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Un planeta en el alero: ¿podrán contenerse los virulentos brotes epidémicos de la economía?

Fuentes: TomDispacht

El desmoronamiento económico global ha provocado ya el desplome de bancos, bancarrotas, cierre de fábricas y ejecuciones de hipotecas y dejará este año a muchas decenas de millones de personas sin empleo en todo el planeta. Pero ha hecho su aparición otra peligrosa consecuencia del crash de 2008: el aumento de la conflictividad ciudadana y […]

El desmoronamiento económico global ha provocado ya el desplome de bancos, bancarrotas, cierre de fábricas y ejecuciones de hipotecas y dejará este año a muchas decenas de millones de personas sin empleo en todo el planeta. Pero ha hecho su aparición otra peligrosa consecuencia del crash de 2008: el aumento de la conflictividad ciudadana y las disensiones étnicas. Puede que a eso le siga un día la guerra.  

 Conforme la gente pierde confianza en la capacidad de los mercados y gobiernos para resolver la crisis global, se hace más probable el surgimiento de protestas violentas o de ataques contra aquellos a los que se hace responsables de la difícil situación, entre ellos funcionarios del gobierno, gerentes de fábrica, terratenientes, inmigrantes y minorías étnicas. (La lista podría llegar a ser en el futuro larga y desconcertante). Si el actual desastre económico se convierte en lo que el presidente Obama ha denominado «década perdida», el resultado podría consistir en un paisaje global lleno de convulsiones motivadas por la economía.     

 Desde luego,si se quiere quedar ingratamente impresionado, no hay más que colgar un mapa en la pared y empezar a clavar alfileres rojos allí donde ya se han sucedido episodios de violencia. Atenas (Grecia), Longnan (China), Puerto Príncipe (Haití), Riga (Letonia), Santa Cruz (Bolivia), Sofia (Bulgaria), Vilnius (Lituania), y Vladivostok (Rusia) servirían para empezar. Muchas otras ciudades, de Reikiavik, Paris, Roma y Zaragoza a Moscú y Dublín han sido testigos de importantes protestas provocadas por el creciente desempleo y los salarios en descenso, que no degeneraron en tumulto gracias en parte a la presencia de gran número de agentes antidisturbios. Si clavásemos alfileres de color naranja en estas localidades -ninguna todavía en los Estados Unidos-, nuestro mapa parecería arder de actividad. Y si es usted jugador o jugadora, es apuesta sobre seguro que este mapa se verá pronto bastante más poblado de alfileres rojos y naranja.   

 En su mayor parte, es probable que estas convulsiones, aún cuando sean violentas, sigan siendo de índole localizada, y lo bastante desorganizadas como para que las fuerzas gubernamentales las pongan bajo su control en cuestión de días o semanas, por más que -como en el caso de Atenas durante seis días del diciembre pasado- la parálisis urbana se prolongue debido a los disturbios, gases lacrimógenos y cordones policiales. Esa ha sido la tónica hasta ahora. Es enteramente posible, sin embargo, que a medida que la crisis económica empeore, algunos de estos sucesos sufran una metástasis que los convierta en acontecimientos de mucha mayor duración e intensidad: rebeliones armadas, toma del poder por los militares, conflictos civiles y hasta guerras entre estados motivadas por la economía.   

 Cada uno de los estallidos de violencia tiene sus propios orígenes y características distintivas. A todos los impulsa una combinación parecida de preocupación por el futuro y falta de confianza en la capacidad de las instituciones establecidas de enfrentarse a los problemas que se avecinan. Y del mismo modo en que la crisis económica ha demostrado ser global en formas no vistas hasta ahora, así los incidentes locales -sobre todo dada la naturaleza instantánea de las modernas comunicaciones- tienen el potencial de agitar a otra personas en lugares distantes, vinculados sólo en sentido virtual.

Una pandemia global de violencia impulsada por la economía

 Los disturbios que se produjeron en la primavera de 2008 en respuesta al alza de los precios de los alimentos dejaban entrever la rapidez con que puede extenderse la violencia de raíz económica. Es poco probable que las fuentes informativas occidentales registraran todos esos incidentes, pero entre los que aparecieron en el New York Times y el Wall Street Journal había disturbios en Camerún, Egipto, Etiopía, Haití, India, Indonesia, Costa de Marfil y Senegal.  

