El mileurismo, el precariado, el subempleo y pluriempleo, la creciente desigualdad social o la progresiva erosión de las clases medias son fenómenos que han marcado la última década en gran parte de las sociedades occidentales. La degradación de las condiciones de vida tras las crisis de 2008 ha de atribuirse, entre otros factores, a la consolidación de unos hábitos de consumo que han contribuido precisamente a la propia precarización social.
El capitalismo globalizador y digital se funda antropológicamente en el individualismo. Productividad, competitividad, utilidad y eficiencia se imponen a los individuos,no sólo como criterios estrictamente económico-financieros, sino también como principios sociológicos y culturales. El éxito de esta superestructura mental ha consistido no sólo en fraguar unos conceptos y patrones de producción conformes a estos principios, sino que con el tiempo ha conformado, disciplinado y programado la conciencia colectiva de una mayoría de los consumidores.
En su origen, una de las claves del éxito del paradigma capitalista primigenio fue convertir a la clase productora en consumidora. Este cambio potenció tremendamente la economía moderna. Permitió aplicar en el consumo los principios de la organización industrial impuestos por la moral burguesa, esto es, por la clase propietaria. Esto supuso industrializar el consumo, someterlo a los instrumentos de control, división e ingeniería social que se habían articulado anteriormente con la mano de obra. El trabajador debía también de disponer de un tiempo para actuar como consumidor en el mercado. A medida que avanzaba, el sistema se dio cuenta de que debía dar concesiones al factor trabajo precisamente para mantener engrasado el motor del capitalismo. Las conquistas sociales del capitalismo fueron en realidad la implementación de un método de autopreservación sistémica, en el que el salario es un capital que se reinvierte. El ocio y el consumo pasaron a ser tan cruciales como el mismo negocio. Y el consumo debía asegurarse no sólo mediante la liberación de un tiempo semanal para ello sino también mediante técnicas de inducción para suscitarlo y maximizarlo.
Las bases de este paradigma siguen estando plenamente vigentes. Ahora bien, la supuesta democratización del mercado que a veces se ha querido observar en la inclusión del proletariado en la sociedad de ocio y consumo no significó que los asalariados pudieran acceder progresivamente a la propiedad de los recursos productivos.La propiedad del capital de los principales medios de producción sigue estando, de hecho, mayormente concentrada en entramados corporativos cerrados y estructuras patrimoniales opacas. Al mismo tiempo las rentas del capital y del ahorro crecen a tasas más rápidas y altas que las derivadas del trabajo. Más bien lo que significó la supuesta democratización del mercado es que el asalariado pudiese ostentar el estatus de consumidor habitual, como forma de integrarlo en la plenitud capitalista. De facto, el consumo pasó a convertirse en el principal factor de inclusión social. El trabajador, aún con un salario bajo, debía ser educado en el consumismo. Y que pudiera consumir no sólo el equivalente de lo que produce, sino también comprar a crédito, generando un mercado financiero que potencia y acelera aún más el ciclo expansivo de la economía capitalista. Una parte de la renta salarial quedó reservada y destinada a la amortización de deuda personal.
La deslocalización industrial y la virtualización o digitalización de los procesos industriales permite invisibilizar al fabricante o al prestador de muchos productos y servicios. Se pierde la conexión con el aspecto más empírico y tangible de la economía. El globalismo cibernético y transfronterizo difumina las relaciones interpersonales entre los participantes del mercado, anonimizando la interacción de los sujetos que integran la cadena de valor. Los nuevos hábitos y patrones de consumo que incita este capitalismo global y digital, tanto a nivel marketiniano como ahora cada vez más desde su dimensión algorítmica en conjunción con la ciencia de datos, convierten al propio consumidor en víctima colateral de su propio consumo, o en todo caso, en cómplice de los efectos que provoca en la pauperización de su comunidad.
