El caos de los últimos dieciocho meses ha supuesto una crisis para la derecha. Nacionalizar bancos que han concedido préstamos irresponsablemente no formaba parte de ningún guión del laissez-faire. El modelo económico predominante en los últimos 30 años ha llegado a su fin de ruta, lo mismo que llegó el modelo socialdemócrata de postguerra a […]
El caos de los últimos dieciocho meses ha supuesto una crisis para la derecha. Nacionalizar bancos que han concedido préstamos irresponsablemente no formaba parte de ningún guión del laissez-faire.
El modelo económico predominante en los últimos 30 años ha llegado a su fin de ruta, lo mismo que llegó el modelo socialdemócrata de postguerra a mediados de los 70 después de tres décadas (de bastante más éxito). Pero no se sigue de ello, como asumen muchos en la izquierda, que el mundo haya cambiado para siempre jamás. Eso es pensar de un modo holgazán. Sin una crítica intelectual de lo que ha ido mal y de lo que se precisa hacer para enderezar las cosas, las cosas volverán más o menos a donde estaban antes del diluvio.
Cuando concluyó la Edad de Oro de la postguerra a mediados de los 70, la derecha disponía justamente de esa crítica. Estaba preparada, dado que había pasado los 30 años previos sosteniendo que la gestión de la demanda llevaría a la inflación, que la fortaleza de los sindicatos erosionaba los beneficios y que pagar impuestos más elevados a un gobierno más poderoso estaba privando de inversiones al sector privado. La mayor parte del trabajo pesado lo llevaron a cabo comités de expertos partidarios del libre mercado que, siguiendo el título del excelente libro de Richard Cockett, estaban listos para «pensar lo impensable». Estos comités de expertos estaban bien financiados por el sector de negocios y podían echar mano de especialistas universitarios para configurar las medidas políticas de los gobiernos de Reagan y Thatcher.
El contraste de hoy en día es sorprendente. No ha habido nada equivalente a una Escuela de Chicago en la izquierda que suministrase la justificación intelectual de un gobierno más intervencionista. Y magra ha sido la evidencia de comités de expertos de centroizquierda que tirasen del Nuevo Laborismo mientras éste se movía con paso seguro en los últimos 15 años hacia la aceptación de soluciones basadas en el mercado para casi todos los problemas. Con la excepción de Jon Cruddas, Vince Cable y un puñado de miembros del pelotón de los raros, apenas sí ha habido verdadero interés en Westminster por un pensamiento alternativo.
Por esta razón es por lo que el gobierno británico se encuentra ideológicamente desamparado mientras trata de gestionar la crisis. El laborismo tiene el control de los bancos pero quiere cederlo cuanto antes. Quiere que los bancos recuperen el equilibrio financiero, pero también quiere cercenar sus tipos de interés para que el crédito vuelva a los niveles del año pasado. Pensar así equivale a la esperanza de que con tipos de interés más reducidos, recortes de impuestos y unos cuantos pescozones a la supervisión financiera se puede retrotraer el reloj a julio de 2007.
No fue éste el enfoque de Thatcher en 1979. En lugar de exhortar a los sindicatos a portarse mejor en el futuro, utilizó el Invierno del Descontento para imponer controles legales a sus actividades. El Invierno del Descontento del capital ha resultado mucho más largo, mucho más generalizado y mucho más dañino que los acontecimientos del invierno de 1978-79, pero la respuesta ha sido bastante menos robusta. Desde luego, comienza a aparecer como una oportunidad perdida de dimensiones catastróficas.
A estas alturas, habría que decir que la izquierda no mayoritaria se ha mostrado activa desde que el derrumbamiento del Muro de Berlín anunció la era del fundamentalismo de mercado, y tanto los marxistas como los Verdes disponen de una crítica de lo que ha ido mal y lo que se precisa hacer ahora. Y estas críticas merecen tomarse en serio. Al fin y al cabo, resulta fácil imaginarse a Marx examinando los acontecimientos de los últimos dieciocho meses y concluyendo que el nuevo orden económico global creado desde 1990 fue el último golpe de dados del capitalismo y que los desequilibrios, las montañas de deuda y la congelación final del sistema bancario eran todos ellos síntomas de un sistema irreparable.
