Traducido para Rebelión por Germán Leyens
La controversia sobre «Fahrenheit 9/11» de Michael Moore, permite una profunda visión del liberalismo contemporáneo estadounidense. Se podría pensar que, con todo ese ruido, estuviese ocurriendo algo radical o revelador o importante.
Pero te equivocarías. Ese ruido es un ejemplo más de lo que Robert Hughes llamó la «Cultura de la queja» de EE.UU.: una interminable discusión, que no lleva a ninguna parte, pero que causa placer a los participantes.
La película es básicamente un documento profundamente conservador, algo que en general ha pasado desapercibido con la excepción de la perspicaz reseña de Robert Jensen: «Una estúpida película blanca». Peor todavía, no explica casi nada de los eventos que pretende examinar.
El papel de Michael Moore es lograr que los liberales estadounidenses se sientan bien en su propia piel sin tener que poner en duda las prácticas de una sociedad que arroja una sombra cada vez más larga, fría, oscura, sobre el planeta. El asunto paga y Moore se está convirtiendo en un hombre rico, una especie de bufón de la corte bien mantenido con chispas ocasionales de conciencia liberal o de decencia humana.
A Moore le encanta presentarse como un muchacho grande, inocente, del interior, una especie de ‘Spanky’ McFarland de nuestros días, aunque mucho más viejo, que va por ahí feliz con su viejo gorro de béisbol en lugar del gorro beanie, y cree en los valores absorbidos en Flint, Michigan, de los años 50, pero que formula preguntas ingenuas, impertinentes, sobre temas serios. Es el Sócrates estadounidense del patio trasero en pantalones sueltos y zapatillas de gimnasia.
La imagen es atractiva para la calidad confusa, nostálgica de la infancia, de la cultura estadounidense. Pero esa misma calidad es la que permite que ocurra la invasión de Irak y muchos otros eventos terribles.
Moore, a diferencia de Spanky, la franqueza en persona, también muestra algo típico del bromista o chacotero. No quiero decir ese talento de escribir líneas divertidas que hacen que sus libros se vendan bien, sino una cierta tendencia a los trucos maliciosos, para provocar risitas, una cierta cualidad como Eddy Haskel o la Cámara Oculta, que se sobrepone a, y arruina, la honrada imagen de Spanky. Vemos esto claramente en los numerosos trucos que utiliza, algunos inteligentes, en películas o la televisión para provocar reacciones filmadas de o sobre aquellos que no reaccionan de manera directa a su persona. Son los trucos del entregador de notificaciones legales o del recuperador de objetos.
La película de Moore se deleita exactamente en la manera de pensar inconsecuente, llena de suposiciones injustificadas, cargada de sugerencias de conspiraciones indefinidas, típica en mayor o menor grado en la mayor parte de los medios en Estados Unidos. Esta forma de pensar es también típica de un presidente que nos dice continuamente que diezmó a Irak y gastó 100.000 millones de dólares para salvar vidas estadounidenses.
Moore le dijo al mundo hace algunos meses que había encontrado su candidato presidencial en la persona del antiguo general Wesley Clark. Este anuncio debería haber constituido una advertencia, porque los puntos de vista de Clark son indistinguibles de los de George Bush, y la conducta del general en la antigua Yugoslavia fue arrogante, provocadora y peligrosa.
Moore simplemente quiere librarse de Bush y estuvo dispuesto a apoyar a un hombre oportunista y peligroso como Wesley Clark para lograrlo. Ahora, en su película, ha juntado un pastiche de actitudes, suposiciones y fragmentos de película interesantes, pero generalmente poco explicativos, esperando provocar suficiente reacción emotiva para librarse de Bush.
¿Por tantas ansias de Moore, y lo uso para representar a todo EE.UU. liberal, por librarse de Bush, que lo llevan a adoptar lo que considero como la posición carente de principios de apoyar a alguien igual de malo o peor?
No creo que sea porque Bush represente un peligro para los valores de EE.UU., la acusación favorita de muchos liberales estadounidenses de pensar confuso, porque de muchas maneras Bush refleja exactamente esos valores. Pienso que están desesperados por librarse de Bush porque es embarazoso. Hay algo espantosamente estadounidense en Bush, que revela algunas verdades dolorosas sobre la sociedad que representa, de la misma manera como ocurrió con el hermano del presidente Nixon y sus esfuerzos por crear un imperio de comida basura basado en Nixon-burgers o con Billy, el gimiente hermano del presidente Carter y sus mares de cerveza.
