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El libro de Christian Harbulot L’art de la Guerre Économique

Un nuevo campo abierto al análisis de la economía real

Fuentes: Rebelión

Hay libros que nos sitúan en un nuevo campo del saber, que ensanchan nuestros horizontes del pensar, que nos permite enjuiciar la realidad desde una nueva perspectiva o nos trae a primer plano de la reflexión intelectual una manera de analizar postergada, por no decir olvidada. El libro de Christian HARBULOT, L’art de la Guerre […]

Hay libros que nos sitúan en un nuevo campo del saber, que ensanchan nuestros horizontes del pensar, que nos permite enjuiciar la realidad desde una nueva perspectiva o nos trae a primer plano de la reflexión intelectual una manera de analizar postergada, por no decir olvidada. El libro de Christian HARBULOT, L’art de la Guerre ÉconomiqueSurveiller, analyser, proteger, influencer (VA Éditions, 2018), posee esas virtudes y nos mueve a analizar la realidad económica y empresarial con otras antiparras distintas de las habituales en medios académicos universitarios, pero que encajan bien en lo que podrían considerarse casos particulares acaecidos en el sistema económico, particularmente en el subsistema de planificación según lo entendía John Kenneth Galbraith, en el que se concentra la mayor parte del poder y donde la guerra económica tiene más sentido e intereses, también por sus vínculos (y «puertas giratorias») con el sector público y el poder político.  

Los méritos de Christian Harbulot son muchos, relevantes y especializados en relación con la materia tratada, dirigiendo, en París, la Escuela de Guerra Económica desde su creación en el año 1997, concebida por él mismo y por el general Pichot-Duclos, en relación con el general François Mermet, cuya carrera viene marcada por la creación de la Dirección de Información militar en 1992. De los antecedentes, desde 1990, y carrera profesional de Harbulot, pasando por el interés mostrado por generales del Estado mayor francés, hasta su incorporación al grupo Planeta, nos da cuenta el preámbulo de Philippe Baumard, subrayando que «La originalidad de Christian Harbulot, particularmente en La machine de guerre économique, es haber logrado sustraerse a su pasado de militante» [maoísta]. También subraya el método pedagógico inventado por Harbulot, que pone a sus alumnos a aprender la asimetría practicándola, sometiéndolos a prueba mediante casos reales y no con los manoseados estudios de caso de la Harvard Business School, que cuentan historias falsas o deformadas. Los alumnos «deben practicar argumentos subversivos en batallas económicas perdidas por adelantado; probarse en la guerra psicológica y en los conflictos informacionales entre potencias económicas yendo a buscar casos de víctimas de conflictos comerciales y proponiéndoles sostenerlos; meter en el cajón los modelos liberales de información perfecta e inventar criterios de interpretación que integren estos nuevos «tableros de ajedrez»: la influencia, la contra argumentación, la desestabilización por la información, la comunicación persuasiva en las dimensiones fuera del mercado, la lógica del fuerte al débil.» (p. 14)

Christian Harbulot señala, en la introducción, lo que persigue en este libro: recorrer, a lo largo de los últimos treinta años, la aplicación de su enfoque de la guerra económica. Desde la primera guerra del petróleo, los enfrentamientos económicos están en el corazón de las relaciones internacionales y su evolución: petróleo, gas, agua, materias primas, o la potencia económica de China, están en la base de la confrontación; también el intento de evitación de la moneda americana para los intercambios por parte de Rusia e Irán; o la búsqueda y descubrimiento de nuevos recursos en los océanos o bajo la capa de hielo polar. Aparecen nuevas fuentes de tensión entre estados y entre grupos industriales, al margen de la competencia, falseándola con nuevas barreras proteccionistas, nuevas formas de dumping, mediante leyes restrictivas sobre la propiedad intelectual, o, incluso, con métodos coercitivos como la aplicación extraterritorial de sus normas legales por parte de los EE. UU., arma de presión económica a no dudarlo a la que se somete el resto de los países occidentales sin rechistar y para vergüenza de quienes enarbolan discursos sobre la soberanía, como Francia. Internet ha abierto la puerta a una nueva evolución de los conflictos, dando a la guerra económica una dimensión multipolar y multidimensional.

