraje de Maduro parece ser solo el último bandazo de una serie tan larga como absurda. De hecho, evaluar la política de seguridad de Venezuela en general, y la del chavismo en particular, resulta complicadísimo: en menos de veinte años ha habido 25 planes de seguridad que han ido, desde políticas de Tolerancia Cero (al estilo Rudolph Giuliani) hasta orgullosas afirmaciones de que la lucha contra la pobreza acabaría a largo plazo y casi por sí sola, como por arte de magia, con el crimen.
En la práctica, todos los planes a los que se acaba de aludir, han resultado inútiles. De hecho, el número de homicidios se ha desbocado, pasando de 25 por cada 100 mil habitantes en 1999 a 39 en 2013.
Precisamente por eso, hay datos actuales que resultan incomprensibles: por ejemplo Venezuela, que tiene 50 veces más homicidios por habitante que España o Alemania tiene índices similares de población penitenciaria. Por si lo anterior fuera poco, es el cuarto país del mundo en masificación carcelaria. Queda la guinda: el Gobierno presume de haber destruido, entre 2003 y 2012, 287.838 armas . Lo insólito es que, según cifras oficiales, hay entre 9 y 15 millones de armas sueltas por el país . A ese ritmo harían falta 434 años para terminar de destruirlas todas.
No debe llamar la atención, por lo tanto, que la sensación de impunidad reine y persista. De hecho, ninguno de los aparatos de seguridad clásicos (policía, sistema judicial y sistema penitenciario) tienen la confianza de la población.
En paralelo, tampoco las Misiones Sociales parecen haber servido para frenar un crimen que se ceba, sobretodo, en las zonas urbanas deprimidas que, no hay que olvidarlo, son las que ponen el 80% de los muertos.
A grandes rasgos, el quid de la cuestión parece radicar en que, los enfoques de las políticas venezolanas de seguridad (antes y después de Chávez) no solo son erráticos sino contradictorios y sobre todas las cosas, ineficientes.
La violencia se combate a largo plazo y se necesitan planes sin interrupción. Se diseñan planes y más planes, quizás con buenos diagnósticos, pero o no se ejecutan como se planificaron o se dejan a medio hacer. En Venezuela, sin embargo, toda planificación es cortoplacista porque suele buscar resultados rápidos, políticamente vendibles: eso hace vulnerables a las políticas públicas, no solo a presiones externas, sino a estados emocionales colectivos, como el vivido recientemente tras la muerte de la Miss, Mónica Spear.
La dimensión local: un mundo desconocido
Comprender los barrios cuesta. Están ahí, a la vista de todos y aunque todo el mundo sabe que son causa y consecuencia de muchas cosas, se trata de estructuras sociales complejas.
Antes de Chávez se solía tirar por la calle de en medio: las incursiones violentas de las fuerzas de seguridad eran recurrentes e iban acompañadas de muerte y violaciones de derechos humanos. Ahora, aunque el chavismo logró frenar la represión, poniendo a los barrios en la agenda política, no ha sido capaz resolver el problema: la violencia sigue germinando en los cerros.
Casos como el de Spear hacen pensar que la inseguridad está desbordada y, aunque algo de eso hay, lo que la prensa, nacional e internacional, suele ignorar es que, la mayoría de los muertos, los ponen las zonas deprimidas de las grandes ciudades.
En términos generales, el problema central de los barrios es la exclusión. Desde que llegó Chávez, dentro de los barrios se come, la gente puede curarse y tienen acceso a la educación. Más allá de eso, la desolación, campa: no hay calles urbanizadas, no hay plazas, no hay jardines, no hay espacios ni servicios público. Tampoco hay farmacias, ni cines, ni tiendas, ni oficinas. Menos aún, policías, periodistas, oficinistas o asistentes sociales. Los barrios viven al margen de casi todo y están armados: en eso radica la matriz de la violencia en Venezuela.
