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Un futuro predecible dentro de cuatro años

Fuentes: Revista Pueblos

Los economistas son los seres que dan razones cercanas a la realidad sobre lo que ocurrió hace unos años y que generalmente son puros mortales porque no saben cuándo se producen los cambios de ciclo. En la crisis que estamos padeciendo es cierto que, en el caso de la economía española, se han incrementado las […]

Los economistas son los seres que dan razones cercanas a la realidad sobre lo que ocurrió hace unos años y que generalmente son puros mortales porque no saben cuándo se producen los cambios de ciclo. En la crisis que estamos padeciendo es cierto que, en el caso de la economía española, se han incrementado las opiniones sobre la inviabilidad de haber mantenido unos patrones de crecimiento fundamentado en la construcción inmobiliaria, muchas veces especulativa y financiada en última instancia a base de créditos exteriores, dada la limitada capacidad de ahorro, y una balanza comercial y de pagos deficitaria (la segunda del mundo).

La crisis de la economía española, tanto por la insuficiencia de capacidad productiva (los servicios turísticos son amortiguadores de lo anterior, pero no son suficientes), como por la excesiva polarización inversora, productiva y en empleo en la construcción inmobiliaria, estaba «cantada». Los economistas se hacían cuestionamientos desde principios de la década sobre la duración de ese afán constructor. El mantenimiento, o incluso incremento, de los problemas estructurales (déficit de ahorro interno y déficit en la balanza comercial y de pagos) se explicaba por una euforia colectiva, el incremento de la población en el mercado laboral -debido al boom de la inmigración- que también tiraba del consumo, los bajos tipos de interés real y por ser una «región» dentro del espacio euro que, supuestamente, diluía esos problemas.

En todo caso, los otros aspectos que prejuzgan un futuro cercano han tenido una variación levemente positiva, pero como se ve por lo que está aconteciendo ahora, totalmente insuficientes para el tsunami que se nos viene encima. Nos referimos a las inversiones productivas diferentes a la construcción: las infraestructuras ligadas al transporte de mercancías, muy polarizadas en las carreteras; las inversiones ligadas a la mejora de la eficiencia productiva (ahorro energético y de otros factores); la liviana mejora de la productividad; la estabilidad de la estructura empresarial donde predomina la pyme nacional y una relevante presencia de medianas y grandes empresas filiales de trasnacionales cuyos centros de decisión son de fuera de nuestras fronteras; o las inversiones cuyos resultados maduran a medio o largo plazo, como la Investigación y Desarrollo. Pero también se ha producido un incremento de la proverbial dependencia financiera, sólo hay que ver que dentro de los ingentes beneficios pasados, el sector financiero ha ganado un porcentaje de dinero superior al de otros sectores.

La actual coyuntura económica

Las expectativas se han truncado rápidamente. El globo especulador inmobiliario pincha en una coyuntura de elevadas transferencias de rentas mundiales, como consecuencia de las alzas de las materias primas, de los países occidentales a los proveedores energéticos. Pero no hay que olvidar que durante décadas ha habido un desigual reparto del crecimiento, disminuyendo en la renta nacional el porcentaje dedicado a los salarios a costa del crecimiento de las rentas de los beneficios -tanto en los gobiernos del PP como los del PSOE, y en general en todos los países occidentales- junto a una redistribución de la carga fiscal (con aumento de la presión fiscal global, pero disminuyendo los tipos de los impuestos directos). Todo ello ha provocado un aumento espectacular de las deudas de los particulares con respecto a los bancos y las de éstos con el resto del mundo, para financiar esas hipotecas y esos déficits). Esto ha originado, una vez que se tiene conciencia de la crisis y un aumento de la morosidad, una quiebra de confianza global (y específicamente en el sistema financiero) y, sobre todo, un resquebrajamiento de la «autoridad moral» de los gurús del capital por ser los que dirigían las bridas de un capitalismo sin control, abusivo y basado en las ganancias especulativas.