¿Es la guerra económica un nuevo arte de la guerra?, se pregunta Harbulot a modo de título del primer capítulo. Tomando pie en una cita de la obra de Sun Tzu, El arte de la guerra (véase mi comentario en SYN@PSIS N. º 83, julio-agosto 2016: Sunzi y su libro El arte de la guerra. Editorial Trotta, S. A. Séptima edición: 2010): la de que más vale vencer al enemigo sin combatir, y señala que la mayor parte de las acciones de guerra económica son de esa naturaleza indirecta, que pueden darse entre potencias bien durante una guerra militar: mediante bloqueos, cierre de los ejes de intercambio, destrucción del aparato industrial del enemigo, bien en tiempos de paz: mediante embargos, sanciones diversas, pillaje tecnológico, depredación comercial. En el caso de enfrentamiento competitivo, se trata, más bien, de trampas puestas al adversario para hacer fracasar sus estrategias de desarrollo, echarle de un mercado, crearle dificultades financieras, o fragilizar su enfoque comercial, para socavar su imagen (p. 21).

Nos brinda su comprimida síntesis de la guerra económica en sus hitos históricos, siempre bajo el objetivo de querer unos pueblos enriquecerse a costa de otros; su nueva dinámica de origen asiático, con Japón como precursor intentando deshacerse del yugo de la colonización occidental tras la II Guerra Mundial, logrando convertirse en la segunda potencia mundial a finales de los años 80, pero frenada luego por la entente entre los EE. UU. y Europa. Corea del Sur emprendió, tras la guerra de Corea, un camino similar al iniciado por Japón; pero ha sido China el mejor ejemplo de esa «interiorización asiática», resultado «de la combinación de dos voluntades: la búsqueda del poder y la lucha contra los invasores. La primera ha sido teorizada por Sun Tzu en el siglo V antes de J-C. La segunda por Mao Tse Tung […] el primero puso en perspectiva las relaciones evolutivas entre el fuerte y el débil. El segundo la ha enriquecido en el siglo XX con los principios del dominado y el dominante.» (p. 26) Aunque traducidas sus obras principales, los occidentales no han asimilado su significación, centrada su atención en los escritos de Macchiavello, digamos de paso que olvidadizos también, muchas veces, del rey Fernando el Católico, del que Baltasar Gracián escribiera El Político en el año 1640.

Los análisis y lo que son más que anécdotas que nos cuenta Harbulot sobre China, así como su encuadre de guerra económica, nos abrirán los ojos y fundamentarán algunas intuiciones, impresiones o aprensiones que podamos tener con respecto al gigante asiático, que ha sabido utilizar las armas del débil para no ser dominado. Son ejemplos esclarecedores los del «tecno globalismo» de Japón, cortocircuitado por los occidentales; las denuncias de pagos de los conglomerados («chabolas») coreanos del sur a la confidente de la presidenta Park-Geun-Hye, desarticulando en parte el núcleo estratégico del aparato industrial sudcoreano, con cuotas de mercado crecientes en los mercados usamericanos y europeos. Occidente, disimulando sus intereses tras un cuerpo de valores morales bajo el nombre de «liberalismo», no se ha percatado de que el débil se ha reapropiado de la retórica del discurso capitalista para invertir la relación de fuerzas. Brillante idea. Su análisis de los tres grupos de intereses contradictorios en los EE. UU., es de sumo interés, sazónese con mi artículo publicado en el año 2012: Políticos: entre grandes empresas y población ( http://www.rebelion.org/noticia.php?id=158721 ), complementaria de su afirmación siguiente: «La potencia de un Estado o de una firma multinacional se expresa sobre todo por la capacidad de hacer a los países dependientes de sus tecnologías, de su influencia financiera y de su influencia en la definición normativa de las nuevas reglas de la economía de mercado.» (p. 35)

