Basar las decisiones económicas en las necesidades humanas, y no en nuestra capacidad de pago, impone un principio de igualdad que nos permite decidir colectivamente qué tipo de producción necesitamos.
Durante la Primera Guerra Mundial, el carbón –al igual que el pan, la carne y la madera– comenzó a escasear. Cuando esta escasez empezó a sentirse en París en septiembre de 1916, el concejo municipal tomó medidas drásticas. Tomó control directo del abastecimiento, distribuyendo carbón a los hogares según el tamaño de los apartamentos y el número de personas que vivían en ellos. Las familias llenaban un cuestionario especificando sus necesidades, que quedaban registradas en tarjetas de racionamiento; cuando necesitaban carbón, se dirigían al mairie d’arrondissement (municipalidad), donde se efectuaba la distribución.
El control de precios es un rasgo común de las economías de guerra. Pero frente a la escasez de carbón en París durante la Primera Guerra Mundial, las cosas fueron un poco más lejos. El “índice de precios” del cual dependen los mercados fue suspendido en favor de la contabilidad en especie (es decir, en términos de cantidad de carbón, no de precio).
La cantidad de carbón distribuida a los hogares no se basaba en su solvencia, i.e. en el dinero del que disponían, sino en lo que necesitaban. Esta forma de distribución también dejó claro que la cuestión del abastecimiento era política. Con la producción subordinada a la necesidad, los agentes económicos privados perdieron la libertad de producir y vender lo que querían. Lo que se estableció en lugar de esta libertad fue un principio de igualdad.
Las crisis exigen grandes sacrificios por parte de las personas, lo cual aumenta su sensibilidad a las injusticias. Esto explica por qué durante las crisis, la figura del “usurero” o “especulador” emerge con frecuencia en el discurso popular. Los gobiernos entienden que para lograr la cohesión social necesaria para la movilización, la distribución de bienes debe ser igualitaria. Por eso, paradójicamente, durante la Primera Guerra Mundial, los hogares de clase trabajadora en algunos casos gozaron de un suministro de carbón mayor del que habían gozado antes: el racionamiento no solo impuso límites, sino que mejoró su condición.
La pandemia de coronavirus, obviamente, no es una crisis de la misma magnitud de la Primera Guerra Mundial. No ha suspendido la lógica del mercado; ha expuesto los absurdos del neoliberalismo pero no los ha destruido. Sin embargo, en esta crisis también podemos percibir alguna evidencia de una lógica económica alternativa.
Las máscaras y los ventiladores son sumamente necesarios para lidiar con la emergencia. Nadie en estos días se atreve a mencionar su costo. Más bien, el asunto es la cantidad: ¿cuántos se necesitan y qué tan rápido pueden ser producidos? Esto es así aún si algunas veces la escasez dispara la competencia entre diferentes Estados para ver cuáles logran apropiárselos primero. En este mismo sentido, debe remarcarse que la ayuda financiera proveída por los Estados a la economía –mayormente a los mercados financieros y a las grandes corporaciones– eclipsa los niveles de 2008.
Enfrentados con la crisis, el dinero de repente parece dejar de ser un problema, y los gobiernos han tomado medidas más o menos radicales para subordinar lo económico a lo político. Es revelador el caso de Irlanda, un país reconocido por su modelo económico neoliberal, que ahora nacionalizó sus hospitales privados.
También emergió una “economía moral” en conflicto con la lógica del mercado. Nuestra supervivencia depende en este momento del auto-sacrificio de enfermeros, trabajadores de la limpieza y cajeros de supermercados. En tiempos normales, sus trabajos tienen por lo general poco prestigio simbólico. Pero hoy son quienes toman todos los riesgos para salvar vidas y asegurarse de que la gente tenga acceso a los bienes básicos. En Francia, se ha sugerido que, en el feriado nacional del 14 de julio, sean ellos quienes marchen a lo largo de las grandes avenidas de París en lugar de los militares.
Del racionamiento a la planificación económica
El racionamiento es una forma de planificación económica en tiempos de crisis agudas. La planificación económica puede ser definida de manera sencilla como un sistema donde la producción está subordinada a la satisfacción de necesidades humanas. Ha tomado distintas formas en la historia moderna, la mayoría de las cuales fracasó debido a la falta de eficiencia económica y de democracia. La crisis del coronavirus puede ayudarnos a imaginar cómo podría ser un sistema basado en la satisfacción de necesidades.
