La década de los ochenta marcó el advenimiento del neoliberalismo a escala mundial. De la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, la receta parecía infalible. Se trataba de minimizar el papel regulador del estado y controlar las «variables macro económicas», con ello se garantizaba el crecimiento de las naciones. Las sociedades de consumidores era […]
La década de los ochenta marcó el advenimiento del neoliberalismo a escala mundial. De la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, la receta parecía infalible. Se trataba de minimizar el papel regulador del estado y controlar las «variables macro económicas», con ello se garantizaba el crecimiento de las naciones. Las sociedades de consumidores era la única forma de alcanzar el bienestar de las mayorías. Tras la caída del muro, los más entusiastas hablaban, incluso, del «fin de la historia».
Como suele ocurrir con los delirios y supersticiones humanas, ha llegado la hora del desencanto. Hoy, las protestas de los indignados están tan globalizadas como los mercados y los medios de comunicación. En todo el mundo, los ciudadanos advierten que el mentado modelo neoliberal no produce el bienestar prometido sino que genera desempleo, crisis económica e injusticia social. Esto lo sabemos bien en Chile, emblemático país-dólar a escala latinoamericana desde los tenebrosos años de Augusto Pinochet, pero también lo saben en Nueva York, París o Roma.
La llamada globalización ha creado un «capitalismo casino» planetario que enriquece a las grandes corporaciones, sumiendo a las naciones en la miseria. Este fenómeno que se ha acentuado estos primeros años del siglo XXI ha tenido consecuencias culturales y políticas insospechadas. El desarrollo de una «Hiperindustria Cultural» – construida de redes e imágenes digitalizadas en tiempo real – ha engendrado lo que algunos llaman una «Cultura Internacional Popular». La sociedad de consumidores, diseño antropológico y rostro cotidiano del neo capitalismo, posee, ahora, un alcance mundial. En pocas palabras: Los problemas de los ciudadanos de diversos países son, en lo fundamental, los mismos. Esto explica, en parte, que la indignación sea, también, global.
Un desempleado en Nueva York, un estudiante chileno o un trabajador en Grecia son víctimas de la misma humillación producida por un sistema económico y financiero profundamente injusto. Todos ellos sienten la represión de la policía como expresión última de sus gobiernos. Las imágenes de las manifestaciones de indignados en todo el orbe traspasan las barreras idiomáticas, pues más allá de las singularidades de cada cual hay algo que se comparte. Mientras el alza de un índice en Wall Street enriquece a alguna multinacional, en otro lugar del mundo un trabajador pierde sus derechos de salud o un estudiante ve como aumenta su arancel para proseguir estudios. Mientras una empresa aumenta su capital, un niño muere de hambre en África, un bosque es talado en Amazonía o una especie se extingue para siempre en el planeta tierra. En el mundo imaginario creado por la publicidad, lo único cierto es la humillación, el dolor y la indignación.
Fuente: http://www.argenpress.info/2011/10/un-planeta-indignado.html