El fetichismo del crecimiento
Los verdes dicen que es aquí donde se acaba si se idolatra el crecimiento. Vivir por encima de nuestros medios no sólo tiene como resultado mayores niveles de deuda y déficits en la balanza de pagos sino que es sintomático de un desprecio temerario por la capacidad de carga del planeta. Tratar de revigorizar un modelo económico erigido sobre niveles cada vez mayores de consumo es un error.
De modo que los marxistas tienen una explicación y a los Verdes no les falta la suya. ¿Dónde está, sin embargo, lo que podríamos llamar la izquierda tradicional, los socialistas democráticos, los keynesianos, el ala no revolucionaria del movimiento progresista? La respuesta es que, durante los 13 años que duró el liderazgo de Tony Blair en el Partido Laborista, fue bastante dócil.
Podría haber una explicación sencilla: los argumentos tradicionalmente desarrollados por quienes creían en el capitalismo gestionado, la economía mixta y los mercados regulados han brillado por su ausencia. Mediante un proceso de darwinismo social, las ideas promulgadas por los adalides del libre mercado en un extremo del espectro, y los marxistas y los Verdes en el otro, han sobrevivido porque tienen intelectualmente más sentido.
O bien, puede simplemente que lo que hayas existido es una monumental falta de coraje, que se desprendía de un liderazgo desmoralizado por cuatro derrotas electorales y que veía la adhesión al mercado como vía de acceso al éxito político. El obsesivo control del alto mando laborista vino a suponer que se mantuviera cerrado a las ideas de los diputados inconformistas, del mundo académico o de los comités de expertos de la izquierda; llegar hasta los ministros no suponía pensar lo impensable sino lo tediosamente predecible.
Ello ha tenido consecuencias desafortunadas a largo plazo. La capacidad de los progresistas mayoritarios de desarrollar una crítica del mundo neoliberal queda ilustrada por las ONGs del desarrollo que se sentían menos obligadas a congraciarse con los responsables políticos, y que a partir de mediados de los años 90, atacaron el consenso de Washington. Se divulgó toda suerte de ideas radicales: que el libre comercio podía no ser siempre bueno para economías vulnerables; que había un papel en el desarrollo para un estado activista en el desarrollo; que privatizar la salud y la educación llevaría a tener a más gente enferma y menos niños en el colegio.
La crisis presenta por tanto una oportunidad de oro y una amenaza para la izquierda. La debacle financiera se ha metamorfoseado en declive económico de brutal severidad; por otro lado, el margen de maniobra será breve, se ha perdido mucho tiempo y no hay por ahí mucho dinero para financiar pensamientos celestiales. El estamento académico norteamericano tiene al menos a Joseph Stiglitz y Paul Krugman; por desgracia, no hay ninguna señal de un Keynes británico para el siglo XXI.
Los especialistas académicos, los políticos y los comités de expertos tienen poco más de seis meses para presentar ideas que influyan en la política antes y después de las elecciones. Deberían concentrarse en unos cuantos terrenos.
Uno de ellos serían las finanzas, donde el debate debería pasar de la política fiscal pseudokeynesiana a lo que Keynes en realidad defendía: controles permanentes y severos del sector financiero de modo que los responsables de elaborar la política puedan acometer metas de bienestar social y pleno empleo. Eso significa nacionalizar los bancos, controles sobre el crédito y actuar contra los paraísos fiscales, eso como mínimo.
El segundo sería la vivienda, en la que la noción de que el sector privado vaya a construirá hogares suficientes para albergar a casi dos millones de familias ha saltado por los aires. El gobierno debería comprar suelo a las constructoras afectadas y organizar su propio programa de edificación de viviendas.
Por último, se precisa una visión de lo que es la buena sociedad, del mundo que la izquierda quiere crear. La derecha del libre mercado dispone de una. Los marxistas tienen la suya y los Verdes también. A menos que la izquierda socialdemócrata disponga de su propia visión -y pueda articularla plenamente-, estará acabada.
Larry Elliott
dirige la sección de economía del diario británico The Guardian.
Traducción para
www.sinpermiso.info: Lucas Antón