El capitalismo tiene una relación perversa con las necesidades humanas. Por un lado, la producción de mercancías debe, hasta cierto punto, satisfacer necesidades. Sin embargo, dado que la solvencia es su criterio principal, cuando la persona necesitada no tiene dinero, el capitalismo no satisface su necesidad. En cambio, esa persona debe apoyarse en las instituciones no capitalistas que existen en las sociedades capitalistas: la familia o el sistema de bienestar, que funcionan en base a otros criterios. En el caso contrario, a lo sumo pueden intentar seguir adelante con sus necesidades insatisfechas.
Por medio de la publicidad y de la financiarización de la vida cotidiana, el capitalismo genera constantemente necesidades “artificiales”. La competencia entre capitales privados lleva al “productivismo”. La producción permanente de cosas nuevas, que se lanzan al mercado a una velocidad cada vez mayor, es una condición para la supervivencia de las empresas que compiten. Estas cosas nuevas tienen que ser vendidas a los consumidores, de manera tal que se libere espacio para otra ronda de cosas nuevas. Este mismo proceso se repite indefinidamente. La obsolescencia programada de celulares, cuyo promedio de vida útil es de dos años, es una forma extrema de este fenómeno, aunque también afecta a otros tipos de mercancías: las bombillas de luz, las medias de nylon y las impresoras se cuentan entre los ejemplos clásicos.
Esta creación de necesidades artificiales también tiene que ver con la importancia de la fuerza de ventas en el capitalismo. La publicidad hoy no sirve principalmente para informar al consumidor acerca de las cualidades de una mercancía. Le dice en qué tipo de persona se convertirá si la compra. Esta tendencia en el marketing comenzó con el famoso “hombre Marlboro” en los años 1950, en el cual el hombre es más importante que el cigarrillo mismo. Tal como afirma Karl Marx en El Capital: “la producción crea al consumidor”.
Las necesidades artificiales son alienantes. Por ejemplo, llevan a desórdenes psicológicos de “compra compulsiva”, una pandemia creciente a nivel global. También dañan el medioambiente. La producción de nuevas mercancías a una velocidad creciente implica la sobreexplotación de los recursos naturales y de la energía, y también genera distintas formas de contaminación. El “productivismo” es la razón fundamental por la cual el capitalismo nunca puede ser ecológicamente sustentable.
Definiendo las necesidades “reales”
La planificación económica, por otro lado, apunta a satisfacer todas las necesidades “reales”. El principio básico sobre el cual descansa es que cualquier necesidad “real” debe ser satisfecha, mientras que las necesidades alienantes y ecológicamente insostenibles no deben ser satisfechas. Obviamente, es más fácil definir qué necesitamos realmente en tiempos de crisis, como por ejemplo, los ventiladores hoy. Pero si nuestro futuro depende de que seamos capaces de distinguir entre necesidades “reales” y necesidades “artificiales”, entonces tenemos que definir qué es una necesidad “real”.
Algunas necesidades reales son necesidades “vitales”: respirar, comer o dormir. Si no son satisfechas, el resultado es la muerte. El desarrollo capitalista ha llevado a que muchas personas –aunque ciertamente no todas– puedan satisfacer estas necesidades vitales. Según un informe de las Naciones Unidas de 2019, 820 millones de personas pasan hambre en el mundo. Además, muchas necesidades vitales, cuya satisfacción estaba garantizada en el pasado, son difíciles de satisfacer en la actualidad, como por ejemplo, respirar aire no contaminado. Según la Organización Mundial de la Salud, el total de muertes por año a causa de la exposición al aire contaminado es de 4.2 millones.
Pero por supuesto, la vida humana no se trata solamente de necesidades vitales, e incluso necesidades no vitales pueden ser “esenciales”. Lo fundamental es reconocer que más allá de las necesidades vitales, que están definidas por la biología humana en sí misma, todas las otras necesidades son históricamente específicas. Emergen en el curso de la historia y son culturalmente variables. En este sentido, también son políticas y están definidas tanto de manera individual como colectiva.
Téngase en cuenta el caso de los viajes. Viajar es genial. Permite que la gente se enfrente con sociedades nuevas y que tome conciencia de la diversidad humana. Algunas personas considerarían que viajar es una necesidad “esencial”. Hasta mediados del siglo veinte, viajar (por placer) estaba restringido a las élites. Desde entonces, hasta cierto punto, la práctica se ha democratizado.
Sin embargo, el crecimiento de esta actividad –principalmente con el auge del transporte aéreo– se ha vuelto cada vez más nocivo para el medioambiente. El transporte aéreo es una de las principales causas de la emisión de gases de efecto invernadero, motivo por el cual Greta Thunberg y su movimiento proponen dejar de realizar vuelos. Por supuesto, sería absurdo prohibir los viajes. Sin embargo, algo debe hacerse para limitar el daño al medioambiente.