Cuando, en 1999, Chávez asumió la Presidencia, se comprendió muy rápidamente que el principal problema para acabar con la citada exclusión, no solo era político (pues hasta entonces, los barrios o no habían existido o solían ser concebidos como problema) sino administrativo. Por eso se crearon las famosas Misiones Bolivarianas: para proporcionar una atención de urgencia y prioritaria a enormes áreas que la necesitaban.
Una década después ese modelo, en su momento válido e incluso ejemplar, es susceptible de crítica: de hecho, a día de hoy, el Estado sigue siendo casi inexistente en la periferia deprimida de las grandes ciudades. En la práctica, ni con Misiones ni sin ellas, el Estado logra integrar al entramado urbano, a estructuras sociales complejas… y en eso consiste el reto: lograrlo, será comenzar a desarticular la violencia; no lograrlo, por más fuerzas de seguridad y más alcabalas que proliferen, será un fracaso.
Conclusiones: otra política de seguridad es posible (¡y necesaria!)
Las generalizaciones y maniqueísmos sobre el crimen en Venezuela, abundan. Algunas observaciones, de las muchas que se hacen sobre este tema en la prensa nacional e internacional, son malintencionadas; otras, están gobernadas por la urgencia y la mayoría, desconocen los problemas de fondo.
En este complejo asunto, para empezar, las hay de cal y las hay de arena. De hecho, aunque por una parte resulta complejo detectar culpables definitivos, ya que la razón última de la violencia no tiene una dimensión nacional sino regional. Por la otra, es un hecho que a lo largo de los últimos años, el Estado – que tiene margen de maniobra – ha sido incapaz de elaborar una política de seguridad seria, continuada y constante.
Criticar al perverso capitalismo ha estado entre las tentaciones más recurrentes del chavismo aunque, apuntar al socialismo, ha sido una de las actividades preferidas de la oposición. Obviamente, ni una explicación ni la otra ayudan a resolver el problema cuando, lo que hace falta son diagnósticos rigurosos.
Dichos diagnósticos debieran centrarse, más en las causas -a las que casi todos aluden pero en las que casi nadie trabaja- y menos en las consecuencias. Hablar de causas, en Venezuela, es hablar de barrios; y hablar de barrios es hacerlo de una marginación que, sobretodo, es espacial.
Hasta ahora, el chavismo, ha logrado importantes avances en la lucha contra la pobreza pero se ha mostrado incapaz de integrar, realmente, a los barrios periféricos a los entramados urbanos: la violencia, que a todos nos alcanza y a todos nos impresiona, es una desgarradora demostración de dicho extremo.
Hoy por hoy, Venezuela, necesita planes y acciones centradas en cambiar el perfil urbano y geográfico del país. Hacerlo, como es obvio, no pasa por políticas facilonas de mano dura sino por políticas profesionales de transformación social.
En ese sentido, hay que comprender que los servicios de asistencia social, o los planificadores urbanos, son tan importantes, o más, que cualquiera de los aparatos represivos clásicos del Estado (policías, abogados, jueces). En los barrios, de hecho, no solo es necesario perseguir a los delincuentes: también, lo es prevenir… y para prevenir es preciso asegurarse cosas tan simples como que los niños acudan a la escuela, y los papás y las mamás a sus trabajos; que los enfermos mentales reciban la atención médica necesaria; que no haya violencia intrafamiliar; que los jóvenes busquen y encuentren empleo; que haya un mínimo de planificación familiar; que la cultura de la violencia no arraigue; que el trabajo y el estudio sea un valor contra la exclusión, etc., etc.
En los barrios, en definitiva, hace falta ‘normalidad’ pura y simple. Las zonas deprimidas de las grandes ciudades deben ser y parecer ciudad. Y para que eso ocurra, hace falta Estado, un Estado que le cambie el alma al tejido urbano y deje de pintarnos las casas de colores.
* Juan Agulló es sociólogo, [email protected] ; Rafel Rico Ríos es Ingeniero de Telecomunicación, @rafaelricorios [email protected] ; Dimitris Pantoulas es politólogo, @Dpantoulas [email protected]
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