Los informantes siempre han constituido un indicador de la resiliencia de una forma de republicanismo que hunde sus raíces en las mejores tradiciones de la Revolución Americana. La incomodidad con la concentración del poder ha sido una seña de identidad del liberalismo estadounidense desde que las trece colonias se independizaron de la corona británica. De […]
Los informantes siempre han constituido un indicador de la resiliencia de una forma de republicanismo que hunde sus raíces en las mejores tradiciones de la Revolución Americana. La incomodidad con la concentración del poder ha sido una seña de identidad del liberalismo estadounidense desde que las trece colonias se independizaron de la corona británica. De Daniel Ellsberg con sus Pentagon Papers, en 1971, a Bradley Manning y su aporte a WikiLeaks, hace tres años, decenas de ciudadanos han arriesgado libertad y honor para exponer al gobierno en sus intentos de ocultar información a los ciudadanos o de vigilarlos sin su consentimiento. Esta figura es tan propia de la cultura política estadounidense que la palabra que la designa en inglés, whistleblower, no tiene una traducción adecuada al español. Ello nos obliga a decir de Edward Snowden, la más reciente y notoria expresión de este rol, que es un informante, a sabiendas de que esta definición puede tener carga negativa en nuestro idioma.
Cada informante, al soplar su silbato (la acción a la que se refiere el término en inglés) sabe que va a suscitar reacciones tan encontradas como las que provoca un árbitro en una partida deportiva. La porción liberal, de centroizquierda, de la opinión pública, aunque también la libertarian, esos ácratas de derecha tan propios del ecosistema político de Estados Unidos (con quienes Snowden ha asumido algún compromiso, como donante de la campaña presidencial del republicano Ron Paul), aplauden, mientras el Estado y el establishment profieren amenazas, todas creíbles.
Las circunstancias en las que actúa un informante son, por otra parte, tan cambiantes como determinantes para definir las consecuencias de sus actos. En tiempos de la Guerra Fría, al menos luego de que Joseph McCarthy fuera censurado, la condena guardaba proporciones con la disputa sorda e incruenta entre Washington y Moscú. Las coordenadas geopolíticas eran precisas y también lo eran las consecuencias de develar el secreto de Estado. En tiempos de unipolaridad, y en especial después del 11 de Septiembre de 2001, tales consecuencias son tan impredecibles como se cree que es el entorno de seguridad que rodea a Estados Unidos.
Ian Lustick, profesor de la Universidad de Pennsylvania, definió el ambiente posterior a los ataques terroristas en el título de su libro de 2006, Atrapados en la guerra contra el terrorismo. Allí sugiere que el país ha olvidado la máxima de Franklin D. Roosevelt de que lo único que se debe temer es al temor mismo, lo que ha permitido que la amenaza difusa no-estatal que planea sobre el país envuelva a sus instituciones y condicione el debate público sobre la política de seguridad y permita que ésta tome vida propia. Se crea así un contexto en el que los actores de la política de seguridad sólo rinden cuentas ante sí mismos.
Un total de 45 diferentes agencias gubernamentales maneja hoy en Estados Unidos información ultrasecreta. Más de 1.900 empresas privadas están habilitadas para proveer servicios a esas agencias. El marco legal en el que opera esta constelación público-privada es una herencia de la Guerra Fría, la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Exterior (FISA), de 1979, renovada, reforzada y modificada luego de 2001. El control de legalidad de estas actividades de inteligencia y recolección de información está en manos de una corte cuya integración y procedimientos son secretos y que, aunque sus miembros son nominados por el presidente de la Corte Suprema de Justicia, funciona en la órbita del Poder Ejecutivo, dentro del Departamento de Justicia. El mandato de FISA fue ampliado en 2004, cuando se incluyó una cláusula autorizando a que se investigue a los llamados «lobos solitarios». Contrariamente a la exigencia fijada previamente de probar la conexión entre individuos y Estados enemigos, a partir de la modificación de la norma, el universo de actores que era legítimo vigilar empezó a ser prácticamente ilimitado.
Edward Snowden trabajó tanto para el gobierno, en la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) del Departamento de Defensa, como para Booz Allen Hamilton, una de las compañías habilitadas para proveer servicios al complejo de inteligencia. Al decidir hacer público el espionaje urbi et orbi que practicaba la NSA, Snowden sólo sabía que la administración Obama ha tomado un decidido partido contra informantes como él y que ha buscado darles base doctrinaria, a través de dictámenes del procurador general Eric Holder, a prácticas como los asesinatos selectivos y el uso intensivo de aviones no tripulados para esos fines. Difícil imaginar que pudiera elegir otro camino que no fuera huir del alcance de las autoridades.
La actitud del gobierno estadounidense confirmó que Snowden, al abandonar el país, optaba por la alternativa más racional después de filtrar su información al diario londinense The Guardian. A la cancelación, casi de rutina, de su pasaporte, le siguieron presiones sobre los gobiernos de los países a los que se trasladó. Al intentar cerrar el cerco y basado en pistas de inteligencia que se revelaron falsas, Washington puso en evidencia que el mismo estado de excepción que habilita a espiar a sus propios ciudadanos y a países aliados, pone en suspenso la tenue legalidad del derecho internacional.
El episodio de la denegación temporaria de la autorización de sobrevuelo sobre Portugal, España, Francia e Italia al avión presidencial boliviano debe verse, en efecto, como un síntoma de que la trampa de la guerra contra el terrorismo encierra también a la política exterior de Estados Unidos. La presión intensísima sobre los aliados europeos, que pusieron en riesgo en el corto plazo la fluidez de su relación con América Latina sin que mediara reflexión ni capacidad de resistirse a Washington, no cabe describirla perezosamente como un reflejo imperial idéntico en naturaleza a acciones similares llevadas a cabo en contextos diferentes. Por el contrario, es la propia guerra contra el terrorismo mordiéndose la cola la que vemos en acción. Con un chasquido de los dedos, la voraz máquina de inteligencia hizo esfumarse el incipiente plan de reacercamiento a América del Sur, Venezuela incluida, que venía junto con la designación de John Kerry como secretario de Estado de la segunda administración de Barack Obama.
La guerra contra el terrorismo como sobredeterminante de la política exterior de Estados Unidos nubla la capacidad de su gobierno de definir con precisión su interés nacional. Así, no es extraño que un teórico del realismo como el profesor de Harvard Stephen Walt haya reclamado desde las páginas del Financial Times que Snowden debe obtener rápidamente un perdón presidencial.
Dejemos para otro análisis la cuestión de si el interés nacional de alguno de los países que las ha hecho está bien servido por las ofertas de asilo a Snowden en América Latina, pero no perdamos de vista que la búsqueda de un límite al control estatal sobre los ciudadanos que movió a Snowden es la búsqueda de una alternativa a un estado de excepción planetario que es tan liberticida como ineficaz para combatir al terrorismo.
Gabriel Puricelli. Presidente del Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.lpp-buenosaires.net/)