En Haití, por ejemplo, miles de manifestantes asaltaron el palacio presidencial en Puerto Príncipe y exigieron el reparto de alimentos, siendo repelidos por tropas del gobierno y fuerzas de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz. Otros países, entre los que se cuentan, Pakistán y Tailandia, intentaron rápidamente impedir esos ataques desplegando tropas en granjas y almacenes por todo el país.

 Los disturbios sólo remitieron al final del verano cuando el descenso de los precios de la energía hizo a su vez que se desplomasen también los precios de los alimentos. (El coste de los alimentos está hoy en día estrechamente ligado al de los precios del petróleo, dado que la petroquímica se utiliza amplia e intensamente en el cultivo de cereales). Lo inquietante, sin embargo, es que es seguro que resultará un respiro temporal, dada la colosal sequía que afecta actualmente a las regiones cerealeras de los Estados unidos, Argentina, Australia, China, Oriente Medio y África. Habrá que ver cómo suben los próximos meses los precios del trigo, la soja y posiblemente el arroz, justo en el momento en que miles de millones de personas del mundo desarrollado tienen la seguridad de ver cómo su beneficio marginal se derrumba debido al colapso económico global.   

 Las revueltas a causa de los alimentos no fueron más que una de las formas de violencia económica que hicieron su sangrienta aparición en 2008. A medida que las condiciones económicas empeoraban, surgieron las protestas contra el creciente desempleo, la ineptitud del gobierno, y las necesidades insatisfechas de los pobres. En la India, por ejemplo, las protestas violentas amenazaron la estabilidad de muchas zonas clave. Aunque se suelen describir en términos de conflictos étnicos, religiosos o de castas, estos estallidos se veían impulsados de forma típica por la inquietud causada por la economía y una omnipresente sensación de que otros grupos se las arreglaban mejor que el propio, y a costa de éste.

 En abril, por ejemplo, seis días de intensos disturbios en la Cachemira bajo control indio se atribuyeron a la animosidad religiosa entre la población musulmana mayoritaria y el gobierno indio dominado por los hindúes; igualmente importante resultó, sin embargo, el hondo resentimiento causado por lo que muchos musulmanes de Cachemira han experimentado en forma de discriminación en puestos de trabajo, vivienda y uso de la tierra. Posteriormente, en mayo, miles de pastores nómadas conocidos como «guyyares» bloquearon las carreteras y trenes que llevaban a la ciudad de Agra, que alberga el Taj Mahal, en un intento de que se les concediera derechos económicos especiales; murieron más de 30 personas cuando la policía abrió fuego sobre la multitud. En octubre, estalló la violencia de raíz económica en Assam, en el lejano noreste del país, en el que sus empobrecidos habitantes se resisten a la llegada de inmigrantes más pobres, en su mayor parte ilegales, del cercano Bangladesh.  

 Conflictos de origen económico aparecieron también en buena parte de China oriental en 2008. Esos sucesos, catalogados como «incidentes de masas» por las autoridades chinas, entrañan por lo general protestas de los trabajadores por los cierres de fábricas, salarios impagados o confiscaciones ilegales de tierras. Con cierta frecuencia, quienes protestaban exigían indemnizaciones a los gestores de empresa o las autoridades del gobierno, y se encontraban únicamente con la policía garrote en mano.  

 No hace falta decir que los dirigentes del Partido Comunista Chino se han mostrado remisos a reconocer dichos incidentes. Empero, este enero pasado, la revista Liaowang (Panorama semanal) informaba de que los despidos y conflictos salariales habían desencadenado un brusco aumento de esos «incidentes de masas», sobre todo en el litoral oriental del país, donde se ubica buena parte de su capacidad manufacturera.  

Ya en diciembre el epicentro de esos incidentes esporádicos de violencia se había desplazado del mundo en vías de desarrollo a Europa Occidental y la antigua Unión Soviética, en donde las protestas se han visto impulsadas por los temores de desempleo prolongado, el desagrado por la conducta inapropiada e ineptitud del gobierno, y la sensación de que «el sistema», como quiera que se defina, es incapaz de satisfacer las futuras aspiraciones de grandes grupos de ciudadanos.