La solución podría ser aplicar al transporte aéreo la lógica del racionamiento que París y otras ciudades implementaron para la distribución de carbón durante la Primera Guerra Mundial. Cada ciudadano estaría habilitado para volar un número limitado de kilómetros por año o por década. Esto permitiría a las sociedades poner un límite al volumen global de kilómetros viajados, de manera tal que sería posible hacerlo decrecer hasta niveles sustentables. Pero también permitiría separar los viajes del ingreso, contrariamente a lo que ocurre hoy (cuanto más rica es una persona, más posibilidades tiene de viajar, especialmente en avión).
Al igual que en el caso del carbón, el racionamiento permitiría a las clases más bajas viajar más, no menos. Como en el caso del carbón, tampoco se permitiría comerciar con los kilómetros de vuelo, dado que esto reforzaría las desigualdades, permitiendo que los ricos compraran kilómetros a los pobres. El racionamiento solo funciona si está basado en un principio de igualdad. No es compatible con un mecanismo de derechos de emisión. El beneficio social y ambiental de un enfoque de estas características podría ser fortalecido mediante la inversión pública en medios de viaje colectivos, por ejemplo, hoteles y trenes de buena calidad.
La democracia directa recargada
Es este el sentido en el cual las necesidades “reales” son, de hecho, políticas: la sociedad impone una serie de regulaciones para que se desarrolle una actividad significativa y ecológicamente sustentable. El individuo todavía puede decidir si viaja o no, cuándo, dónde y por cuánto tiempo viaja, pero en el marco de límites establecidos de manera colectiva.
Esto plantea el problema que podría surgir si una regulación va demasiado lejos, llevando a lo que Agnes Heller –la mayor teórica contemporánea de las necesidades– llama una “dictadura sobre las necesidades”. Según Heller, en la URSS, un puñado de burócratas autoproclamados decidían cuáles eran las necesidades “legítimas” del pueblo, ejerciendo sobre estas una “dictadura” de arriba abajo. También fracasaron al reconocer ciertas necesidades, por ejemplo, al arbitrar en favor de estrategias de crecimiento desastrosas para el medioambiente o contra la preservación de las riquezas naturales –e. g. lagos y bosques– de las cuales las personas podían disfrutar.
Una sociedad verdaderamente socialista respetaría tanto como fuera posible las necesidades individuales: tal como dice Heller en su clásico Teoría de las necesidades en Marx, “Marx no reconoce más necesidades que las de los individuos”. La gente aceptará límites a la satisfacción de sus necesidades siempre y cuando sean justos y significativos, y hayan podido participar en su reglamentación. De hecho, las sociedades modernas están plagadas de restricciones muy bien aceptadas. Los límites serán mejor aceptados en la medida en que la tendencia general apunte a la satisfacción de necesidades (sustentables) siempre nuevas, i.e. en la medida en que haya un sentimiento de progreso.
Una de las cuestiones más apremiantes en nuestro tiempo es esta: ¿en qué institución política deberían definirse las necesidades “reales”? Los parlamentos solo son parcialmente adecuados para esta tarea. Lo que se requiere es el resurgimiento de la democracia directa. La definición de necesidades no es solamente una cuestión de deliberación racional. También tiene que ver con la experimentación (con el descubrimiento, a través de la práctica, de formas de satisfacer necesidades individuales y colectivas). Las necesidades tienen un fuerte componente emocional: uno a menudo siente la necesidad en lugar de inferirla.
Con su énfasis en la movilización “desde abajo”, la democracia directa es el único régimen político que gestiona esta dimensión experimental. No elimina los parlamentos, puesto que el sistema de controles y equilibrios que previene la consolidación de una “tiranía de la mayoría” debe ser mantenido. Pero sujeta este sistema a la presión y a la actividad innovadoras de los movimientos sociales.
Plantear la simple pregunta de qué es una necesidad “real” nos conduce a cuestiones fundamentales acerca de nuestros sistemas, tanto a nivel político como económico. Nos pone en el camino de la revolución.
Razmig Keucheyan. Profesor asistente de sociología en la Universidad París-Sorbona y activista de la izquierda radical. Es autor de Hemisferio izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos (Siglo XXI, 2013) y de La nature est un champ de bataille (París, La Découverte, 2018), entre otros libros.
Traducción: Valentín Huarte
Fuente: https://jacobinlat.com/2021/01/10/la-planificacion-economica-funciona/