Sí, Bush ha hecho mucho daño en el mundo, pero los presidentes no pueden actuar solos. En los últimos días en que Nixon vagabundeaba tarde por la noche por los corredores de la Casa Blanca, como un fantasma balbuceante con un vaso de Bourbon, las fuerzas armadas y otros fueron alertados de que no reaccionaran ante órdenes que no llegaran a través de la cadena de comando adecuada. Y no sólo el gabinete limita la capacidad de actuar de un presidente. Es el Congreso y, más en general, la gente del país. Las protestas contra la guerra que envolvieron el país, una vez que se vio que Vietnam era el horrible fraude que resultó ser, ninguna fuerza legal sino las protestas mismas influenciaron considerablemente la política. El fiasco asesino de Irak ocurrió con la complicidad del Congreso, incluyendo notablemente al senador Kerry y con la aceptación pasiva o gracias a la indiferencia de la mayoría de los estadounidenses.
La verdad es que Bush es un estadounidense bastante típico: blanco, suburbano, de mediana edad. Habla y piensa tal como muchísimos estadounidenses hablan y piensan. Hace jogging y juega golf. Adora las bromas de escolar, aunque las menos inteligentes, similares a las de Michael Moore. Acepta ciegamente las versiones de cuento de hada, oficiales, de EE.UU. sobre sí mismo como el sitio escogido por Dios en el planeta, donde hay libertad y justicia para todos – algo que comparte Michael Moore y la mayor parte de los liberales estadounidenses que enarbolan la bandera.
La historia personal de la redención de Bush es compartida por decenas de millones de hogares estadounidenses. Cuando los estadounidenses no viven la redención de primera mano, la consumen en revistas de la cola de las cajas [en los supermercados] y en los programas de entrevistas. Es una obsesión nacional con su promesa de poder comenzar la vida, en vez de representar otra forma de aferrarse a la infancia.
Bush siempre ha gozado de una vida confortable sin ninguna evidencia de haberla ganado o merecido, pero es con lo que sueñan tantos estadounidenses cuando tiran su dinero en las loterías estatales y en los casinos. Los estadounidenses adoran ver a familias de la televisión similares a Ozzie y Harriet en los años 50, donde jamás sucede algo real, sólo gente linda que flota en un espacio eterno. Muchos programas modernos, como Seinfeld, son sólo versiones actualizadas de lo mismo.
La total falta de interés de Bush por libros serios – no existe evidencia alguna de que haya leído alguno – por el auténtico arte y por ideas nuevas es bastante típica. El último presidente de Estados Unidos que mostró algún interés por las artes o por pensadores fue Kennedy. La falta de interés de Bush por cualquier cosa al exterior de Estados Unidos – alterada sólo en la medida de lo indispensable para su papel de presidente – y su conducta de Blondie Blumstead, incluyendo la asfixia al atragantarse con un pretzel mientras miraba fútbol desde un sofá, lo posiciona en el centro mismo del promedio estadounidense.
Preguntarán: Sabemos que Bush es un hombre brutal, bastante psicopático, ¿cómo puede ser tan parecido al promedio estadounidense? Verán, el promedio estadounidense no es el lugar inofensivo, delicado, que parece ser en las creaciones de Hollywood. Es el lugar en el que parejas treintañeras suponen que tienen derecho a una casa de cinco dormitorios en un barrio en pleno crecimiento en los suburbios, con por lo menos dos pesados vehículos en la entrada. Es el lugar que ignora las partes desagradables de su propia sociedad, los guetos, las escuelas destartaladas, la falta de cuidados sanitarios. Es el lugar donde la incesante demanda por cada vez más de todo pone en peligro el futuro del planeta. Y es el lugar que empuja a EE.UU. hacia el imperio global.
Bush no desafina, contrariamente a lo que afirman muchos estadounidenses liberales, con la historia estadounidense. Consignas infantiles como recuperar EE.UU. o, incluso peor, «Muchacho, ¿dónde quedó mi país?», no son otra cosa que, infantilismos. Bush es un ejemplar torpe, desagradable, de la conducta permanente y los valores estadounidenses. ¿Representó la invasión de Irak valores o actitudes diferentes de la invasión «Recuerden el Maine» de Cuba? ¿Y la invasión de México, o la toma de Hawai, o el holocausto en Vietnam y Camboya? ¿Representa la Ley Patriota algo diferente de las leyes de Extranjeros y Sedición de los días de John Adam o los nefastos excesos del FBI bajo Hoover?