Una de las primeras en esta ola de sacudidas tuvo lugar en la capital de Grecia, Atenas, el 6 de diciembre de 2008, después de que un estudiante muriese por un disparo de la policía durante un altercado en un atestado vecindario del centro. A medida que la noticia del asesinato se extendía por la ciudad, cientos de estudiantes y de jóvenes inundaron el centro de la urbe y se enzarzaron en batallas campales con los agentes antidisturbios, lanzando piedras y artefactos incendiarios. Aunque posteriormente los representantes del gobierno se disculparan por esa muerte y acusasen al agente responsable de homicidio, los disturbios se reprodujeron repetidamente en los días siguientes en Atenas y otras ciudades griegas. Jóvenes airados atacaban a la policía, – considerada de forma extendida como agente del orden constituido-, así como hoteles y tiendas de lujo, a algunas de las cuales prendieron fuego. De acuerdo con algunas estimaciones, los seis días de disturbios causaron daños en el comercio por valor de 1.300 millones de dólares en plena temporada de compras navideñas.  

 Rusia también experimentó una oleada de protestas violentas en el mes de diciembre, causada por la imposición de elevados aranceles a la importación de automóviles. Dictada por el primer ministro, Vladimir Putin, con el fin de proteger a la industria automovilística nacional en peligro (cuyas ventas se esperaba se contrajeran hasta un 50% en 2009), los aranceles constituyeron un golpe a los comerciantes del puerto de Vladivostok, en el Lejano Oriente, que se beneficiaban del negocio de vehículos japoneses de segunda mano a escala nacional. Cuando la policía local se negó a disolver las protestas anti-arancelarias, las autoridades llegaron a inquietarse lo bastante como para transportar unidades de las fuerzas especiales por vía aérea, a casi 6.000 kilómetros de distancia.

 En enero, parecían estar extendiéndose incidentes de este género por toda Europa Oriental. Entre el 13 y el 16 de enero, se produjeron protestas antigubernamentales que degeneraron en choques violentos en la capital de Letonia, Riga, en la de Bulgaria, Sofia, y en la de Lituania, Vilnius. Se hace ya imposible en lo esencial seguir la pista de todos estos episodios, que sugieren que estamos al borde de una pandemia global de violencia cuyas raíces se encuentran en la economía.  

La receta perfecta para la inestabilidad   

 Si bien la mayor partte de estos incidentes los provoca un acontecimiento inmediato – un arancel, el cierre de una fábrica local, el anuncio de medidas de austeridad por parte del gobierno- operan asimismo factores sistémicos. Aunque los economistas están hoy de acuerdo en que nos encontramos sumidos en una recesión más profunda que cualquiera de las habidas desde la Gran Depresión de la década de 1930, asumen por lo general que esta caída -como todas las demás producidas desde la II Guerra Mundial- se verá seguida en uno, dos o tres años por el inicio de una recuperación clásica.   

 Hay buenas razones para sospechar que esto pudiera no suceder así, que esos países más pobres (junto a mucha gente de los países más ricos) tendrían que esperar más tiempo esa recuperación, o bien que no se diera en absoluto. Hasta en los Estados Unidos el 54% de los norteamericanos piensa hoy que «lo peor» está «todavía por llegar» y sólo el 7% cree que «ha pasado lo peor», de acuerdo con un reciente sondeo de Ipsos/McClatchy; nada menos que una cuarta parte cree que la crisis durará más de cuatro años. Ya se trate de los Estados Unidos, Rusia, China o Bangladesh, esta preocupación subyacente -esta sospecha de que las cosas están bastante peor de lo que diga cualquiera- es lo que está contribuyendo a promover esta epidemia global de violencia.  

 El informe de situación más reciente del Banco Mundial, Global Economic Prospects 2009, se condice con estas preocupaciones de dos formas. Se niega a declarar lo peor, aún cuando llegue a atisbarlo, en términos demasiado claros como para ignorarlo, respecto a la perspectiva de un declive a largo plazo, o incluso permanente, de las condiciones económicas de mucha gente en el mundo. Optimista en teoría, como lo son tantos expertos de los medios, respecto a la probabilidad de una recuperación económica en un futuro no muy lejano, el informe está repleto de avisos acerca del daño potencial al mundo en desarrollo si las cosas no van precisamente bien.   

 Dos preocupaciones predominan sobre todo en Global Economic Prospects 2009: que bancos y corporaciones de los países más opulentos dejen de realizar inversiones en el mundo desarrollado, ahogando cualquier posibilidad de crecimiento restante; y que el coste de los alimentos se eleve incómodamente, mientras el uso de tierras de labranza para aumentar la producción de biocombustibles tiene como resultado la disminución de la cantidad de alimentos disponibles para cientos de millones de personas.  

