Como no creo que de la Organización Mundial de Comercio pueda provenir alguna solución, tampoco me alegra que haya fracasado su más reciente ronda de negociaciones, más bien me gustaría poder decir: «No me interesa». La insistencia latinoamericana en tratar de encontrar en la OMC una solución al intercambio desigual, es como intentar curarse la […]
Como no creo que de la Organización Mundial de Comercio pueda provenir alguna solución, tampoco me alegra que haya fracasado su más reciente ronda de negociaciones, más bien me gustaría poder decir: «No me interesa».
La insistencia latinoamericana en tratar de encontrar en la OMC una solución al intercambio desigual, es como intentar curarse la cabeza con remedios para los pies. Para América Latina, el comercio con los países desarrollados, no es parte de la solución sino del problema. No se trata sólo de incomprensiones, sino de deformaciones estructurales que únicamente tienen solución desde dentro.
Las economías latinoamericanas surgieron como apéndices encargadas de abastecer a las metrópolis, mediante un modelo económico depredador, basado no en el comercio, sino en el saqueo. Europa no sólo no pagó por el oro, la plata, las maderas, la papa, el maíz, el tomate, el tabaco, el azúcar y el café de América Latina, sino que impidió que sus pobladores adquirieran la solvencia necesaria para consumirlo. Con la independencia, lejos de corregirse, la deformación se acentuó.
El latifundio y la plantación sobrevivieron a la colonia y los esclavos, las mitas y las encomiendas fueron sustituidos por campesinos y obreros pauperizados con mínimo acceso al consumo. Al no industrializarse los países ni modernizarse la agricultura, no creció un campesinado próspero ni una clase obrera solvente, en ningún país latinoamericano se desarrolló un mercado interno ni jamás hubo una población con suficiente liquidez como para absorber los resultados de su propia producción.
Como parte de la misma deformación, para que aquellos que podían consumir dispusieran de las mercancías necesarias, se desarrolló una mentalidad importadora y se establecieron exenciones aduaneras que facilitaron la entrada de todo tipo de productos extranjeros, muchas veces fabricados con materias primas extraídas de nuestros países.
Como mismo ocurrió en otras esferas, las reglas aplicadas por Europa a la economía de las colonias, no tienen nada que ver con las políticas desplegadas en su territorio, donde el progreso estuvo basado en el crecimiento de la economía interna, proceso que, sin desdorar el comercio, privilegia el consumo de los habitantes de cada país. Esa filosofía condujo a los procesos de unificación nacional, a las monarquías absolutas, las uniones aduaneras y a las republicas.
El neocolonialismo que se estableció como una opción de dominación por las metrópolis ante la descolonización que sucedió a la II Guerra Mundial, coincidió con una etapa de auge económico y de maduración de la lucha de clases, que aconsejó a la burguesía europea y norteamericana aplicar políticas sociales que condujeron al llamado «estado de bienestar».
Ese proceso de bonanza económica caracterizado, entre otras cosas, por el consumo masivo e incluso irracional, fue posible por el auge de las fuerzas productivas y la elevación de la productividad del trabajo en la posguerra, la puesta en circulación de enormes masas de dinero para la reconstrucción de Europa, el empleo de nuevos materiales y la disponibilidad de energía abundante y barata.
La actual coyuntura latinoamericana se caracteriza por otra nueva imposición que pretende hacernos creer que mediante el comercio, sobre todo el libre comercio que lleva a deponer todas las actitudes de protección de la industria y la agricultura nacionales, podrán resolverse nuestros grandes problemas.
Precisamente, cuando aparece la posibilidad de que un aumento del consumo de la población latinoamericana sirva de acicate a las economías nacionales, Estados Unidos y Europa maniobran para apropiarse de esos mercados.
Todo indica que las posiciones de los países del MERCOSUR en su conjunto y de Venezuela en particular, que al promover el empleo, la calificación de la fuerza de trabajo, la reforma agraria, el apoyo al campesinado y a la industria nacional, está produciendo un auge sin precedentes del consumo interno, que se transforma en una locomotora que hala hacía adelante la economía nacional.
Me sumo a la crítica a los países desarrollados por el subsidio que ofrecen a sus productos agrícolas, para proteger a sus campesinos y empresarios, aunque me gustaría que de este lado se tomaran medidas análogas. También los campesinos y empresarios latinoamericanos pueden y deben ser apoyados y protegidos y no abandonados, con las insólitas decisiones de abrir nuestros mercados y someternos a las reglas de la Organización Mundial de Comercio.