Una de las grandes ironías de finales del siglo pasado es que en el momento preciso en que el establishment declaró que no hay alternativa a su consenso neoliberal (Tina, There is no alternative), también inició una campaña demagógica para «promover la democracia» en el mundo. Ambas campañas despegaron a inicios de los años ochenta; […]
Una de las grandes ironías de finales del siglo pasado es que en el momento preciso en que el establishment declaró que no hay alternativa a su consenso neoliberal (Tina, There is no alternative), también inició una campaña demagógica para «promover la democracia» en el mundo. Ambas campañas despegaron a inicios de los años ochenta; la primera se asocia, sobre todo, con Margaret Thatcher, y la segunda con la administración de Ronald Reagan.
Sin embargo, la pregunta obvia es ¿por qué es necesaria la democracia si en verdad no hay alternativa? De hecho, ese era precisamente el punto: con las formas neoliberales capitalistas firmemente, incluso dogmáticamente, consagradas, el establishment había puesto todo lo importante de su mundo a salvo de la democracia, y, a la inversa, había confeccionado una democracia totalmente inofensiva para su proyecto.
Aquí es donde Venezuela y su nueva Asamblea Constituyente vienen a colación. Con este paso se ha levantado el espectro de una forma de democracia que no es del todo inofensiva y «segura» desde el punto de vista de los lineamientos del establishment, una forma de democracia que podría cuestionar unos cuantos de sus dogmas. Es por eso que temen esta iniciativa mucho más que una dictadura -forma de gobierno en la que, a decir verdad, suelen encontrar algunos de sus mejores aliados-, e insisten en confundir la una con la otra.
Así, esta Constituyente está en el centro de un debate, pero un debate que tiende a estar mal planteado. Aplicando sólo una pizca de teoría política se puede demostrar que en verdad la disputa gira más en torno al Estado de derecho (o sea, al marco legal del Estado) que a la democracia. En la modernidad, el Estado de derecho ha ido restringiendo cada vez más el alcance de lo que está sujeto a la toma de decisiones por vías democráticas. Si tomamos como referencia la democracia ateniense -en la que básicamente todo estuvo abierto a consideración-, podemos observar una caída libre que comienza con el nacimiento de la democracia estadounidense a finales del siglo XVIII. Es un desplome marcado por la extracción, en forma progresiva, de más y más elementos del ámbito de la res publica para llegar a la situación actual, en la que la democracia liberal es prácticamente impotente para efectuar cambio significativo alguno.
Ahora Venezuela ha comenzado a buscar a tientas una salida a este laberinto. El mayor temor del establishment mundial y de la oposición venezolana no es en realidad la dictadura, sino «el gobierno de las turbas»: es decir, la mayoría actuando fuera de su control. Sin embargo, debido a que no pueden admitir que temen a las mayorías, denominan «dictadura» los primeros pasos inexpertos de las masas. Pero no debemos dejarnos engañar. De la mayoría históricamente excluida de la democracia no se puede esperar delicadeza y elegancia en sus primeros pasos de estreno en la palestra, pero ¿quién dijo que la democracia ha de ser elegante?
En Venezuela los problemas que hoy enfrentamos son de larga data. Bolívar, siempre profético, luchó constantemente contra el dogmatismo liberal y la actitud leguleya, yendo hasta el extremo de cuestionar, en una carta al mariscal Sucre, el valorar leyes por encima de los líderes, y principios por sobre los hombres. Hoy en día, cuando los estados parecen incapaces de resolver los grandes problemas del mundo, las ansias de los poderosos de matar en la cuna una nueva forma de organizar la democracia lucen muy sospechosas. En contraposición, el espíritu bolivariano -la búsqueda creativa de nuevas formas que superen los marcos jurídicos existentes para así confrontar tareas difíciles- merece nuestros aplausos.
Bolívar se calificó como el «hombre de las dificultades», pero en eso quedó corto. De hecho, aquel hombre enfrentó situaciones más o menos imposibles. Por ejemplo, cuando tras la gesta independentista se empeñó en unir un continente desgarrado por localismos empedernidos, en aras de resistir la dominación europea y estadounidense. También cuando se esforzó por adaptar modelos de gobierno ajenos, de origen europeo, para servir las necesidades propias de los latinoamericanos. Tratando de salir al paso de estas y otras aporías, sus armas principales fueron la creatividad y la constancia.
En muchos sentidos, la situación continental y venezolana hoy no difiere significativamente de la de aquel entonces. Se presentan situaciones «imposibles» que nos convocan a buscar arreglos con creatividad y constancia. Podemos describir el dilema venezolano como el de un país periférico que, aun atado inexorablemente al mundo por la naturaleza de su economía, busca alcanzar su soberanía. Por supuesto, lo que luce imposible en términos sociales y políticos es, en gran medida, relativo a los esquemas que uno tenga a mano. El esquema más restrictivo hoy en día es el de la democracia liberal. En Venezuela el movimiento bolivariano lucha constantemente por deshacerse de esta camisa de fuerza. Otro escollo se puede presentar con el marxismo esclerótico (que precisamente por eso no es marxista). Por estas razones, un socialismo creativo, inquebrantablemente anticapitalista pero sin absolutos, parece ser el mejor antídoto «bolivariano» para ambos atolladeros.
Esta Asamblea Constituyente no ha tenido un parto fácil. Las sombras de la violencia opositora (incluyendo sus linchamientos racistas y atentados aterradores), junto con el posicionamiento agresivo de la Casa Blanca y de varios países de la región son las amenazas más obvias. Sin embargo, también hay grandes obstáculos internos; el más notable de éstos es el control de las cúpulas a expensas de las organizaciones de base insuficientemente representadas en la Constituyente. Es obvio que estas cúpulas intentarán mantener el control de la nueva instancia de poder y limitarla a cumplir funciones mínimas que sirvan a sus intereses particulares.
Vale la pena recordar que este año es el del centenario de una revolución en la que las nuevas formas democráticas asumieron un papel protagónico. El estatus de los propios soviets (consejos) estaba sujeto a un continuo tira y afloja no sólo frente a las fuerzas de la derecha sino también a las de la izquierda. Precisamente en el mes de agosto se cumplen cien años del momento en el que los obreros rusos, en una campaña para derrotar el golpe del general Kornilov, retomaron la consigna «Todo el poder a los soviets» que la dirección bolchevique había intentado retirar del juego. A decir verdad, este tipo de forcejeo será necesario a gran escala si nos proponemos que la Constituyente tome vuelo y realmente sirva a las aspiraciones populares.
Sin lugar a dudas hoy enfrentamos un mundo desgarrado por grandes contradicciones. Son las contradicciones de un capitalismo en crisis crónica que tienden a ser exportadas y magnificadas en los países periféricos, donde operan como fuerzas centrífugas que no pueden ser contenidas bajo la débil fuerza centrípeta de un Estado liberal. El resultado inevitable es que, para evitar el caos, una rama del gobierno tiende a dominar a las otras.
Cabe resaltar que, desafortunadamente, entre los esfuerzos por superar este dilema, versiones de la derecha, como las democracias iliberales de Viktor Orbán y Recep Tayyip Erdogan, son las más visibles. Siendo así las cosas, es difícil comprender por qué hay tanto desprecio -incluso desde ámbitos progresistas- por el esfuerzo casi único de un pueblo sudamericano que se propone una superación por la izquierda del Estado liberal.
Chris Gilbert es profesor de estudios políticos en la Universidad Bolivariana de Venezuela.
Fuente: http://brecha.com.uy/b
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.