Por supuesto, este tsunami ha repercutido en diferente medida según el país, en función del origen y volumen de sus rentas, siendo más grave sobre todo en aquellos países donde el sector financiero tiene una mayor significación (el caso de Islandia o Reino Unido es significativo). Pero la velocidad de traslación a la economía real, a la pérdida de confianza en los ciudadanos que han restringido su consumo, la ha profundizado y acelerado más. Y encima, ¡estos economistas no tienen respuestas sobre cuándo va a acabar la crisis!

La lógica económica señala que tienen que bajar los precios de los activos allí donde se haya producido una sobreoferta, en función de la capacidad de la demanda. Los poseedores de esos activos sufrirán una pérdida patrimonial si los venden y, aunque no lo hagan, su intención de consumo (efecto riqueza) disminuirá, al ser conscientes de su menor capacidad de generar ingresos. Esto les ha ocurrido a numerosos inversores de cualquier tamaño, incluyendo a las familias.

Nuestro país, que tendría que superar los errores económicos del pasado reciente, al hilo de la crisis mundial, se encuentra con demasiados frentes abiertos. Una disminución del efecto riqueza y la constatación de la crisis económica, con el aumento del paro, provoca una retracción al consumo que profundiza en un círculo vicioso la propia crisis. Con el añadido de que, si bien los activos pueden perder su valor, la hipoteca es una deuda cuya garantía es el bien hipotecado. Pero ésta es una deuda personal y, por lo tanto, en caso de impago, se puede ejercer el embargo sobre el bien hipotecado y la diferencia entre el precio de la venta de ese bien en el mercado (a un menor valor que el de adquisición) se puede seguir reclamando. Es decir, el deudor tendrá que hacer frente al resto de la deuda no satisfecha tras desprenderse del bien hipotecado. Este drama que afecta a personas jóvenes e inmigrantes no ha alcanzado niveles escandalosos, de alarma social, porque las entidades financieras saben que es mejor alargar el tiempo de pago de la hipoteca, reducir la cuota, que lanzar al mercado actual invendibles viviendas. Pero eso no quita que sí se esté produciendo este fenómeno.

Tenemos en estos momentos una población residente en edad de trabajar superior a la demanda de trabajo, pero que no llega al objetivo fijado en Lisboa de una tasa de actividad del 66 por ciento para 2010. Cuando acababan de bajar de los dos dígitos las cifras de desempleo en pleno ciclo expansivo, sin práctica discontinuidad, nos acercamos hoy a los 4 millones de desempleados (sin contar la aceleración de las prejubilaciones). Dando por buena la medida de mantener la legislación previsoria sobre acceso y duración del seguro de desempleo y subsidios, ya hay una cantera, según la última Encuesta de Población Activa, de cerca de 827.000 personas en cuyas familias todos están en desempleo, pero que todavía, en muchos de los casos, tienen cobertura de desempleo. Si se alarga la crisis en el tiempo, habrá más número de parados, y entre éstos, más personas a las que se les haya agotado esta cobertura.

La atonía productiva está produciendo medidas como Expedientes de Regulación de Empleo (ERE), en sus dos variantes, de reducción de empleo y de suspensión o reducción de jornada. Los últimos suponen, en principio, el mantenimiento en el puesto laboral, y el dejar de percibir los salarios normales y pasar a recibir provisionalmente desempleo. Sólo en Cataluña, en 2008, se han producido 808 expedientes de todo tipo, que han afectado a más de 29.000 trabajadores.

La extensión de estos expedientes (y ante las peticiones de garantía de continuidad de la actividad productiva) ha hecho revisar la experiencia española de la crisis de los años ochenta, por lo que se han desempolvado respuestas paliativas como las de «poner el contador a cero», lo que significaría el no considerar el tiempo de desempleo consumido en los expedientes de suspensión en caso de que tras los mismos se produzcan despidos. La práctica de externalizar las cuantías que aseguren los complementos o los convenios con la Seguridad Social de las personas prejubiladas es ya una exigencia lógica, nadie se fía de la fortaleza empresarial de nadie. O la casuística de las prejubilaciones anticipadas.

