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El programa de la ONU Petróleo por Alimentos

Un escándalo puede ocultar otros

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Traducido para Rebelión por Juan Vivanco

Un escándalo ha levantado un gran revuelo en el Congreso estadounidense. Se cree que entre 1996 y 2003 el presidente Sadam Hussein pudo desfalcar cientos de millones de dólares del programa «petróleo por alimentos». Por otro lado, altos funcionarios de las Naciones Unidas (en especial el director del programa, Benon Sevan) se habrían embolsado jugosas comisiones. Por último, algunos políticos extranjeros, en especial franceses, también habrían sacado tajada. Son acusaciones graves y merecen, sin duda, una investigación profunda.

Pero cabe hacer una primera observación. Desde 1966 existía una enorme cantidad de documentación pública sobre el programa «petróleo por alimentos». Esta documentación permite conocer al detalle todos los datos, como la lista de los artículos suministrados a Irak cada semestre. El comité encargado de aplicar las sanciones, formado por representantes del Consejo de Seguridad, decidía por consenso esta lista y todas las transacciones iraquíes. No se podía tomar ninguna decisión sin el aval de Estados Unidos que, respaldado por el Reino Unido, suspendió contratos de cientos de millones de dólares con el pretexto de que los productos podrían ser utilizados para un programa de armas de destrucción masiva -que, como ahora sabemos, sólo existía en la imaginación de los estrategas de Washington-. De modo que el programa estaba sometido a un control estricto, y si ha habido irregularidades, Estados Unidos es por lo menos tan responsable como la ONU (1).

También se podría hablar del desfalco de decenas de miles de millones de dólares perpetrado por la comunidad internacional a través de la Comisión de Compensaciones de la ONU (UNCC por sus siglas en inglés), con sede en Ginebra (2). Con el pretexto de indemnizar a quienes habían sufrido la invasión iraquí, esta comisión, manipulada por Washington, ha detraído hasta el 30% de los ingresos petroleros de Irak para pagar «reparaciones» a empresas tan pobres como la Kuwait Oil Company. Uno de estos reembolsos, de 200 millones de dólares, se hizo en… abril de 2005, dos años después de la caída de Sadam Hussein, cuando el gobierno iraquí estaba mendigando créditos desesperadamente.

Pero el escándalo más flagrante no ha merecido ninguna comisión de investigación. Las sanciones contra Irak, adoptadas en agosto de 1990 y mantenidas tras la liberación de Kuwait en 1991, han tenido efectos devastadores, que seguirán notándose en Irak durante mucho tiempo. Los medios informativos han hecho hincapié en las dificultades del país para conseguir alimentos y medicamentos -aun después de iniciarse el programa «petróleo por alimentos» en 1966-, pero poco han hablado de las consecuencias demoledoras de las sanciones para la sociedad iraquí. Las infraestructuras fueron deteriorándose poco a poco, pese a la extraordinaria inventiva de los ingenieros iraquíes; los servicios esenciales para la población, como los ministerios, las centrales eléctricas o el agua potable, se debilitaron, y la corrupción, hasta entonces inexistente, se instaló en todos los niveles sociales. La delincuencia proliferó: los vecinos de Bagdad, que solían dejar abiertas las puertas de sus casas y sus coches, tuvieron que encerrarse a cal y canto. Cuando se produjo la invasión estadounidense bastó con esa última arremetida para que el Estado, ya carcomido, se desmoronase.

Las sanciones han tenido otra consecuencia nefasta sobre la población. La emigración de una parte de las clases medias, que ya había empezado antes de 1991 debido a la brutalidad de la dictadura, se aceleró. El país fue quedándose sin personal técnico y administrativo. Muchos jóvenes, hasta entonces escolarizados, abandonaron los estudios para atender a las necesidades familiares. Así fue creciendo una generación de casi analfabetos. La universidad quedó aislada del extranjero, ya que la comisión de sanciones prohibía el simple envío de una revista científica. El país sufrió un retraso de 15 años, y no va camino de compensarlo.

Y todo esto, ¿para qué? Las sanciones, como reconoce todo el mundo, no afectaron a los dirigentes del régimen, que siguieron disponiendo de recursos importantes. En realidad sirvieron para reforzar el dominio del régimen en vez de debilitarlo pues, a través del sistema de racionamiento, el partido Baas ejercía un control minucioso sobre la población, y el régimen habría podido sobrevivir unos cuantos años. Estas sanciones, además, explican la dificultad actual para reconstruir Irak, que no debe atribuirse únicamente a la creciente resistencia armada, sino también a la antigüedad de las infraestructuras y a su deterioro. Aunque tampoco es ajeno a este fracaso el afán estadounidense de acaparar todos los contratos de reconstrucción. Para restablecer el fluido eléctrico, por ejemplo, se requería el concurso de una empresa alemana, Siemens, y otra sueca, ABB, creadoras de la moderna red eléctrica iraquí; para el teléfono había que recurrir a la francesa Alcatel, que había instalado las redes y conocía el terreno. Pero Washington quería castigar a los gobiernos de la vieja Europa y de paso premiar con jugosos contratos a varias empresas que sufragan al Partido Republicano.

Las sanciones han causado cientos de miles de víctimas civiles, han desestabilizado uno de los Estados más importantes de la región y han desencadenado un proceso de fragmentación. ¿A quién juzgarán por esto? ¿Qué comisión hará balance de estos errores que todo el Cercano Oriente está pagando con creces? ¿Quién nos garantiza que el día de mañana Estados Unidos y la ONU no emprenderán de nuevo el camino de las sanciones, que castigan a todo un pueblo por el crimen de sus dirigentes?

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(1) Véase Joy Gordon, «La droite américaine diffame les Nations unies», Le Monde diplomatique, febrero de 2005.
(2) Véase «L’Irak paiera!», Le Monde diplomatique, octubre de 2000.