Los estadounidenses siempre se han sentido atraídos, como el maravilloso personaje de Marlon Brando en «On the Waterfront» [La ley del silencio], por lo que solía ser llamado «clase». Las películas de la era de oro de Hollywood, de las de John Garfield a Humphrey Bogart, están repletas de esa palabra utilizada de esa manera. Porque todo el núcleo palpitante de EE.UU. trata de ganar tanto dinero como sea posible lo más rápidamente posible de casi cualquier modo posible; luego, se supone que te establezcas en alguna exhibición de «clase»
Aunque el sabor de la cultura estadounidense ha cambiado, sobre todo en su total abandono de la simpatía por la gente sencilla en dificultades de después de la depresión, el deseo de exhibir algo que sea el equivalente de «clase» en 1950, sigue siendo palpable. Está presente en todo, desde los nombres conferidos a los modelos de coches y en las subdivisiones de los bienes raíces a la apariencia de diseñadores estadounidenses populares como Ralph Lauren o personajes como Martha Stewart.
Parte del problema de Bush, no importa cuán intrínsicamente estadounidense sea, es que no tiene clase. Es desconcertante tener un imperio con un César del que se burla gran parte del mundo; toda esa gente de habla extraña por ahí en el globo que se ríe del líder del sitio elegido por Dios.
Tengo un problema con todos los gemidos liberales sobre los soldados profesionales de EE.UU. que son matados en Irak, en realidad un número reducido en comparación con las decenas de miles de inocentes iraquíes matados en la guerra y en la década de restricciones brutalmente duras impuestas por EE.UU., y lo mismo vale para la escena de Moore de las lágrimas de una madre. No, no estoy hablando de la pobre madre en sí, cuya pérdida es real, sino del cálculo de la cinta de Moore al utilizar la escena y del resultado muy predecible sobre las audiencias estadounidenses. Parece que fotos de una pequeña cantidad de ataúdes cubiertos por la bandera es casi lo único que pueda alimentar el blanducho movimiento contra la guerra de EE.UU.
Cuando veo súplicas por los soldados estadounidenses muertos no puedo dejar de pensar en todas las lágrimas vertidas ante el monumento de Vietnam por los relativamente pocos que murieron mientras contribuían a la tarea de llevar una destrucción abrumadora a otro país, pero nunca hay una sola lágrima derramada por los millones de almas extinguidas por EE.UU.
Hay una escena en un documental mucho más emocionante de la Guerra de Vietnam llamado «Hearts and Minds» [Corazones y mentes] en el que un pobre hombre vietnamita se lamenta y grita sobre las extremidades sin vida de su joven hijo, uno de los innumerables inocentes eliminados por estadounidenses que volaban demasiado alto para alcanzar a vislumbrar el horror que provocaban. La película pasa luego a una entrevista con el general Westmoreland, confortablemente sentado, pontificando sobre cómo los asiáticos no ven la vida de la misma manera que los estadounidenses. Propaganda, sí, pero a pesar de todo terriblemente verídica e inolvidable.
Bueno, fue una excelente película de su tipo, pero no estaba destinada a convertir a su director en un hombre rico. Los estadounidenses no están tan interesados en los sufrimientos de otros, especialmente cuando parece que son ellos los que los causan. Aunque, como circunstancia atenuante, es justo señalar cuán poco del sufrimiento se les permite que lleguen a ver, sigue siendo algo atroz la falta de imaginación sobre lo que debe ocurrir al lanzar miles de toneladas de altos explosivos y de metralla para desgarrar cuerpos.
Pero, incluso si no sientes de la misma manera que yo, y te emocionaron las lágrimas de la madre en la última parte de la película, ten mucho cuidado en cómo votas para librarte de Bush. Kerry nunca ha llegado a condenar la guerra. Nunca ha condenado a Bush, con la excepción de la repetición de resultados de informes oficiales que toda la gente pensante del planeta había comprendido un año antes del informe oficial. Los puntos de vista de Kerry sobre el Medio Oriente, que hacen el juego frenéticamente a los más oscuros intereses de Israel, prometen un sinfín de problemas futuros. Es un partidario impenitente, falto de imaginación, del imperio global.
Esto nos lleva a la verdadera tragedia de EE.UU. y a la verdadera causa del 11-S y de tantos otros horrores: la arrogante disposición de EE.UU. de emprender el juego del imperio global con toda la brutalidad y salvajismo que implica. Díganme cómo una película confusa como la de Moore, aun si contribuye a derribar a un presidente confuso como Bush, agrega algo a la resolución del gran dilema de EE.UU.: de su insaciable codicia y de su voluntad de cometer hechos terribles mientras vocea ideales rimbombantes.
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John Chuckman, escritor independiente, es economista jefe de Texaco Canada en retiro. Su correo es: [email protected]. Contribuyó este artículo a Media Monitors Network (MMN) desde Portland, Maine, EE.UU.
by courtesy & © 2004 John Chuckman
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