Comentarios sobre el debate televisivo de los candidatos de la oposición de cara a las primarias para la candidatura única de la «Mesa de la Unidad Democrática»
Debo reconocer que el «gran debate» protagonizado el pasado domingo por los seis precandidatos opositores, es uno de los programas más jocosos que he visto en mucho tiempo. Lo digo con absoluta franqueza. Es una lástima que no los hagan más a menudo.
¿Por qué la risa? Es algo sobre lo que pensé muy poco aquella noche, pero sí los días siguientes. No está de más echarle cabeza al asunto. Una interpretación apresurada puede inducir conclusiones equivocadas.
¿Era simple burla? La pose, la estridencia calculada, las respuestas descolgadas de las preguntas; los movimientos maquínicos de Pérez, su incómoda sonrisa que quiere y no puede transmitir comodidad, ventaja; los ojos desorbitados de López, que quieren y no pueden transmitir seguridad, manejo de la situación; el rostro quinceañero de Arria, que quiere y no puede trasmitir vitalidad, porque cuando abre la boca todo a su alrededor envejece; la mirada de cordero degollado de Machado, incapaz de inspirar lástima o simpatía, porque dos segundos después ya actúa como loba feroz, histriónica hasta el colmo; la performance en general de Capriles, a medio camino entre Pérez y López, y esa manía de querernos convencer de que la mejor prueba de que resolverá los problemas de Venezuela es que ya los resolvió todos en Miranda, que sería como un universo paralelo al que los chavistas no tenemos acceso; y Medina, ¡oh!, Pablo Medina, porque hay que decirlo con nombre y apellido: cuánta capacidad para divagar mientras ofrece un programa de gobierno improbable, de una república del trabajo aérea, para republicanos bobos y no caribes, cuánta capacidad para las respuestas insólitas, cuánta aptitud para la amenaza vana, para el ladrido del que no muerde, para el «vamos por ti», para el ridículo puro y duro.
Sí, demasiado fácil ceder a la tentación de la burla. Sin embargo, más allá de la burla, ahora puedo afirmarlo con seguridad, la noche del domingo volví a celebrar el día en que hace trece años fuimos capaces de derrotar, por fin, a esta misma clase política. Volví a sentir la misma alegría, el mismo alivio. Mucho he recordado durante estos días aquel gesto entre desfachatado, desesperado e inigualablemente cínico de un Luis Alfaro Ucero, candidato presidencial adeco en 1998, pidiéndole perdón al pueblo venezolano por los errores cometidos.
Naturalmente, no hubo nadie que creyera en el gesto del Sócrates de Venezuela, y el 6 de diciembre de aquel año el pueblo votó masivamente contra la partidocracia y su filosofía barata, y a favor de un hombre que simbolizaba todo lo contrario de la política tradicional. Para decirlo con el entrañable Pierre Bourdieu, ese día el pueblo profano votó por el candidato profano y subversivo y en contra de los «profesionales de la política».
Es oportuno recordarlo: si el 6D de 1998 no es una fecha cualquiera, en la que se celebró una contienda electoral más, sino un verdadero acontecimiento político, es porque marca la entrada de los profanos en la política, y esa profanidad lleva el nombre de chavismo. Desde los primeros reclamos por las reiteradas ofensas a la «majestuosidad» de la Presidencia, dirigidos contra un Chávez dispuesto a saltarse cualquier protocolo que lo separara de su pueblo, hasta los tempranos ataques contra el chavismo ignorante e igualado, y luego violento y criminal, estos «profesionales de la política» no han parado de acusar a los irresponsables protagonistas de semejante invasión del orden sagrado de los políticos.
Que el chavismo, ese sujeto/aluvión, arrastró consigo a muchos de esos «profesionales», y que luego unos cuantos de esos políticos, a secas, se acomodaron y comenzaron a renegar de los profanos, es algo que está fuera de toda discusión. Para decirlo con las palabras correctas, es algo que tenemos que seguir discutiendo, señalando, combatiendo. Precisamente porque lo clave es que no nos sumemos a la empresa de desnaturalización del chavismo, haciéndolo pasar por lo que jamás fue, domeñándolo, uniformizándolo, restándole toda su potencia subversiva y su voluntad transformadora.
Lo anterior pasa por no caer en la trampa de la «política boba«, es decir, por no transarnos en polémicas absolutamente estériles con las figuras de la vieja política, entre otras razones porque es imposible tomarse en serio a una clase política que hace tiempo dejó de respetarse a sí misma (eso es lo que significa el perdón de Alfaro Ucero). Dicho sea de paso, a propósito del «gran debate», la mayor parte del antichavismo no se toma verdaderamente en serio este asunto de los precandidatos: su voto será contra Chávez, no a favor de nadie.
Por eso, si destaco el desempeño de Pablo Medina durante el «gran debate», no es porque tenga nada que decir sobre él a título personal, sino porque me parece que desarrolla hasta el extremo lo que en el resto de los precandidatos está en potencia: ese deseo rabioso de echarle el guante a la Presidencia para iniciar la cruzada purificadora contra nosotros los profanos. Lo curioso es cómo lo hace: hablando en nombre de la clase trabajadora, de los excluidos, de los ancianos, de los niños, etc. Intenta ser profano, pero no pasa de ser procaz, porque no es más que un político. Si Pablo Medina es un precandidato tan impresentable, es justo porque representa fielmente lo que cabría esperarse de los «profesionales de la política» si vuelven por sus fueros.
En contraste, la fuerza de Chávez radica en su naturaleza todavía profana (después de todos estos años), que volvió a expresarse mientras ofrecía una rueda de prensa el pasado martes, a propósito de los 13 años de su primera victoria electoral. Refiriéndose a la campaña publicitaria de cierta marca, que lo retrató estampándose un beso con el presidente estadounidense, afirmó: «¿Cómo aparece Obama ahí? ¿Con los ojos cerrados? Como inspirado… Ah, pero es un piquito vale… Yo también cerré los ojos«. Todo esto, en medio de las risas del mismo Chávez y de todos los presentes.
En el fondo, Pablo Medina lo que desea es un piquito. Por lo menos uno. Como todo político al que el pueblo le ha dado la espalda.
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