A nadie debería extrañar que la sistematicidad de las ofertas publicitarias y de las rebajas y promociones puedan sostenerse si no es externalizando su coste sobre el trabajo, reduciendo la calidad del producto o explotando a los eslabones más débiles de las cadenas de valor. Avalando estas prácticas y usos comerciales con el consumo doméstico lo que se consigue es retroalimentar un sistema que se basa en la precarización no sólo del producto sino también del productor, pues dentro del paradigma capitalista -que también es monista y materialista- el trabajador está intrínsecamente determinado por lo que produce. La suerte del producto en el mercado afectará existencialmente al trabajador, a sus condiciones de vida. Impedir al consumidor la visualización física de este proceso y desconectarle de la comprensión de este nexo de interrelaciones ha sido sin duda uno de los logros más notables del capitalismo. La abstracción capitalista sólo se agota cuando el sujeto pierde su puesto de trabajo. Por esta razón, el desempleo es la mayor tara que puede padecer una persona en la sociedad capitalista porque significa su expulsión del mercado, su exclusión social por incapacidad de seguir consumiendo a los ritmos normalizados y pautados.
La proliferación y penetración de la economía de red basada en plataformas digitales, todavía muy desreguladas en el ámbito mercantil occidental, es un buen ejemplo de los rasgos del capitalismo contemporáneo. Este sector está ocasionando una verdadera erosión del tejido productivo social y nacional. Pequeños comerciantes y numerosas empresas familiares son barridos del mercado al no poder competir con los grandes emporios multinacionales, basados en una infraestructura tecnológica y logística que les permite poner en marcha sofisticadas economías de escala y reducir así sus costes operativos. En este sentido, el manido concepto de “economía colaborativa” fue traicionado y ha terminado por convertirse en un sistema de precarización social a todos los niveles. Un efecto directo de esta dinámica está siendo la destrucción del comercio de proximidad, que solía animar los barrios y centros urbanos de las principales ciudades.
El modelo turbocapitalista contemporáneo fagocita a los pequeños comerciantes, estandariza y homogeniza productos, gustos, formas, sabores, colores, mediante la inducción de modas y campañas publicitarias globales.Impone sus propios ritmos, generando horarios comerciales y rutinas que en muchas ocasiones dificultan la conciliación familiar. Genera entornos y dinámicas monótonas que facilitan la repetición de las conductas de los consumidores, en los que la comunidad local ve amenazados sus propios rasgos identitarios. La propiedad privada pequeña es liquidada a favor de la concentración de grandes capitales mediante redes y grupos corporativos y holdings. Las tiendas y comercios minoristas son reemplazados por grandes almacenes y franquicias que se conectan con sus consumidores a través de empresas de logística y transporte. Negocios en su gran mayoría financiados por bancos y fondos de inversión internacionales de cuño estadounidense, que controlan la mayor parte del comercio electrónico, como Amazon. Las ciudades pasan a rediseñarse urbanísticamente en función del modelo imperante. Los cascos históricos se vacían y surgen alrededor suburbios residenciales en el extrarradio en los que se proyecta la segmentación poblacional por niveles de renta. En todo este proceso se pierde sentido de comunidad, que es un factor cohesionador fundamental muy difícil de recuperar una vez disueltos los vínculos tradicionales y comunitarios.
Al mismo tiempo el sustrato ideológico neoliberal del capitalismo auspicia un sistema de mercados y sociedades abiertas. Productos foráneos cuyo coste de fabricación es muy bajo se introducen en el mercado de destino y expulsan a los productos locales, porque sus fabricantes son incapaces de competir en precios, aunque sean cualitativamente mejores. Parecido fenómeno se ha dado en materia de flujos migratorios. La entrada de multitudes de extranjeros en un mercado de trabajo nacional presiona necesariamente a la baja los salarios. Las libertades de circulación de personas y capitales generan un desajuste de los equilibrios naturales que necesita una sociedad para desarrollarse armónicamente.
Productos de importación, a menudo de muy baja calidad, desechables y sometidos a una obsolescencia programada hacen imposible que, en la práctica, se pueda generar un tejido productivo sólido, con auténtica innovación tecnológica que cree empleo estable y bien remunerado. Se produce mucho y barato, con alto impacto ecológico, para que se consuma y desgaste muy rápido, y así pueda repetirse otra vez, cuanto antes, otro ciclo de compraventas y suministros. En vez de satisfacer las necesidades, se estimulan deseos fugaces, excitando experiencias efímeras e induciendo preferencias cambiantes, mediante una mercadotecnia que construye una psicología colectiva basada en la insatisfacción, la comparación y la sensación de carencia perpetua. El producto se hace transitorio, como el mismo puesto de trabajo.