Pero estas prácticas que afectan a las grandes y medianas empresas son fantasías cuando se va al terreno de la microempresa, que simplemente desaparece y tiene que ser Fogasa -el organismo público de cobertura última de las garantías salariales- la que cubra las indemnizaciones de las empresas quebradas. El año pasado se pagaron por este concepto 434 millones de euros, un 14 por ciento más que en el año 2007.

La disminución de ingresos públicos, tanto la derivada de la lógica de cambio de ciclo como la surgida de la asunción de los planteamientos social liberales de este Gobierno, con reformas en los impuestos directos o la supresión de los mismos (cuando este país tiene una carga fiscal general de 5 puntos menor a la media europea) reduce el margen de provisión de servicios públicos. De ahí que los grandes retos sociales se vayan a ralentizar.

Retos sociales

Nuestro país sigue dedicando, como corolario a la menor carga fiscal, menores recursos medios al gasto social. No sólo los objetivos de la ley de la dependencia irán despacio, sino también otros objetivos sociales de radical compromiso moral. La fragilidad de las redes de atención social, dependientes en muchos casos de entidades locales, que no tienen capacidad presupuestaria, es un hándicap para que puedan cumplir su misión convenientemente. Se seguirá sin revisar y tendrá escasa prioridad en la agenda política, y por lo que parece en la preocupación de la ciudadanía, el evitar el fracaso escolar, causa de que se mantenga la estratificación social, perpetuándose así unas diferencias sociales y un clasismo social y laboral evidente. Otro elemento preocupante lo configuran las diferencias de atención sanitaria entre unos lugares y otros.

Además, la pobreza se va a ampliar a inmigrantes recientes o a antiguos, en profesiones de intenso desempleo (con el peligro de que se generen fenómenos xenófobos por parte de los mismos trabajadores, alimentados por una red ideológica de personas de toda condición), a jóvenes y a familias monoparentales. La debilidad de las redes asistenciales y la dilución de núcleos familiares tradicionales (que históricamente han servido de colchón solidario) puede provocar guetos nacionales en el caso de inmigrantes recientes no integrados y bolsas de pobreza de nacionales.

En resumen, ha pasado demasiado tiempo en el que se ha querido ser cigarra y se han desaprovechado recursos. Ha habido mejoras evidentes, mayor empleo y riqueza, aunque desequilibrada; se ha disminuido el volumen de la deuda pública, mejorando el margen de maniobra. Ya en los albores de la crisis, las actuaciones públicas españolas en un primer momento fueron diseñadas sin tener en cuenta la gravedad de la misma, al disminuir impuestos sólo a las personas con renta, no mejorar significativamente el consumo y vaciar las arcas públicas para medidas más activas. Los cambios normativos encaminados a reducir los impuestos en época de vacas gordas han sido un despropósito con difícil solución.

Las actuales medidas keynesianas de reparto de fondos a las entidades locales tienen el efecto positivo de su difusión espacial, pero también un problemático resultado de mejora económica estructural a medio y largo plazo. Las medidas sectoriales tienen más en cuenta la capacidad de presión empresarial (y sindical) de esas grandes empresas que el diseño a medio y largo plazo de qué es lo que se quiere en el país.

La necesaria inversión en educación, en evitar el fracaso escolar (verdadera gangrena social), la formación profesional o la investigación tiene más la visión de ser el resto del presupuesto que una prioridad política. Se puede recurrir al déficit y al aumento de deuda (si la compran) durante un tiempo y una proporción. Pero va a disminuir globalmente el nivel de vida, y en su reparto no está nada claro que existan los mecanismos equitativos adecuados, ni unas redes sociales que puedan aguantar el volumen de necesidades que eviten la marginación, la pobreza y la creación de guetos sociales, frente a una sociedad integradora y cohesionada.

Santiago González Vallejo es economista. Este artículo ha sido publicado originalmente en el nº 36 de la Revista Pueblos, marzo de 2009.