En el capítulo 2, «Las mutaciones de la guerra económica», retoma la evolución de la guerra económica, resaltando y apoyándose en los cambios destacados: antes de la revolución industrial, los que trajo esta, los que sobresalieron en la primera mitad del siglo XX al paso de los acontecimientos, en primer lugar la revolución bolchevique de 1917, el uso que hicieron de la III Internacional y de la fe de los proletarios comunistas para hacer llegar a la «patria del socialismo» técnicas y saberes capitalistas para el desarrollo industrial. Vendría luego el espionaje industrial alemán durante la República de Weimar para contrarrestar las limitaciones impuestas por el Tratado de Versalles. Llegó la II GM y el hacerse con los conocimientos de los sabios e ingenieros nazis en sectores punta de la industria armamentística, y luego las concesiones económicas europeas a los usamericanos a cambio del plan Marshall, hasta, pasados los años, durante los que Francia rompió la ley del silencio, con el general de Gaulle enfrentándose al poder usamericano en diversos «dossiers» económicos de envergadura.

Situados en el año 1990, el autor trata de casos reales significativos y las tácticas y las armas utilizadas, así, en el enfrentamiento entre dos grandes empresas informáticas (una francesa y otra no) para obtener un contrato para la informatización de una red de agencias fiscales en Polonia; o entre dos empresas francesas, con el enfrentamiento entre Gómez y Lagardere (empresas Thomson y Matra); o el caso, no ya de conquistas de mercado, sino de penetración sutil por tercero interpuesto para evitar la imposibilidad, como es el caso de EE.UU. y Vietnam tras la guerra, consiguiendo la dependencia continuada de un país necesitado (Vietnam y su sistema cartográfico) por los servicios de consultoría y servicios continuado, frente a una propuesta francesa más circunspecta al proyecto en sí, que dio lugar a algunas teorizaciones conocidas como social learning (p. 47). La ayuda humanitaria vino a sumarse a esta técnica de disimule de objetivos estratégicos, es el caso de la US Agency for International Development (USAID), creada en 1961(en 1999 Bill Clinton la pondría bajo el control del Departamento de Estado), con el objetivo de recuperar el control político influyendo sobre los habitantes. El autor nos recuerda la teoría de Antonio Gramsci sobre la hegemonía cultural y como el social learning permite escabullirse del control de procesos evidentes de hegemonía cultural mediante «Promotores indoloros e incoloros (consejeros humanitarios, consultores, miembros de la sociedad civil) han utilizado la cultura general, la psicología y la lingüística» (p. 51 y ss., donde encontraremos también el concepto de resiliencia, o capacidad de una organización para superar una crisis mayor o anticiparla, si es posible) para conseguir fuentes de información y objetivos en teatros de operaciones civil-militares, como le informó un oficial francés a su retorno del sudeste asiático. Otro ejemplo que desarrolla es el de la Fundación Rockefeller con motivo de la elección de la ciudad de París entre las 100 Ciudades Resilientes sostenido por esa Fundación.

En el capítulo 3, el autor nos guía en la comprensión de la dialéctica del fuerte y el débil, empezando con el ejemplo de la empresa oftalmológica mundial Théa, atacada con falsedades sobre la seguridad de sus frascos. El atacante era el laboratorio monegasco Europhta, siendo finalmente condenados en justicia el presidente-director general y sus colaboradores responsables de la difamación orquestada, que revela, para el autor «el modo de construcción cognitivo de una ataque informacional.» (p. 61)