En este sentido cada vez parece más patente la relación entre el empobrecimiento material y la desigualdad real que ha generado en nuestra sociedad la aparición de plataformas como Uber, Glovo, Deliveroo y otras empresas digitales e intermediarias en múltiples sectores de la economía. Plataformas que se nutren de transportistas (“falsos autónomos”) para engrosar sus plantillas, mientras que los beneficios que generan apenas tributan en la jurisdicción donde se produce la extracción y apropiación del activo (digital) que genera la riqueza y el valor económico. Lo mismo puede decirse de los gigantes digitales (Google, Facebook, Yahoo) que dominan el mercado publicitario en Internet, canalizando a través de sus redes a las empresas que pueden permitirse un mejor posicionamiento online bajo pago, así como la minería y procesamiento de datos proporcionados por sus servicios de mensajería.
En la industria del entretenimiento, nuevas plataformas como Netflix, HBO o Spotify, van copando el ocio juvenil, con las que no pueden rivalizar las industrias culturales nacionales, cada vez más incapaces de competir estratégicamente con las productoras de contenido de los gigantes mundiales del entretenimiento. La mentalidad colectiva del futuro está siendo conquistada sutilmente por los intereses y referencias de quienes producen, diseñan y guionizan las series y otros contenidos de ocio masivo consumidos por las nuevas generaciones, nativos digitales que han naturalizado desde su infancia este capitalismo globalista y virtual.
En el sector turístico, aerolíneas de bajo coste como Easyjet o Ryanair y plataformas de reservas como Airbnb, Booking o Rumbo, espolean un consumo low cost que tiene como contrapartida retribuciones igualmente low cost. Al final de todo el consumidor no negocia casi nada en estas transacciones. Solo consiente pagar a cambio de un cierto servicio, adhiriéndose a unas condiciones contractuales predispuestas por una megacorporación transnacional y que el consumidor no lee ni por supuesto entendería si las tratara de leer. Se ha impuesto un consumo de masas impersonal y abstracto basado en la asimetría de información entre las partes del contrato y que se ejecuta mediante una sucesión de clicks y la cumplimentación de formularios y pasarelas de pago.
La desregulación de Internet y el consumismo individualista y cortoplacista han contribuido a degradar el trabajo humano y las condiciones de vida, a pesar de las algunas apariencias ventajosas para sus usuarios y de las dosis de telerrealidad e hiperrealidad con las que el sistema presenta sus logros, como así sucede con la gratuidad de las redes sociales (Instagram, WhatsApp, Twitter, LinkedIn, YouTube). Llamaría poderosamente la atención esta gratuidad internáutica si no fuera porque la razón es bien simple: los datos de los usuarios se convierten en la materia prima de estos oligopolios informáticos y del mercado publicitario anejo. El usuario se hace productor del contenido y por tanto se cosifica gratuitamente al servicio de la empresa que habilita la plataforma. La información producida por el usuario, además de tener un valor económico, opera como una fuente de poder para quienes la procesen.
Los innumerables efectos sociales de la deriva de este modelo económico no deben causar asombro, porque es lo que lógicamente cabe esperar de una sociedad que ha desatendido gravemente su sistema educativo. No es sólo un problema de inmovilismos o inercias antipolíticas más o menos acusadas dentro de nuestras sociedades, o de mecanicismos y determinismos economicistas aparentemente imposibles de cambiar a nivel microscópico o desde las intervenciones legales de un Estado. Es principalmente un problema que depende para su solución eficaz de reafirmar la soberanía ciudadana, que más allá de su aspecto democrático, se debería traducir en actos cotidianos y concretos en el mercado. Transformar profundamente el consumo permitiría avanzar en un cambio radical de las estructuras de producción, y por extensión de las relaciones de propiedad y poder.
Hemos de cuestionarnos y cambiar nuestros hábitos de consumo. Porque el modo en que consumimos determina también cómo trabajamos y nos organizamos socialmente. Es más necesario que nunca, sobre todo por parte de los más jóvenes, que se cultiven nuevos aprendizajes: cómo establecer un consumo responsable (auténticamente colaborativo), cómo fomentar una educación financiera y tecnológica que integre esta visión ética, y cómo inspirar y construir formas alternativas de autogestión y organización social y empresarial,como las mutuas y las cooperativas. Formas y relaciones alternativas realmente transformadoras en las que la producción y el consumo estén intrínsecamente reconectados, desde el ámbito de las comunidades locales, y en las que el factor trabajo y el factor capital estén cada vez más hibridados y armonizados en sus fines y métodos.