Hablar, leer o escribir sobre Palestina es acercarse al dolor. En esta ocasión ha sido un libro lo que me ha llevado a sentirlo: Una tierra con gente. Voces de Palestina (Barcelona, Descontrol, 2020), coordinado por Sofía Caamaño y Sònia Bajona, en colaboración de la asociación Laylac, acrónimo del Centro Palestino de Acción Juvenil para el Desarrollo de la Comunidad.
El libro está conformado por los relatos orales de 6 mujeres y 6 varones que habitan en Cisjordania, uno de los dos territorios, junto a Gaza, donde se ha recluido y hacinado a cuatro millones de personas. Salvo uno de ellos, que vive en el municipio de Hebrón, residen en el municipio de Belén y tienen una relación con el campo de Dheisheh. Son testigos, protagonistas y víctimas de una realidad que dura ya más de siete decenios, cuando Palestina fue dividida en dos estados, se expulsó de inmediato a cientos de miles de personas de sus hogares y con el paso de los años han ido sufriendo la merma de sus territorios, continuas agresiones militares o la violación permanente de los derechos humanos.
Entre los recuerdos que cuenta Jamila, originaria de la aldea de Zacarías, está lo vivido siendo niña cuando en 1948 se inició la ocupación y expulsión de sus hogares. Conocido ese hecho con el término Nakba, su traducción al castellano resulta altamente significativa: la catástrofe. Y así lo cuenta: «Eran la dos de la mañana y yo estaba durmiendo en mi cama cuando un repentino estruendo me despertó: era el sonido de los cohetes con los que las milicias israelíes estaban atacando el pueblo».
Aisha es más joven, pues nació en 1960 en el campo de Dheisheh. Las penurias por las que pasó fueron grandes: «no había ni luz ni agua (…): la electricidad llegó en 1973 y el agua en 1984». Es algo que el paso del tiempo no ha logrado mejorar, por los «constantes cortes de agua y luz» y por la merma de las ayudas procedentes de la UNRWA. «Por todo ello, los campos de personas refugiadas siguen siendo los lugares en los que más se sufre».
«Mis primeras memorias se remontan a la segunda intifada. La ocupación se llevó mi infancia y mi adolescencia; es imposible ser niño bajo la amenaza constante de que te arresten o asesinen». Es lo que cuenta un varón anónimo, que ha preferido no dar su nombre. Y entre sus preocupaciones, ayudar a «comprender las raíces» del pueblo palestino y participar en su liberación: «creo que será necesaria una transición justa, en la que la gente que cometió crímenes pague por ello, confiese y pida perdón (…). [Sobre] el futuro de las personas judías que viven aquí (…) muchas se irán porque no aceptarán vivir en un Estado palestino; pero las que se queden, las que lo acepten, creo que deben ser tratada como unas ciudadanas más, sin ninguna diferencia con el resto».
Najía es madre de nueve hijos e hijas, y ha tenido una vida que ha estado marcada por las detenciones en la familia y hasta la muerte de uno de sus hijos. «Su padre había sido arrestado, así que tomaron conciencia de la situación política desde muy temprana edad y crecieron con alma luchadora. Cuando empezó la primera intifada, a una de mis hijas la arrestaron y a otra la hirieron y, más adelante, detuvieron por primera vez a mi hijo Ghassan, cuando tenía solo diecisiete años. A partir de ese momento, empecé a tener siempre en la cárcel a alguno de mis hijos: primero arrestaron a Mohamed y Ahmad, y después otra vez a Ghassan. (…) Cuando Ghassan decidió empezar [una huelga de hambre] a finales de julio de 2015], mi hijo Moataz estaba participando en un proyecto en Francia, [pero] decidió volver para apoyar a su hermano y, en una de las manifestaciones de apoyo a los huelguistas, los soldados israelíes lo mataron».
Al propio Ghassan Zawahra se refiere a su estancia en varias cárceles israelíes: «Allí quieren rompernos física, psicológica y emocionalmente para despolitizarnos, y tienen muchas maneras de hacerlo, desde controlar las cosas más pequeñas -como nuestro acceso a mecheros, comida o nuestras salidas al patio-, hasta la violencia física extrema. Y conozco muy bien su funcionamiento porque estuve más de una década allí dentro». A las pocas semanas de contar, en diciembre de 2018, Ghassan volvió a ser arrestado.
