Traducido para Rebelión por Germán Leyens
El comité que otorgó a Henry Kissinger el premio Nobel de la paz, se lo dio este año a Mohammed Younus, el economista que hizo conocer la palabra «microcrédito» con el Banco Graneen en su país natal, Bangladesh. Es un cierto progreso. Pero en cuanto a palabrería, cualesquiera frases que unan «paz» con «Henry Kissinger» no son inconmesurablemente más vacuas que la noción de que microcréditos puedan ayudar – para utilizar el lenguaje de la cita del Comité Nobel «a grandes grupos de la población a encontrar caminos para salir de la pobreza.»
Durante el fin de los años ochenta y los años noventa, en la moneda verbal de los benefactores del primer mundo, los «microcréditos» se convirtieron en una de esas palabras mágicamente fungibles, encastradas en mil informes anuales de fundaciones y ONG, como ser «sostenible.» ¿Qué podía ser más virtuoso en términos de filantropía prudente que dar préstamos muy pequeños a mujeres muy pobres? Los microcréditos exhalan un ennoblecimiento saludable, a diferencia del mundo sórdido de los megapréstamos (aunque no, resulta, megatasas de interés), igual que las microbotellas de cerveza.
El problema es que los microcréditos no causan ningún tipo de macrodiferencia. Han ayudado a algunas mujeres pobres, no cabe duda. Pero a su propio modo representan una manifestación de derrota. A comienzos de los años setenta hubo grandes planes para cambiar toda la relación entre el Tercer y el Primer Mundo, de acelerar las economías del Tercer Mundo hacia niveles decentes de vida para los muchos, no sólo los pocos. En Naciones Unidas, economistas radicales trabajaron duro redactando planes para un Nuevo Orden Económico Mundial. A todo eso se lo llevó el viento y ahora tenemos a las clases benévolas, treinta años después, saludando los microcréditos.
Los microcréditos son micro-tiritas para toda una variedad de cosas de nuestros días cuando – para tomar el ejemplo de India – más de 100.000 agricultores, incluyendo muchísimas mujeres, se han suicidado porque sus gobiernos federales y estatales, más grandes instituciones internacionales, han impulsado las prioridades salvajes del neoliberalismo.
Como dijera de modo conciso el economista Robert Pollin cuando le pregunté qué pensaba del premio para Younus, «Bangladesh y Bolivia son dos países ampliamente reconocidos como de los que tienen los programas de microcréditos más exitosos del mundo. También siguen siendo dos de los países más pobres del mundo.»
En las tablas estadísticas del desarrollo humano, Bangladesh se encuentra en el lugar 139, peor que India, con un 49,8% de su población de 150 millones por debajo de la línea oficial de pobreza. En la patria del Banco Grameen, cerca de un 80% de la gente vive con menos de 2 dólares por día. Un estudio de un Programa de Desarrollo de la ONU a comienzos de los años noventa mostró que el total de microcréditos en Bangladesh constituía un 0,6% del crédito total en el país. Lo que representa a duras penas una transformación.
Ante este telón de fondo, ¿Qué han logrado los microcréditos? Hice la pregunta a P. Sainath, autor de «Everybody Loves a Good Drought» [A todos les encanta una buena sequía] y el más destacado periodista de India respecto a la pobreza rural y las consecuencias de la política económica.
Sí, dijo, los microcréditos pueden ser un instrumento legítimo en ciertas condiciones, mientras nos presentes el instrumento como si fuera un arma gigantesca. Nadie fue jamás liberado por las deudas. Eso dicho, muchas mujeres pobres han hecho más fáciles sus vidas mediante microcréditos, dejando de lado a las burocracias bancarias y a los prestamistas.
Pero en la actualidad el Banco Mundial y el FMI, junto con bancos estatales y comerciales se lanzan a la microfinanciación. El negocio de los microcréditos se está convirtiendo rápidamente en un imperio gigantesco, que devuelve el control a los mismos bancos y burocracias que las mujeres han tratado de abandonar. El microcrédito es convierte en un macro-amaño.
Sainath señala que las tasas de interés que las mujeres micro-endeudadas pagan en India son mucho más elevadas que los intereses de préstamos de los bancos comerciales.
«Pagan entre un 24 y un 36% por préstamos para gastos productivos, mientras que una persona de clase alta puede financiar la compra de un Mercedes por entre un 6 un 8% en el sistema bancario.»
El préstamo promedio del banco Grameen es de 130 dólares en Bangladesh, más bajo en India. Ahora, el problema básico para los pobres en ambos países es la falta de tierras, la falta de posesiones. En la provincia india de Andhra Pradesh, donde hay miles de grupos de micropréstamos, la tierra cuesta 100.000 rupias por acre, la tierra pobre tal vez 60.000 rupias – más de 2.000 dólares. 130 dólares no te compra un rancho, ni siquiera una buena vaca o búfalo. Así que Sainath pregunta: ¿Cuántas mujeres pobres han escapado a la trampa de la pobreza en Andhra Pradesh? «Trata de conseguir una respuesta.»
«Con esos 130 dólares no consigues los bienes más básicos,» dice Sainath. «La cantidad es ínfima. Los intereses son elevados y las sanciones por no pago, brutales. Durante las crecientes inundaciones en Andhra Pradesh, periodistas independientes fueron a una aldea donde todo había arrastrado por la corriente. Los primeros que volvieron fueron los micro-acreedores, amenazando a las mujeres, exigiendo pagos mensuales a mujeres que lo habían perdido todo.»
A los gobiernos les gustan los microcréditos porque les permite abdicar de sus responsabilidades más elementales hacia los ciudadanos pobres. Los microcréditos convierten al mercado en un dios.
Supongamos que USAID o alguna agencia semejante decida destinar 10 millones de dólares a microcréditos. Lo que solía ser la iniciativa de un grupo de mujeres en el ámbito de una aldea, se habrá convertido en una actividad llamativa, de financiamiento internacional. Mucho antes de que las mujeres en una aldea vean la primera rupia, ONG, consultores, gerentes de bancos y sus parientes han recibido todos su parte. Cuando el préstamo llega a las mujeres en la aldea el costo es prohibitivo, y los muy pobres y las mujeres de casta baja son a menudo excluidos. Además, algunos modelos de fondos rotatorios exigen que cada mujer contribuya una rupia por día. Pero a menudo las mujeres no tienen una rupia por día, así que van al prestamista local para poder pagar el microcrédito.
Como dice Sainath, los microcréditos pueden ser un instrumento útil pero no debieran ser romantizados como si fueran algún tipo de actividad transformativa. En ese terreno, son inútiles. Al contrario, como subraya Bob Pollin: «Los tigres del Este Asiático, como Corea del Sur y Taiwán, se basaron durante una generación en masivos programas de créditos subvencionados por el gobierno para apoyar la manufactura y las exportaciones. Ahora se acercan a los niveles de vida europeos occidentales. Los países pobres necesitan ahora que se adapte el modelo de macrocréditos del Este Asiático para impulsar, no simplemente las exportaciones, sino la reforma agraria, cooperativas de mercadeo, una infraestructura que funcione, y sobre todo, puestos decentes de trabajo.»
El problema que presentan los programas de crédito subvencionados por el gobierno es que son públicos y que van en contra del credo neoliberal. Por eso Younus obtuvo su premio Nobel, mientras que los partidarios radicales de la reforma agraria reciben una bala en la nuca.
Nota: Una versión más breve de este artículo apareció en la edición impresa de The Nation impresa el miércoles pasado.