 A despecho de algunos párrafos sobre el repunte económico que parecen sacados de Pollyanna, el informe no se llama engaño cuando debate lo que significaría la caída en puertas casi segura de la inversión del Primer Mundo en los países del Tercer Mundo:

«Si los mercados crediticios no llegaran a responder a las contundentes intervenciones políticas que se han producido hasta ahora, las consecuencias podrían ser muy graves para los países en desarrollo. Ese escenario se vería caracterizado por…alteraciones y turbulencias de envergadura, entre las que no faltarían quiebras de bancos y crisis de la moneda en un amplio espectro de países en vías de desarrollo. Se haría inevitable un crecimiento bruscamente negativo en una serie de países en desarrollo y todas las demás consiguientes repercusiones, entre las que se encontraría el aumento de la pobreza y el desempleo».   

 En otoño de 2008, cuando se elaboró el informe, se consideró que eso sucedería en «el peor de los casos». Desde entonces, la situación ha empeorado radicalmente, mientras los analistas informan de la práctica congelación de la inversión a escala mundial. Lo que es igualmente preocupante, los países de reciente industrialización que dependen de la exportación de bienes manufacturados a países más ricos para buena parte de su renta nacional han advertido una caída de vértigo en las ventas, lo que ha ocasionado cierres de fábricas y despidos masivos.

 El informe del Banco Mundial de 2008 contiene también datos inquietantes sobre la disponibilidad de alimentos en el futuro. Aunque insisten en que el planeta es capaz de producir suficiente comida para satisfacer las necesidades de la creciente población mundial, sus analistas manifestaban menos confianza en que estuviera disponible a precios que sean asequibles, sobre todo en cuanto empiecen a ascender nuevamente los precios de los hidrocarburos. Habiendo cada vez más extensiones de cultivo dedicadas a la producción de biocombustibles y perdiendo fuelle los esfuerzos por aumentar el rendimiento de las cosechas mediante el uso de las «semillas milagrosas», los analistas del Banco atemperaron su perspectiva por lo general esperanzada con una advertencia: «Si la demanda de cultivos ligados a los biocombustibles se vuelve mucho más intensa o fallan los resultados de la productividad, la futura provisión de alimentos puede resultar mucho más cara que en el pasado».  

 Combínense estas dos conclusiones del Banco Mundial -crecimiento económico cero en el mundo en desarrollo y precios de los alimentos en alza- y tendríamos la perfecta receta de inexorables tensiones y violencias civiles. Los estallidos que hemos contemplado en 2008 y principios de 2009 no serían entonces más que un mero anticipo de un sombrío futuro en el que, en una semana cualquiera, podrían desarrollarse revueltas y disturbios en toda una serie de ciudades que acabaran extendiéndose como múltiples focos de un incendio en medio de la sequía.  

 Cartografía de un mundo al borde del abismo  

 Examínese el mundo actual, y resultará facilísimo descubrir una plétora de lugares potenciales para esos múltiples estallidos, o cosas bastantes peores. Tómese China. Hasta el momento, las autoridades han logrado controlar los «incidentes de masas» aislados, impidiendo que llegaran a convertirse en algo de mayor calado. Pero en un país con más de dos mil años de historia de vastos levantamientos milenarios, el riesgo de un recrudecimiento semejante ha de estar en la mente de todos los dirigentes chinos.  

 En 2 de febrero, un alto funcionario chino del Partido, Chen Xiwen, anunció que, sólo en los últimos meses de 2008, veinte millones de trabajadores desplazados, una cifra asombrosa, habían perdido su trabajo. Peor aún, tenían pocas perspectivas de recuperarlo en 2009. Si muchos de estos trabajadores regresan al campo, pueden encontrarse con que tampoco allí queda nada, ni siquiera tierras que cultivar.   

 En esas circunstancias, y habiendo más millones de personas todavía que es probable que pierdan su empleo en las fábricas de la costa en este año, la perspectiva de un masivo malestar es pronunciada. No ha de extrañar que el gobierno anunciara un plan de estímulo de 585.000 millones dirigido a generar empleo rural, y al mismo tiempo apelara a las fuerzas de seguridad a ejercitar la disciplina y la moderación al enfrentarse a quienes protestan. Hay muchos analistas que creen ahora que, conforme decaigan las exportaciones, el creciente desempleo podría llevar a huelgas y protestas a escala nacional que pudieran rebasar la capacidad de los cuerpos generales de policía y requiriesen la plena intervención del ejército (como sucedió en Beiying durante las manifestaciones de 1989 en la plaza de Tiananmen).  