Otro varón ha querido mantener su anonimato. Herido por los soldados israelíes en una de las protestas habidas durante la segunda intifada, nos cuenta las penurias que pasó durante su detención: «Me encerraron durante ciento trece días solo en un cuarto oscuro y cada cuarenta y ocho horas me llevaban a la sala fría dejándome allí dentro, en ocasiones, durante tres días seguidos. Querían hacerme sufrir para que me rindiera y les diera información, pero nunca dije ni una palabra».
Ahmad Lahham trabaja en un centro sobre los derechos de las personas y conoce a fondo las estrategias que el estado israelí desarrolla sobre la población palestina en lo cotidiano. Habla del muro que se ha construido para recluir, como una forma de apartheid, a la comunidad palestina. Por eso dice: «No solo sentimos nuestra libertad coartada cuando queremos desplazarnos por el territorio, sino que Israel limita cada pequeño aspecto de nuestras vidas. Una de las política que utiliza para controlarnos es la de solicitud de permisos, que yo considero de las herramientas más peligrosas que ha instaurado el régimen colonial (…) tenemos que pedir autorización para todo: para ir al médico, construir una casa, cultivar nuestra tierra, repararla… para cada detalle necesitamos un permiso de la administración civil -que no es civil en absoluto ya que está dirigida por la inteligencia militar israelí-«.
Munir es un comerciante de Hebrón, que ha visto cómo su actividad ha ido decreciendo ante las injerencias derivadas de la ocupación de la ciudad por el ejército y el progresivo asentamiento de población israelí en una parte de la ciudad. En la calle donde tiene la tienda, que proviene de su abuelo, «solamente seis vendedores conseguimos permiso para reabrir nuestros negocios. Sin embargo, a día de hoy solo quedamos tres (…). Yo la puedo mantener abierta porque mis hijos ya son mayores, trabajan y puede ayudarme; mi familia es pequeña y con lo que gano puedo sobrevivir».
Ilham Issa Abu Kheara es una mujer valiente y madre de dos hijas pequeñas, que vive en Al Walaja. Ha sufrido la demolición de su casa por el ejército israelí. Cuando eso iba a tener lugar, conoció la solidaridad de la gente, que «se metió dentro [de nuestro hogar] para que no pudieran destruirlo. Ante esta situación, los soldados pidieron refuerzos y empezaron a arrestar gente, tirar gas lacrimógeno, disparar… Esa noche, más de veinte personas resultaron heridas y algunas acabaron encarceladas».
Fátima estuvo viviendo en el campo de Dheisheh desde que tenía tan sólo cuarenta días. El momento en que, durante la Nakba, su familia fue expulsada en 1948 del pueblo de Deir Rafat. En la actualidad vive en otro pueblo, Doha, junto a Belén. Cuenta que su «realidad se endureció mucho durante la Guerra de los Seis Días [en 1967]», en la que su marido y su hermano Alí fueron combatientes. Alí fue condenado a la pena de «siete vidas» y posteriormente otros dos hermanos fueron asesinados. Toda su vida ha estado marcada por ello, lo que le ha llevado a mantenerse activa: «A pesar de mi avanzada edad y de la imposibilidad de involucrarme en la resistencia palestina como lo hacía antes, no he dejado de luchar a mi manera para que las futuras generaciones no sufran el mismo dolor que he padecido yo».
Abrar Saed es una joven estudiante de obstetricia, pero ha hecho de la pintura su afición y su forma de lucha a través del grupo Laylac. Lo explica con estas palabras: «La pintura puede ser una manera de confrontar la ocupación. Nuestros murales no solo nos sirven para expresar nuestros sentimientos, sin también para que la gente de fuera y las nuevas generaciones entiendan la situación en la que vivimos».
El pintor Naji Owda nació en Dheisheh, donde se ha mantenido toda su vida. Ha participado en cuantas formas de resistencia se han ido sucediendo, incluida su preocupación por mantener y desarrollar formas de vida comunitaria. Es uno de los impulsores de Laylac, cuyo «objetivo es crear conciencia en la nuevas generaciones sobre el contexto político y la ocupación, abrir espacios para que la gente pueda expresarse y fomentar que los jóvenes contribuyan a la comunidad con su trabajo».
(Publicado en el blog de autor: https://marymeseta.blogspot.com/2020/11/un-libro-necesario-una-tierra-con-gente.html).