Si la historia humana se ha basado en que el fuerte siempre gana frente al débil, Internet ha dado al débil una capacidad armamentística informacional inédita, alterando aquel orden natural. «El fuerte, representado por los Estados, los medios financieros y las grandes empresas multinacionales, dejó de ser ya la única fuente mayor de innovación en la práctica de la guerra económica.» (p. 62, pero el realce en negritas es mío) El objetivo del débil deja de ser el beneficio y pasa a convertirse en la reivindicación de una moral ciudadana a imponer a los medios empresariales cogidos en falta. La guerrilla informacional surgida de la sociedad civil ha cobrado carta de naturaleza. Ahí están los ejemplos de Perrier en relación con la salud pública; de Shell con el medio ambiente; de Ford y la fiabilidad tecnológica; y de Belvédère en relación con el derecho, que siendo fuertes pasaron a ser débiles por no respetar principios elementales de buena fe. El autor desarrolla esos ejemplos y añade algún otro, como el de la Unión des Industries du Textil, amenazado en sus mercados por decisiones europeas en los años 90, y el del ataque de la BNP francesa a la también francesa Société Générale, mediante una Oferta Pública de Intercambio de Acciones en 1999, que fracasó merced a una guerra informacional en la que el débil se hacía fuerte por medio de la influencia en la colectividad. El fuerte se convierte en débil en la guerra de la información. Las innovaciones narrativas del storytelling, arma del político y del militar, no invalidan la fuerza del débil y su retórica emocional (p. 73), pues la palabra de éste «vende» más.

El tratamiento del dominante y el dominado lo encontramos en el capítulo 4, que empieza con una extensa cita de Mao que sintetiza la relación entre ellos en una confrontación ideológica. Harbulot reivindica que esta dialéctica está presente frente al discurso neoliberal y los creyentes en la «ciudad planetaria», que consideran que la guerra económica ha desparecido gracias a la apertura de mercados y el advenimiento de la democracia mercantil. Él cree que «las prácticas subversivas de la extrema izquierda tras la IIGM prefiguraban la intrusión de la sociedad civil en la vida económica.» (p. 88). Sitúa la primera victoria del débil en el año 1998, en la lucha contra el Acuerdo Multilateral para la Inversión y nos muestra el proceso por etapas, que luego daría nacimiento al movimiento antimundialización. Un enfoque subversivo de la guerra económica pasa por poner a la luz lo que el adversario oculta en sombras. Este capítulo, considerablemente más breve que el anterior, se centra más en actos de la política mundial que no en empresas y saldrá a la palestra Edward Snowden, consultor de la National Security Agency, con sus revelaciones, en el año 2013, del espionaje americano contra países aliados, en el que la ley del más fuerte sometió al silencio a los débiles países europeos. Su visión del marco geopolítico en el que se ha de desenvolver el futuro es claro: Los países de la UE tienen divergencias insuperables sobre diversos «dossiers»; Rusia y China, potencias dominantes, están vinculados a su pasado; en cuanto a los EE. UU., con cierta ironía o retintín nos dice que es para algunos nuestro mejor aliado, pero que ha comprendido que su destino se construye sin nosotros.

El combate por la información es el título del capítulo 5. En nota al pie (n. º 65) nos aclara el significado con que usa metafóricamente la palabra «tablero» y lo define como «un espacio sobre el cual cohabitan diferentes actores con intereses convergentes y/o divergentes.» Es la representación por «tableros» la que permite ir más allá del mero empirismo empresarial y comprender los enfrentamientos económicos, y son: el de la competencia, el institucional y el de la sociedad civil, con gran permeabilidad entre ellos, indispensables para estudiar la guerra de la información que opone a las empresas, por lo que el autor las desarrolla en este capítulo aprovechando casos reales, como el de Danone y la dioxina de los envases en Rumanía, con consecuencias no desdeñables: una bajada de las ventas de un 20% y daño en la imagen del grupo en el país. Otro ejemplo es más cercano a nosotros, entre los años 2007 y 2008: el enfrentamiento entre el grupo francés Eiffage y el grupo español Sacyr, cuyo presidente, Luís Del Rivero fue inculpado por difundir informaciones falsas. En el tablero geopolítico, el ejemplo es del año 2015, con la empresa francesa Veolia abandonando el mercado israelí tras veinte años de presencia y sufrir una campaña de boicot iniciada en la sociedad civil palestina, con consecuencias en los mercados públicos en Europa y en EE. UU. Una confrontación de orden interno la ejemplifica con la empresa francesa de cartón ondulado Otor y el fondo de inversión americano Carlyle, accionista que finalmente quiso hacerse con la empresa. El resto del capítulo nos introduce en los métodos de desestabilización de la información y la evolución de esta clase de ataques y el modus operandi.