 Tómense, si no, los petroestados del Tercer Mundo que han experimentado un fuerte incremento de su renta cuando los precios del petróleo se mantenían altos, lo que permitía a los gobiernos sobornar a grupos disidentes o financiar potentes fuerzas de seguridad interna. Con la caída de los precios del petróleo de 147 dólares por barril de crudo a menos de 40 dólares, esos países, de Angola al movedizo Irak, se enfrentan hoy a una grave inestabilidad.  

 Nigeria constituye un caso típico que resulta pertinente: cuando los precios del petróleo se mantenían elevados, el gobierno central de Abuya cosechaba miles de millones todos los años, que bastaban para enriquecer a las élites de zonas clave del país y subvencionar a un ingente estamento militar; ahora que los precios se mantienen bajos, le costará al gobierno satisfacer todas estas obligaciones anteriormente tan bien nutridas que entran en competencia, lo que significa que se acrecentará el riesgo de desequilibrio interno. Está cobrando impulso la insurgencia de la región petrolífera del Delta del Níger, alentada por el descontento popular debido a la incapacidad de que la riqueza del petróleo se derramara más allá de la capital, y es probable que se fortalezca a medida que menguan los ingresos del gobierno; otras regiones, igualmente perjudicadas en el reparto nacional de la renta, se verán expuestas a toda clase de alteraciones, entre las que no faltará un grado mayor de conflictos internos.  

 Bolivia es otro productor de energía que parece destinado a verse al borde de un recrudecimiento de la violencia de orden económico. Siendo uno de los países más pobres del hemisferio occidental, alberga reservas substanciales de petróleo y gas natural en sus regiones orientales de tierras bajas. La mayoría de la población -muchos de ascendencia indígena- apoya al presidente Evo Morales, que intenta ejercer un fuerte control estatal sobre las reservas y utilizar los ingresos derivados de ellas para beneficiar a los más pobres del país. Pero la mayoría de quienes se encuentran en la parte oriental del país, controlada por una élite descendiente de europeos, recela de la interferencia del gobierno central y trata de controlar las reservas por sí misma. Los esfuerzos por alcanzar una mayor autonomía han llevado repetidos choques con tropas del gobierno, y en un momento de deterioro, podrían conducir a un escenario de guerra civil en toda regla.  

 Considerando la situación global en que un acontecimiento alarmante, a menudo inesperado, lleva a otro, hacer previsiones resulta peligroso. A escala popular, el cuadro general está bastante claro: un continuado descenso económico, combinado con la sensación dominante de que los sistemas e instituciones existentes son incapaces de enderezar las cosas, está produciendo una mezcla fatal de inquietud, temor y rabia. Las explosiones populares de una u otra clase son inevitables.   

 Alguna noción de esta nueva realidad parece haberse filtrado hasta llegar a las alturas del conjunto de la inteligencia norteamericana. En su testimonio ante el Comité Escogido del Senado sobre Inteligencia el 12 de febrero, el almirante Dennis C. Blair, nuevo Director de Inteligencia Nacional, declaró que «La preocupación primordial de seguridad de los Estados Unidos en el inmediato futuro es la crisis económica global y sus implicaciones geopolíticas, Los modelos estadísticos muestran que las crisis económicas incrementan el riesgo de una inestabilidad que amenace al régimen, si perduran durante un periodo de uno a dos años», lo que es seguro que sucederá en la actual situación.   

 Blair no concretó en que países estaba pensando al hablar de «inestabilidad que amenace al régimen» -un término nuevo en el vocabulario de inteligencia norteamericano, al menos ligado a las crisis económicas- pero queda claro en su testimonio que los funcionarios norteamericanos observan atentamente docenas de inciertas naciones de África, Oriente Medio, América Latina y Asia Central.  

 Y ahora, vuélvanse hacia el mapa de la pared con todos esos alfileres rojo y naranja y procedan a colorear los países pertinentes con varios tonos de rojo y naranja a fin de indicar la notable caída reciente del producto interior bruto y el aumento de la tasa de desempleo. Sin necesidad de disponer de 16 agencias de inteligencia, tendremos con todo una idea cabal de los lugares a los que Blair y sus compadres han echado el ojo en lo que toca a la inestabilidad, a medida que el futuro se vuelve más negro en un planeta al borde del abismo.   

Michael T. Klare es profesor de estudios de Paz y Seguridad Mundial en el Hampshire College. Su último libro es Rising Powers, Shrinking Planet: The New Geopolitics of Energy (Metropolitan Books).

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2402