El último capítulo antes de las conclusiones, el 6 tiene un título provocador: «Osar vencer». Empieza con un sucinto (casi dan ganas de decir una nonada) recorrido de las guerras económicas a través de la historia de Francia desde Louis XI hasta De Gaulle, en dos páginas, lo justo para tener noción de ellas. A destacar, su opinión de que «Desde 1945, Francia y más ampliamente Europa, han vivido globalmente bajo la influencia militar, económica, cultural y educativa de los Estados Unidos de América.» (p. 126), afirmación que considero rotunda verdad, resaltando yo la cultural y la educativa, que pocas veces se recuerda. Igualmente comparto su severa crítica a las elites francesas por su sumisión a los intereses usamericanos durante la guerra fría. En este capítulo encontramos el caso Gemplus, empresa francesa inventora de tecnología punta con el «chip» aplicable a los pagos por tarjeta, a los teléfonos móviles (SIM) y a la seguridad (cifrado), frente al interés de los EE. UU., con la CIA y la NSA como posibles actores de trastienda del fondo de inversiones TPG. La Escuela de Guerra Económica participó en la tarea de alumbrar lo oculto con éxito.

Bajo el epígrafe «La emergencia de una necesidad de solidaridad estratégica«, Harbulot nos sitúa en el mundo actual y la necesaria comprensión por el Estado de las nuevas necesidades para preservar los logros socioeconómicos de su población, y, aunque su reflexión se ilustre con el caso de Francia, no es difícil de extenderla a otros Estados; así por ejemplo la necesidad de replanteamiento de qué sea lo estratégico hoy para un Estado, o nuevas prioridades reforzando la noción de interés general a través de la solidaridad estratégica, definida como «decisiones de medio/largo plazo para preservar el bien común.» (p. 135), que implica ir más allá de los intereses individuales y evaluar críticamente la búsqueda del beneficio a corto plazo. Aproximación ésta que va más allá de la restrictiva visión militar de la defensa económica y cuestiona la definición de intereses estratégicos validada por la Comisión Europea, yendo más allá también del pensamiento soberanista, focalizado en la noción de independencia.

Harbulot atribuye a EE. UU. el nacimiento del mundo inmaterial, en relación con la aparición de Internet, con origen en el departamento de Defensa americano. Nuevo «tablero de juego» en el que EE. UU. tuvo que enfrentarse a cuestiones estratégicas, teniendo en su territorio diez de los trece servidores mundiales, además de haberse preservado un derecho de fiscalización sobre la atribución de direcciones IP, por más que sea bajo una sociedad privada de derecho californiano (ICANN). Internet cobró carta de naturaleza en tanto que instrumento de poder, y, pese a pasar inadvertido, durante el segundo mandato del presidente Bill Clinton, las autoridades americanas ya expresaron su deseo de ser líderes mundiales en el comercio de la información privada. Lo que conjuntamente con otros elementos constituye lo que para algunos manifiesta la voluntad de conquista del mundo inmaterial, con consecuencias en términos de relaciones de fuerza, excediendo lo meramente tecnológico.

Fernando G. Jaén es doctor en Economía. Profesor titular del Departamento de Economía y Empresa de la UVIC-UCC.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.